EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
EVANGELII GAUDIUM
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A LOS FIELES LAICOS SOBRE EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
EN EL MUNDO ACTUAL
TIPOGRAFÍA VATICANA
1. La alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años.
I. Alegría que se
renueva y se comunica
2. El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple
y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del
corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de
la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios
intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se
escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no
palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese
riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres
resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése
no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que
brota del corazón de Cristo resucitado.
3. Invito
a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar
ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión
de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón
para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda
excluido de la alegría reportada por el Señor».1 Al que arriesga, el Señor no
lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él
ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle
a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor,
pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame
de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace
tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no
se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su
misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo:
Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y
otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e
inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una
ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría.
No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo
que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!
4. Los
libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la salvación,
que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se
dirige al Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría,
acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a los habitantes de Sión a recibirlo entre
cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el
horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete
a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre
mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta alegría
de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid, montes, en
cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se
ha compadecido» (49,13).
Zacarías, viendo el día del Señor, invita a
dar vítores al Rey que llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta sin
freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y
victorioso!» (9,9).
Pero quizás la invitación más contagiosa sea
la del profeta Sofonías, quien nos muestra al mismo Dios como un centro
luminoso de fiesta y de alegría que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico.
Me llena de vida releer este texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso
salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con
gritos de júbilo» (3,17).
Es la alegría que se vive en medio de las
pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación
de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien
[...] No te prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta
ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!
5. El
Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a
la alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el saludo del ángel a María
(Lc 1,28).
La visita de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el seno de su
madre (cf. Lc 1,41). En su canto María proclama: «Mi espíritu se estremece de
alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su ministerio,
Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se
llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Su mensaje es
fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros,
y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana bebe de la
fuente de su corazón rebosante. Él promete a los discípulos: «Estaréis tristes,
pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). E insiste: «Volveré
a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría»
(Jn 16,22).
Después ellos, al verlo resucitado, «se alegraron» (Jn 20,20). El libro de
los Hechos de los Apóstoles cuenta que en la primera comunidad «tomaban el
alimento con alegría» (2,46). Por donde los discípulos pasaban, había «una gran
alegría» (8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se llenaban de gozo»
(13,52). Un eunuco, apenas bautizado, «siguió gozoso su camino» (8,39), y el
carcelero «se alegró con toda su familia por haber creído en Dios» (16,34). ¿Por
qué no entrar también nosotros en ese río de alegría?
6. Hay
cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco
que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias
de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece
al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser
infinitamente amado, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a
la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco
hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una
secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me
encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha [...] Pero algo traigo a la
memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no
se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su
fidelidad! [...] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).
7. La tentación aparece frecuentemente bajo
forma de excusas y reclamos, como si debieran darse innumerables condiciones
para que sea posible la alegría. Esto suele suceder porque «la sociedad tecnológica
ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil
engendrar la alegría».2 Puedo decir que los gozos más bellos y espontáneos que
he visto en mis años de vida son los de personas muy pobres que tienen poco a
qué aferrarse. También recuerdo la genuina alegría de aquellos que, aun en
medio de grandes compromisos profesionales, han sabido conservar un corazón
creyente, desprendido y sencillo. De maneras variadas, esas alegrías beben en
la fuente del amor siempre más grande de Dios que se nos manifestó en
Jesucristo. No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos
llevan al centro del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una decisión
ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva».3
8. Sólo
gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios, que se convierte
en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la
autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que
humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos
para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción
evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido
de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?
II. La dulce y
confortadora alegría de evangelizar
9. El
bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de
belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una
profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás.
Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir
con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar
su bien. No deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: «El
amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el
Evangelio!» (1 Co 9,16).
10. La
propuesta es vivir en un nivel superior, pero no con menor intensidad: «La vida
se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho,
los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y
se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás».4 Cuando la Iglesia convoca
a la tarea evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el
verdadero dinamismo de la realización personal: «Aquí descubrimos otra ley
profunda de la realidad: que la vida se alcanza y madura a medida que se la
entrega para dar vida a los otros. Eso es en definitiva la misión».5 Por
consiguiente, un evangelizador no debería tener permanentemente cara de
funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, «la dulce y confortadora alegría
de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas [...] Y ojalá el
mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así
recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados,
impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia
el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo».6
Una eterna novedad
11. Un
anuncio renovado ofrece a los creyentes, también a los tibios o no
practicantes, una nueva alegría en la fe y una fecundidad evangelizadora. En
realidad, su centro y esencia es siempre el mismo: el Dios que manifestó su
amor inmenso en Cristo muerto y resucitado. Él hace a sus fieles siempre
nuevos; aunque sean ancianos, «les renovará el vigor, subirán con alas como de águila,
correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40,31). Cristo es el «Evangelio
eterno» (Ap 14,6), y es «el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8), pero su riqueza
y su hermosura son inagotables. Él es siempre joven y fuente constante de
novedad. La Iglesia no deja de asombrarse por «la profundidad de la riqueza, de
la sabiduría y del conocimiento de Dios» (Rm 11,33). Decía san Juan
de la Cruz: «Esta espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan profunda e
inmensa, que, aunque más el alma sepa de ella, siempre puede entrar más adentro».7
O bien, como afirmaba san Ireneo: «[Cristo], en su venida, ha traído consigo
toda novedad».8 Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y
nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales,
la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los
esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su
constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y
recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos
creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas
de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción
evangelizadora es siempre «nueva».
12. Si
bien esta misión nos reclama una entrega generosa, sería un error entenderla
como una heroica tarea personal, ya que la obra es ante todo de Él, más allá de
lo que podamos descubrir y entender. Jesús es «el primero y el más grande
evangelizador».9 En cualquier forma de evangelización el primado es siempre de
Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su
Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere
producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de
mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la
iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que «es Dios
quien hace crecer» (1 Co 3,7). Esta convicción nos permite conservar la
alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que toma nuestra vida
por entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo.
13. Tampoco
deberíamos entender la novedad de esta misión como un desarraigo, como un
olvido de la historia viva que nos acoge y nos lanza hacia adelante. La memoria
es una dimensión de nuestra fe que podríamos llamar «deuteronómica», en analogía
con la memoria de Israel. Jesús nos deja la Eucaristía como memoria cotidiana
de la Iglesia, que nos introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc 22,19). La alegría
evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria agradecida: es
una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles jamás olvidaron el momento en
que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor de las cuatro de la tarde» (Jn
1,39).
Junto con Jesús, la memoria nos hace presente «una verdadera nube de testigos»
(Hb 12,1).
Entre ellos, se destacan algunas personas que incidieron de manera especial
para hacer brotar nuestro gozo creyente: «Acordaos de aquellos dirigentes que
os anunciaron la Palabra de Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de personas
sencillas y cercanas que nos iniciaron en la vida de la fe: «Tengo presente la
sinceridad de tu fe, esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice» (2 Tm
1,5).
El creyente es fundamentalmente «memorioso».
III. La nueva
evangelización para la transmisión de La fe
14. En la
escucha del Espíritu, que nos ayuda a reconocer comunitariamente los signos de
los tiempos, del 7 al 28 de octubre de 2012 se celebró la XIII Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema La nueva evangelización
para la transmisión de la fe cristiana. Allí se recordó que la nueva evangelización
convoca a todos y se realiza fundamentalmente en tres ámbitos.10 En primer
lugar, mencionemos el ámbito de la pastoral ordinaria, «animada por el
fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que regularmente
frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor para nutrirse de su
Palabra y del Pan de vida eterna».11 También se incluyen en este ámbito los
fieles que conservan una fe católica intensa y sincera, expresándola de
diversas maneras, aunque no participen frecuentemente del culto. Esta pastoral
se orienta al crecimiento de los creyentes, de manera que respondan cada vez
mejor y con toda su vida al amor de Dios.
En segundo lugar, recordemos el ámbito de «las
personas bautizadas que no viven las exigencias del Bautismo»,12 no tienen una
pertenencia cordial a la Iglesia y ya no experimentan el consuelo de la fe. La
Iglesia, como madre siempre atenta, se empeña para que vivan una conversión que
les devuelva la alegría de la fe y el deseo de comprometerse con el Evangelio.
Finalmente, remarquemos que la evangelización
está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no
conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos
buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países
de antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el
Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no
como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría,
señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por
proselitismo sino «por atracción».13
15. Juan
Pablo II nos invitó a reconocer que «es necesario mantener viva la solicitud
por el anuncio» a los que están alejados de Cristo, «porque ésta es la tarea
primordial de la Iglesia».14 La actividad misionera «representa aún hoy día
el mayor desafío para la Iglesia»15 y «la causa misionera debe ser la primera».16 ¿Qué sucedería si
nos tomáramos realmente en serio esas palabras? Simplemente reconoceríamos que
la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia. En esta línea, los
Obispos latinoamericanos afirmaron que ya «no podemos quedarnos tranquilos en
espera pasiva en nuestros templos»17 y que hace falta pasar «de una pastoral de
mera conservación a una pastoral decididamente misionera».18 Esta tarea sigue
siendo la fuente de las mayores alegrías para la Iglesia: «Habrá más gozo en el
cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que
no necesitan convertirse» (Lc 15,7).
Propuesta y límites de esta Exhortación
16. Acepté
con gusto el pedido de los Padres sinodales de redactar esta Exhortación.19 Al
hacerlo, recojo la riqueza de los trabajos del Sínodo. También he consultado a
diversas personas, y procuro además expresar las preocupaciones que me mueven
en este momento concreto de la obra evangelizadora de la Iglesia. Son
innumerables los temas relacionados con la evangelización en el mundo actual
que podrían desarrollarse aquí. Pero he renunciado a tratar detenidamente esas
múltiples cuestiones que deben ser objeto de estudio y cuidadosa profundización.
Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o
completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es
conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el
discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios.
En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable «descentralización».
17. Aquí
he optado por proponer algunas líneas que puedan alentar y orientar en toda la
Iglesia una nueva etapa evangelizadora, llena de fervor y dinamismo. Dentro de
ese marco, y en base a la doctrina de la Constitución dogmática Lumen
gentium, decidí,
entre otros temas, detenerme largamente en las siguientes cuestiones:
a) La reforma de la Iglesia en salida misionera.
b) Las tentaciones de los agentes pastorales.
c) La Iglesia entendida como la totalidad del
Pueblo de Dios que evangeliza.
d) La homilía y su preparación.
e) La inclusión social de los pobres.
f) La paz y el diálogo social.
g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.
18. Me extendí en esos temas con un desarrollo
que quizá podrá pareceros excesivo. Pero no lo hice con la intención de ofrecer
un tratado, sino sólo para mostrar la importante incidencia práctica de esos
asuntos en la tarea actual de la Iglesia. Todos ellos ayudan a perfilar un
determinado estilo evangelizador que invito a asumir en cualquier actividad
que se realice. Y así, de esta manera, podamos acoger, en medio de nuestro
compromiso diario, la exhortación de la Palabra de Dios: «Alegraos siempre en
el Señor. Os lo repito, ¡alegraos!» (Flp 4,4).
CAPÍTULO PRIMERO
LA TRANSFORMACIÓN MISIONERA DE LA IGLESIA
19. La evangelización obedece al mandato
misionero de Jesús: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles
a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). En estos versículos se
presenta el momento en el cual el Resucitado envía a los suyos a predicar el
Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que la fe en Él se
difunda en cada rincón de la tierra.
i. una igLesia en
saLida
20. En la
Palabra de Dios aparece permanentemente este dinamismo de «salida» que Dios
quiere provocar en los creyentes. Abraham aceptó el llamado a salir hacia una
tierra nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó el llamado de Dios: «Ve, yo te envío»
(Ex 3,10),
e hizo salir al pueblo hacia la tierra de la promesa (cf. Ex 3,17). A Jeremías le
dijo: «Adondequiera que yo te envíe irás» (Jr 1,7). Hoy, en este «id»
de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la
misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva «salida»
misionera.
Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál
es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este
llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las
periferias que necesitan la luz del Evangelio.
21. La
alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos es
una alegría misionera. La experimentan los setenta y dos discípulos, que
regresan de la misión llenos de gozo (cf. Lc 10,17). La vive Jesús,
que se estremece de gozo en el Espíritu Santo y alaba al Padre porque su
revelación alcanza a los pobres y pequeñitos (cf. Lc 10,21). La sienten
llenos de admiración los primeros que se convierten al escuchar predicar a los
Apóstoles «cada uno en su propia lengua» (Hch 2,6) en Pentecostés.
Esa alegría es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado y está dando
fruto. Pero siempre tiene la dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del
caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá. El Señor dice: «Vayamos a
otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he
salido» (Mc 1,38). Cuando está sembrada la semilla en un lugar, ya no se
detiene para explicar mejor o para hacer más signos allí, sino que el Espíritu
lo mueve a salir hacia otros pueblos.
22. La Palabra tiene en sí una potencialidad
que no podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada,
crece por sí sola también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia
debe aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera,
y de formas muy diversas que suelen superar nuestras previsiones y romper
nuestros esquemas.
23. La
intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión «esencialmente
se configura como comunión misionera».20 Fiel al modelo del Maestro, es vital
que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares,
en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del
Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Así se lo anuncia
el ángel a los pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena
Noticia, una gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). El Apocalipsis
se refiere a «una Buena Noticia, la eterna, la que él debía anunciar a los
habitantes de la tierra, a toda nación, familia, lengua y pueblo» (Ap 14,6).
Primerear, involucrarse, acompañar,
fructificar y festejar
24. La
Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que
se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan. «Primerear»: sepan
disculpar este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor
tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso,
ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro,
buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los
excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber
experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva. ¡Atrevámonos
un poco más a primerear! Como consecuencia, la Iglesia sabe «involucrarse». Jesús
lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e involucra a los suyos,
poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos:
«Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete
con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se
abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la
carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así «olor a
oveja» y éstas escuchan su voz. Luego, la comunidad evangelizadora se dispone a
«acompañar». Acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por más duros y
prolongados que sean. Sabe de esperas largas y de aguante apostólico. La
evangelización tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites. Fiel al don
del Señor, también sabe «fructificar». La comunidad evangelizadora siempre está
atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no
pierde la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en
medio del trigo, no tiene reacciones quejosas ni alarmistas. Encuentra la
manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de
vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados. El discípulo
sabe dar la vida entera y jugarla hasta el martirio como testimonio de
Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de enemigos, sino que la Palabra sea
acogida y manifieste su potencia liberadora y renovadora. Por último, la
comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe «festejar». Celebra y festeja cada
pequeña victoria, cada paso adelante en la evangelización. La evangelización
gozosa se vuelve belleza en la liturgia en medio de la exigencia diaria de
extender el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la
belleza de la liturgia, la cual también es celebración de la actividad
evangelizadora y fuente de un renovado impulso donativo.
ii. PastoraL en
conversión
25. No
ignoro que hoy los documentos no despiertan el mismo interés que en otras épocas,
y son rápidamente olvidados. No obstante, destaco que lo que trataré de expresar
aquí tiene un sentido programático y consecuencias importantes. Espero que
todas las comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en el
camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas
como están. Ya no nos sirve una «simple administración».21 Constituyámonos en
todas las regiones de la tierra en un «estado permanente de misión».22
26. Pablo
VI invitó a ampliar el llamado a la renovación, para expresar con fuerza que no
se dirige sólo a los individuos aislados, sino a la Iglesia entera. Recordemos
este memorable texto que no ha perdido su fuerza interpelante: «La Iglesia debe
profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le
es propio [...] De esta iluminada y operante conciencia brota un espontáneo
deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia —tal como Cristo la vio, la
quiso y la amó como Esposa suya santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)— y el rostro
real que hoy la Iglesia presenta [...] Brota, por lo tanto, un anhelo generoso
y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que
denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior, frente al espejo
del modelo que Cristo nos dejó de sí».23
El Concilio Vaticano II presentó la conversión
eclesial como la apertura a una permanente reforma de sí por fidelidad a
Jesucristo: «Toda la renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el
aumento de la fidelidad a su vocación [...] Cristo llama a la Iglesia
peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en cuanto
institución humana y terrena, tiene siempre necesidad».24
Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a
condicionar un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estructuras
sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida
nueva y auténtico espíritu evangélico, sin «fidelidad de la Iglesia a la propia
vocación», cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo.
Una impostergable renovación eclesial
27. Sueño
con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres,
los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta
en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la
autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo
puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más
misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva
y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida
y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca
a su amistad. Como decía Juan Pablo II a los Obispos de Oceanía, «toda renovación
en el seno de la Iglesia debe tender a la misión como objetivo para no caer
presa de una especie de introversión eclesial».25
28. La
parroquia no es una estructura caduca; precisamente porque tiene una gran
plasticidad, puede tomar formas muy diversas que requieren la docilidad y la
creatividad misionera del Pastor y de la comunidad. Aunque ciertamente no es la
única institución evangelizadora, si es capaz de reformarse y adaptarse
continuamente, seguirá siendo «la misma Iglesia que vive entre las casas de sus
hijos y de sus hijas».26 Esto supone que realmente esté en contacto con los
hogares y con la vida del pueblo, y no se convierta en una prolija estructura
separada de la gente o en un grupo de selectos que se miran a sí mismos. La
parroquia es presencia eclesial en el territorio, ámbito de la escucha de la
Palabra, del crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del anuncio, de la
caridad generosa, de la adoración y la celebración.27 A través de todas sus
actividades, la parroquia alienta y forma a sus miembros para que sean agentes
de evangelización.28 Es comunidad de comunidades, santuario donde los sedientos
van a beber para seguir caminando, y centro de constante envío misionero. Pero
tenemos que reconocer que el llamado a la revisión y renovación de las
parroquias todavía no ha dado suficientes frutos en orden a que estén todavía
más cerca de la gente, que sean ámbitos de viva comunión y participación, y se
orienten completamente a la misión.
29. Las
demás instituciones eclesiales, comunidades de base y pequeñas comunidades,
movimientos y otras formas de asociación, son una riqueza de la Iglesia que el
Espíritu suscita para evangelizar todos los ambientes y sectores. Muchas veces
aportan un nuevo fervor evangelizador y una capacidad de diálogo con el mundo
que renuevan a la Iglesia. Pero es muy sano que no pierdan el contacto con esa
realidad tan rica de la parroquia del lugar, y que se integren gustosamente en
la pastoral orgánica de la Iglesia particular.29 Esta integración evitará que
se queden sólo con una parte del Evangelio y de la Iglesia, o que se conviertan
en nómadas sin raíces.
30. Cada
Iglesia particular, porción de la Iglesia católica bajo la guía de su obispo,
también está llamada a la conversión misionera. Ella es el sujeto primario de
la evangelización,30 ya que es la manifestación concreta de la única Iglesia en
un lugar del mundo, y en ella «verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo,
que es Una, Santa, Católica y Apostólica».31 Es la Iglesia encarnada en un
espacio determinado, provista de todos los medios de salvación dados por
Cristo, pero con un rostro local. Su alegría de comunicar a Jesucristo se
expresa tanto en su preocupación por anunciarlo en otros lugares más
necesitados como en una salida constante hacia las periferias de su propio
territorio o hacia los nuevos ámbitos socioculturales.32 Procura estar siempre
allí donde hace más falta la luz y la vida del Resucitado.33 En orden a que
este impulso misionero sea cada vez más intenso, generoso y fecundo, exhorto
también a cada Iglesia particular a entrar en un proceso decidido de
discernimiento, purificación y reforma.
31. El
obispo siempre debe fomentar la comunión misionera en su Iglesia diocesana
siguiendo el ideal de las primeras comunidades cristianas, donde los creyentes
tenían un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4,32). Para eso, a
veces estará delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo,
otras veces estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y
misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a
los rezagados y, sobre todo, porque el rebaño mismo tiene su olfato para
encontrar nuevos caminos. En su misión de fomentar una comunión dinámica,
abierta y misionera, tendrá que alentar y procurar la maduración de los
mecanismos de participación que propone el Código de Derecho Canónico34 y otras formas de
diálogo pastoral, con el deseo de escuchar a todos y no sólo a algunos que le
acaricien los oídos. Pero el objetivo de estos procesos participativos no será
principalmente la organización eclesial, sino el sueño misionero de llegar a
todos.
32. Dado
que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una
conversión del papado. Me corresponde, como Obispo de Roma, estar abierto a las
sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más
fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de la
evangelización. El Papa Juan Pablo II pidió que se le ayudara a encontrar «una
forma del ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial
de su misión, se abra a una situación nueva».35 Hemos avanzado poco en ese
sentido. También el papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal
necesitan escuchar el llamado a una conversión pastoral. El Concilio Vaticano
II expresó que, de modo análogo a las antiguas Iglesias patriarcales, las
Conferencias episcopales pueden «desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin
de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta».36 Pero este deseo no
se realizó plenamente, por cuanto todavía no se ha explicitado suficientemente
un estatuto de las Conferencias episcopales que las conciba como sujetos de
atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica autoridad
doctrinal.37 Una excesiva centralización, más que ayudar, complica la vida de
la Iglesia y su dinámica misionera.
33. La pastoral en clave de misión pretende
abandonar el cómodo criterio pastoral del «siempre se ha hecho así». Invito a
todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las
estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias
comunidades. Una postulación de los fines sin una adecuada búsqueda comunitaria
de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en mera fantasía.
Exhorto a todos a aplicar con generosidad y valentía las orientaciones de este
documento, sin prohibiciones ni miedos. Lo importante es no caminar solos,
contar siempre con los hermanos y especialmente con la guía de los obispos, en
un sabio y realista discernimiento pastoral.
iii. desde eL corazón
deL evangeLio
34. Si
pretendemos poner todo en clave misionera, esto también vale para el modo de
comunicar el mensaje. En el mundo de hoy, con la velocidad de las
comunicaciones y la selección interesada de contenidos que realizan los medios,
el mensaje que anunciamos corre más que nunca el riesgo de aparecer mutilado y
reducido a algunos de sus aspectos secundarios. De ahí que algunas cuestiones
que forman parte de la enseñanza moral de la Iglesia queden fuera del contexto
que les da sentido. El problema mayor se produce cuando el mensaje que anunciamos
aparece entonces identificado con esos aspectos secundarios que, sin dejar de
ser importantes, por sí solos no manifiestan el corazón del mensaje de
Jesucristo. Entonces conviene ser realistas y no dar por supuesto que nuestros
interlocutores conocen el trasfondo completo de lo que decimos o que pueden
conectar nuestro discurso con el núcleo esencial del Evangelio que le otorga
sentido, hermosura y atractivo.
35. Una
pastoral en clave misionera no se obsesiona por la transmisión desarticulada de
una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia.
Cuando se asume un objetivo pastoral y un estilo misionero, que realmente
llegue a todos sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se concentra en lo
esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo
tiempo lo más necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello
profundidad y verdad, y así se vuelve más contundente y radiante.
36. Todas
las verdades reveladas proceden de la misma fuente divina y son creídas con la
misma fe, pero algunas de ellas son más importantes por expresar más
directamente el corazón del Evangelio. En este núcleo fundamental lo que
resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en
Jesucristo muerto y resucitado. En este sentido, el Concilio Vaticano II
explicó que «hay un orden o “jerarquía” en las verdades en la doctrina católica,
por ser diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana».38 Esto vale
tanto para los dogmas de fe como para el conjunto de las enseñanzas de la
Iglesia, e incluso para la enseñanza moral.
37. Santo
Tomás de Aquino enseñaba que en el mensaje moral de la Iglesia también hay una jerarquía,
en
las virtudes y en los actos que de ellas proceden.39 Allí lo que cuenta es ante
todo «la fe que se hace activa por la caridad» (Ga 5,6). Las obras de
amor al prójimo son la manifestación externa más perfecta de la gracia interior
del Espíritu: «La principalidad de la ley nueva está en la gracia del Espíritu
Santo, que se manifiesta en la fe que obra por el amor».40 Por ello explica
que, en cuanto al obrar exterior, la misericordia es la mayor de todas las
virtudes: «En sí misma la misericordia es la más grande de las virtudes, ya que
a ella pertenece volcarse en otros y, más aún, socorrer sus deficiencias. Esto
es peculiar del superior, y por eso se tiene como propio de Dios tener
misericordia, en la cual resplandece su omnipotencia de modo máximo».41
38. Es
importante sacar las consecuencias pastorales de la enseñanza conciliar, que
recoge una antigua convicción de la Iglesia. Ante todo hay que decir que en el
anuncio del Evangelio es necesario que haya una adecuada proporción. Ésta se
advierte en la frecuencia con la cual se mencionan algunos temas y en los
acentos que se ponen en la predicación. Por ejemplo, si un párroco a lo largo
de un año litúrgico habla diez veces sobre la templanza y sólo dos o tres veces
sobre la caridad o la justicia, se produce una desproporción donde las que se
ensombrecen son precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes
en la predicación y en la catequesis. Lo mismo sucede cuando se habla más de la
ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de
la Palabra de Dios.
39. Así
como la organicidad entre las virtudes impide excluir alguna de ellas del ideal
cristiano, ninguna verdad es negada. No hay que mutilar la integralidad del
mensaje del Evangelio. Es más, cada verdad se comprende mejor si se la pone en
relación con la armoniosa totalidad del mensaje cristiano, y en ese contexto
todas las verdades tienen su importancia y se iluminan unas a otras. Cuando la
predicación es fiel al Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de
algunas verdades y queda claro que la predicación moral cristiana no es una ética
estoica, es más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo
de pecados y errores. El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante
que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para
buscar el bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe
ensombrecer! Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de amor. Si
esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la
Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está
nuestro peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que se
anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de
determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su
frescura y dejará de tener «olor a Evangelio».
iv. La misión que se
encarna en Los Límites humanos
40. La
Iglesia, que es discípula misionera, necesita crecer en su interpretación de la
Palabra revelada y en su comprensión de la verdad. La tarea de los exégetas y
de los teólogos ayuda a «madurar el juicio de la Iglesia».42 De otro modo también
lo hacen las demás ciencias. Refiriéndose a las ciencias sociales, por ejemplo,
Juan Pablo II ha dicho que la Iglesia presta atención a sus aportes «para sacar
indicaciones concretas que le ayuden a desempeñar su misión de Magisterio».43 Además,
en el seno de la Iglesia hay innumerables cuestiones acerca de las cuales se
investiga y se reflexiona con amplia libertad. Las distintas líneas de
pensamiento filosófico, teológico y pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu
en el respeto y el amor, también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya que
ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra. A quienes sueñan
con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede
parecerles una imperfecta dispersión. Pero la realidad es que esa variedad
ayuda a que se manifiesten y desarrollen mejor los diversos aspectos de la
inagotable riqueza del Evangelio.44
41. Al
mismo tiempo, los enormes y veloces cambios culturales requieren que prestemos
una constante atención para intentar expresar las verdades de siempre en un
lenguaje que permita advertir su permanente novedad. Pues en el depósito de la
doctrina cristiana «una cosa es la substancia [...] y otra la manera de
formular su expresión».45 A veces, escuchando un lenguaje completamente
ortodoxo, lo que los fieles reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y
comprenden, es algo que no responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con
la santa intención de comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano,
en algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano que no es
verdaderamente cristiano. De ese modo, somos fieles a una formulación, pero no
entregamos la substancia. Ése es el riesgo más grave. Recordemos que «la
expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas de
expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico
en su inmutable significado».46
42. Esto
tiene una gran incidencia en el anuncio del Evangelio si de verdad tenemos el
propósito de que su belleza pueda ser mejor percibida y acogida por todos. De
cualquier modo, nunca podremos convertir las enseñanzas de la Iglesia en algo fácilmente
comprendido y felizmente valorado por todos. La fe siempre conserva un aspecto
de cruz, alguna oscuridad que no le quita la firmeza de su adhesión. Hay cosas
que sólo se comprenden y valoran desde esa adhesión que es hermana del amor, más
allá de la claridad con que puedan percibirse las razones y argumentos. Por
ello, cabe recordar que todo adoctrinamiento ha de situarse en la actitud
evangelizadora que despierte la adhesión del corazón con la cercanía, el amor y
el testimonio.
43. En su
constante discernimiento, la Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres
propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas
a lo largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y
cuyo mensaje no suele ser percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero
ahora no prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No
tengamos miedo de revisarlas. Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales
que pueden haber sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la
misma fuerza educativa como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que
los preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios «son poquísimos».47
Citando a san Agustín, advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia
posteriormente deben exigirse con moderación «para no hacer pesada la vida a
los fieles» y convertir nuestra religión en una esclavitud, cuando «la
misericordia de Dios quiso que fuera libre».48 Esta advertencia, hecha varios
siglos atrás, tiene una tremenda actualidad. Debería ser uno de los criterios a
considerar a la hora de pensar una reforma de la Iglesia y de su predicación
que permita realmente llegar a todos.
44. Por
otra parte, tanto los Pastores como todos los fieles que acompañen a sus
hermanos en la fe o en un camino de apertura a Dios, no pueden olvidar lo que
con tanta claridad enseña el Catecismo de la Iglesia católica: «La imputabilidad y
la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas
a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos,
los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales».49
Por lo tanto, sin disminuir el valor del ideal
evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles
de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día.50 A los
sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas
sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien
posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más
agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días
sin enfrentar importantes dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el
estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona,
más allá de sus defectos y caídas.
45. Vemos
así que la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de
las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en
un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que
pueda aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de
esos límites y se hace «débil con los débiles [...] todo para todos» (1 Co 9,22). Nunca se
encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez
autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del
Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no
renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del
camino.
v. una madre de corazón
abierto
46. La
Iglesia «en salida» es una Iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los
demás para llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin
rumbo y sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la
ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para
acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre del
hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese,
pueda entrar sin dificultad.
47. La
Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. Uno de los signos
concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas
partes. De ese modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se
acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas
cerradas. Pero hay otras puertas que tampoco se deben cerrar. Todos pueden
participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la
comunidad, y tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una
razón cualquiera. Esto vale sobre todo cuando se trata de ese sacramento que es
«la puerta», el Bautismo. La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la
vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y
un alimento para los débiles.51 Estas convicciones también tienen consecuencias
pastorales que estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A menudo
nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero
la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno
con su vida a cuestas.
48. Si la
Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin
excepciones. Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio,
se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos
ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser
despreciados y olvidados, a aquellos que «no tienen con qué recompensarte» (Lc
14,14).
No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan
claro. Hoy y siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del
Evangelio»,52 y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del
Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo
inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos.
49. Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la
vida de Jesucristo. Repito aquí para toda la Iglesia lo que muchas veces he
dicho a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia
accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia
enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades.
No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en
una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente
y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la
fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de
fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a
equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras
que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces
implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera
hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros
de comer!» (Mc 6,37).
CAPÍTULO SEGUNDO
EN LA CRISIS DEL COMPROMISO COMUNITARIO
50. Antes
de hablar acerca de algunas cuestiones fundamentales relacionadas con la acción
evangelizadora, conviene recordar brevemente cuál es el contexto en el cual nos
toca vivir y actuar. Hoy suele hablarse de un «exceso de diagnóstico» que no
siempre está acompañado de propuestas superadoras y realmente aplicables. Por
otra parte, tampoco nos serviría una mirada puramente sociológica, que podría
tener pretensiones de abarcar toda la realidad con su metodología de una manera
supuestamente neutra y aséptica. Lo que quiero ofrecer va más bien en la línea
de un discernimiento evangélico. Es la mirada del discípulo misionero, que se
«alimenta a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo».53
51. No es
función del Papa ofrecer un análisis detallado y completo sobre la realidad
contemporánea, pero aliento a todas las comunidades a una «siempre vigilante
capacidad de estudiar los signos de los tiempos».54 Se trata de una
responsabilidad grave, ya que algunas realidades del presente, si no son bien
resueltas, pueden desencadenar procesos de deshumanización difíciles de
revertir más adelante. Es preciso esclarecer aquello que pueda ser un fruto del
Reino y también aquello que atenta contra el proyecto de Dios. Esto implica no
sólo reconocer e interpretar las mociones del buen espíritu y del malo, sino —y
aquí radica lo decisivo— elegir las del buen espíritu y rechazar las del malo.
Doy por supuestos los diversos análisis que ofrecieron otros documentos del
Magisterio universal, así como los que han propuesto los episcopados regionales
y nacionales. En esta Exhortación sólo pretendo detenerme brevemente, con una
mirada pastoral, en algunos aspectos de la realidad que pueden detener o
debilitar los dinamismos de renovación misionera de la Iglesia, sea porque
afectan a la vida y a la dignidad del Pueblo de Dios, sea porque inciden
también en los sujetos que participan de un modo más directo en las
instituciones eclesiales y en tareas evangelizadoras.
i. aLgunos desafíos
deL mundo actuaL
52. La
humanidad vive en este momento un giro histórico, que podemos ver en los
adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar los avances que
contribuyen al bienestar de la gente, como, por ejemplo, en el ámbito de la
salud, de la educación y de la comunicación. Sin embargo, no podemos olvidar
que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el
día a día, con consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento. El
miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso
en los llamados países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la
falta de respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente.
Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad. Este
cambio de época se ha generado por los enormes saltos cualitativos,
cuantitativos, acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo
científico, en las innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en
distintos campos de la naturaleza y de la vida. Estamos en la era del
conocimiento y la información, fuente de nuevas formas de un poder muchas veces
anónimo.
No a una economía de la exclusión
53. Así
como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor
de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y
la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de
frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos
en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida
cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del
juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se
come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la
población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin
salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se
puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que,
además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación
y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su
misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está
en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los
excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».
54. En
este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen
que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra
provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta
opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza
burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los
mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los
excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a
otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una
globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces
de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama
de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad
ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la
calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas
esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo
que de ninguna manera nos altera.
No a la nueva idolatría del dinero
55. Una
de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos
establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre
nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace
olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de
la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo
becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en
el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin
un objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial, que afecta a las finanzas
y a la economía, pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave
carencia de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de
sus necesidades: el consumo.
56. Mientras las ganancias de unos pocos
crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del
bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que
defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera.
De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar
por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual,
que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas. Además,
la deuda y sus intereses alejan a los países de las posibilidades viables de su
economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real. A todo ello se añade
una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han asumido
dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no conoce límites. En este
sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios,
cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los
intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta.
No a un dinero que gobierna en lugar de
servir
57. Tras
esta actitud se esconde el rechazo de la ética y el rechazo de Dios. La ética
suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se considera contraproducente,
demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se la siente como una
amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la persona. En
definitiva, la ética lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida que
está fuera de las categorías del mercado. Para éstas, si son absolutizadas,
Dios es incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por llamar al ser humano
a su plena realización y a la independencia de cualquier tipo de esclavitud. La
ética —una ética no ideologizada— permite crear un equilibrio y un orden social
más humano. En este sentido, animo a los expertos financieros y a los gobernantes
de los países a considerar las palabras de un sabio de la antigüedad: «No
compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No
son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos».55
58. Una
reforma financiera que no ignore la ética requeriría un cambio de actitud
enérgico por parte de los dirigentes políticos, a quienes exhorto a afrontar
este reto con determinación y visión de futuro, sin ignorar, por supuesto, la
especificidad de cada contexto. ¡El dinero debe servir y no gobernar! El Papa
ama a todos, ricos y pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de
recordar que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos.
Os exhorto a la solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las
finanzas a una ética en favor del ser humano.
No a la inequidad que genera violencia
59. Hoy
en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la
exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos
será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y
a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas
de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano
provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona
en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos
policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la
tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción
violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y
económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal
consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a
socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por
más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado
en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y
de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir
del cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado «fin de
la historia», ya que las condiciones de un desarrollo sostenible y en paz
todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas.
60. Los mecanismos de la economía actual
promueven una exacerbación del consumo, pero resulta que el consumismo
desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido social. Así
la inequidad genera tarde o temprano una violencia que las carreras armamentistas
no resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender engañar a los que
reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las armas y la
represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y peores
conflictos. Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los
países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden
encontrar la solución en una «educación» que los tranquilice y los convierta en
seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los
excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente
arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones—
cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes.
Algunos desafíos culturales
61. Evangelizamos también cuando tratamos de
afrontar los diversos desafíos que puedan presentarse.56 A veces éstos se
manifiestan en verdaderos ataques a la libertad religiosa o en nuevas
situaciones de persecución a los cristianos, las cuales en algunos países han
alcanzado niveles alarmantes de odio y violencia. En muchos lugares se trata
más bien de una difusa indiferencia relativista, relacionada con el desencanto
y la crisis de las ideologías que se provocó como reacción contra todo lo que parezca
totalitario. Esto no perjudica sólo a la Iglesia, sino a la vida social en
general. Reconozcamos que una cultura, en la cual cada uno quiere ser el
portador de una propia verdad subjetiva, vuelve difícil que los ciudadanos
deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y deseos
personales.
62. En la
cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo
inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede
el lugar a la apariencia. En muchos países, la globalización ha significado un
acelerado deterioro de las raíces culturales con la invasión de tendencias
pertenecientes a otras culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente
debilitadas. Así lo han manifestado en distintos Sínodos los Obispos de varios
continentes. Los Obispos africanos, por ejemplo, retomando la Encíclica Sollicitudo
rei socialis, señalaron años atrás que muchas veces se quiere convertir a
los países de África en simples «piezas de un mecanismo y de un engranaje
gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación
social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte
del mundo, no siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los
problemas propios de estos países, ni respetan su fisonomía cultural».57 Igualmente,
los Obispos de Asia «subrayaron los influjos que desde el exterior se ejercen
sobre las culturas asiáticas. Están apareciendo nuevas formas de conducta, que
son resultado de una excesiva exposición a los medios de comunicación social
[...] Eso tiene como consecuencia que los aspectos negativos de las industrias
de los medios de comunicación y de entretenimiento ponen en peligro los valores
tradicionales».58
63. La fe
católica de muchos pueblos se enfrenta hoy con el desafío de la proliferación
de nuevos movimientos religiosos, algunos tendientes al fundamentalismo y otros
que parecen proponer una espiritualidad sin Dios. Esto es, por una parte, el
resultado de una reacción humana frente a la sociedad materialista, consumista
e individualista y, por otra parte, un aprovechamiento de las carencias de la
población que vive en las periferias y zonas empobrecidas, que sobrevive en
medio de grandes dolores humanos y busca soluciones inmediatas para sus
necesidades. Estos movimientos religiosos, que se caracterizan por su sutil
penetración, vienen a llenar, dentro del individualismo imperante, un vacío
dejado por el racionalismo secularista. Además, es necesario que reconozcamos
que, si parte de nuestro pueblo bautizado no experimenta su pertenencia a la
Iglesia, se debe también a la existencia de unas estructuras y a un clima poco
acogedores en algunas de nuestras parroquias y comunidades, o a una actitud
burocrática para dar respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida
de nuestros pueblos. En muchas partes hay un predominio de lo administrativo
sobre lo pastoral, así como una sacramentalización sin otras formas de
evangelización.
64. El
proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo
privado y de lo íntimo. Además, al negar toda trascendencia, ha producido una
creciente deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado personal
y social y un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una
desorientación generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y la
juventud, tan vulnerable a los cambios. Como bien indican los Obispos de
Estados Unidos de América, mientras la Iglesia insiste en la existencia de
normas morales objetivas, válidas para todos, «hay quienes presentan esta
enseñanza como injusta, esto es, como opuesta a los derechos humanos básicos.
Tales alegatos suelen provenir de una forma de relativismo moral que está
unida, no sin inconsistencia, a una creencia en los derechos absolutos de los individuos.
En este punto de vista se percibe a la Iglesia como si promoviera un prejuicio
particular y como si interfiriera con la libertad individual».59 Vivimos en una
sociedad de la información que nos satura indiscriminadamente de datos, todos
en el mismo nivel, y termina llevándonos a una tremenda superficialidad a la
hora de plantear las cuestiones morales. Por consiguiente, se vuelve necesaria
una educación que enseñe a pensar críticamente y que ofrezca un camino de
maduración en valores.
65. A
pesar de toda la corriente secularista que invade las sociedades, en muchos
países —aun donde el cristianismo es minoría— la Iglesia católica es una
institución creíble ante la opinión pública, confiable en lo que respecta al
ámbito de la solidaridad y de la preocupación por los más carenciados. En
repetidas ocasiones ha servido de mediadora en favor de la solución de
problemas que afectan a la paz, la concordia, la tierra, la defensa de la vida,
los derechos humanos y ciudadanos, etc. ¡Y cuánto aportan las escuelas y
universidades católicas en todo el mundo! Es muy bueno que así sea. Pero nos
cuesta mostrar que, cuando planteamos otras cuestiones que despiertan menor
aceptación pública, lo hacemos por fidelidad a las mismas convicciones sobre la
dignidad humana y el bien común.
66. La
familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y
vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se
vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad,
el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y
donde los padres transmiten la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto
como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de
cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero
el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la
emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja. Como enseñan
los Obispos franceses, no procede «del sentimiento amoroso, efímero por
definición, sino de la profundidad del compromiso asumido por los esposos que
aceptan entrar en una unión de vida total».60
67. El individualismo posmoderno y globalizado
favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los
vínculos entre las personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares. La
acción pastoral debe mostrar mejor todavía que la relación con nuestro Padre
exige y alienta una comunión que sane, promueva y afiance los vínculos
interpersonales. Mientras en el mundo, especialmente en algunos países,
reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos
insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de
construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos «mutuamente a llevar las
cargas» (Ga 6,2). Por otra parte, hoy surgen muchas formas de asociación
para la defensa de derechos y para la consecución de nobles objetivos. Así se
manifiesta una sed de participación de numerosos ciudadanos que quieren ser
constructores del desarrollo social y cultural.
Desafíos de la inculturación de la fe
68. El
substrato cristiano de algunos pueblos —sobre todo occidentales— es una
realidad viva. Allí encontramos, especialmente en los más necesitados, una
reserva moral que guarda valores de auténtico humanismo cristiano. Una mirada
de fe sobre la realidad no puede dejar de reconocer lo que siembra el Espíritu
Santo. Sería desconfiar de su acción libre y generosa pensar que no hay
auténticos valores cristianos donde una gran parte de la población ha recibido
el Bautismo y expresa su fe y su solidaridad fraterna de múltiples maneras.
Allí hay que reconocer mucho más que unas «semillas del Verbo», ya que se trata
de una auténtica fe católica con modos propios de expresión y de pertenencia a
la Iglesia. No conviene ignorar la tremenda importancia que tiene una cultura
marcada por la fe, porque esa cultura evangelizada, más allá de sus límites,
tiene muchos más recursos que una mera suma de creyentes frente a los embates del
secularismo actual. Una cultura popular evangelizada contiene valores de fe y
de solidaridad que pueden provocar el desarrollo de una sociedad más justa y
creyente, y posee una sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una
mirada agradecida.
69. Es
imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas para inculturar el
Evangelio. En los países de tradición católica se tratará de acompañar, cuidar
y fortalecer la riqueza que ya existe, y en los países de otras tradiciones
religiosas o profundamente secularizados se tratará de procurar nuevos procesos
de evangelización de la cultura, aunque supongan proyectos a muy largo plazo.
No podemos, sin embargo, desconocer que siempre hay un llamado al crecimiento.
Toda cultura y todo grupo social necesitan purificación y maduración. En el
caso de las culturas populares de pueblos católicos, podemos reconocer algunas
debilidades que todavía deben ser sanadas por el Evangelio: el machismo, el
alcoholismo, la violencia doméstica, una escasa participación en la Eucaristía,
creencias fatalistas o supersticiosas que hacen recurrir a la brujería, etc.
Pero es precisamente la piedad popular el mejor punto de partida para sanarlas
y liberarlas.
70. También
es cierto que a veces el acento, más que en el impulso de la piedad cristiana,
se coloca en formas exteriores de tradiciones de ciertos grupos, o en supuestas
revelaciones privadas que se absolutizan. Hay cierto cristianismo de
devociones, propio de una vivencia individual y sentimental de la fe, que en
realidad no responde a una auténtica «piedad popular». Algunos promueven estas
expresiones sin preocuparse por la promoción social y la formación de los
fieles, y en ciertos casos lo hacen para obtener beneficios económicos o algún
poder sobre los demás. Tampoco podemos ignorar que en las últimas décadas se ha
producido una ruptura en la transmisión generacional de la fe cristiana en el
pueblo católico. Es innegable que muchos se sienten desencantados y dejan de
identificarse con la tradición católica, que son más los padres que no bautizan
a sus hijos y no les enseñan a rezar, y que hay un cierto éxodo hacia otras
comunidades de fe. Algunas causas de esta ruptura son: la falta de espacios de
diálogo familiar, la influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo
relativista, el consumismo desenfrenado que alienta el mercado, la falta de
acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida cordial en
nuestras instituciones, y nuestra dificultad para recrear la adhesión mística
de la fe en un escenario religioso plural.
Desafíos de las culturas urbanas
71. La
nueva Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap 21,2-4), es el destino hacia donde
peregrina toda la humanidad. Es llamativo que la revelación nos diga que la
plenitud de la humanidad y de la historia se realiza en una ciudad. Necesitamos
reconocer la ciudad desde una mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe
que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas.
La presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos
realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Él vive entre los
ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de
verdad, de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada sino descubierta,
develada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero,
aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa.
72. En la
ciudad, lo religioso está mediado por diferentes estilos de vida, por
costumbres asociadas a un sentido de lo temporal, de lo territorial y de las
relaciones, que difiere del estilo de los habitantes rurales. En sus vidas
cotidianas los ciudadanos muchas veces luchan por sobrevivir, y en esas luchas
se esconde un sentido profundo de la existencia que suele entrañar también un
hondo sentido religioso. Necesitamos contemplarlo para lograr un diálogo como
el que el Señor desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba
saciar su sed (cf. Jn 4,7-26).
73. Nuevas
culturas continúan gestándose en estas enormes geografías humanas en las que el
cristiano ya no suele ser promotor o generador de sentido, sino que recibe de
ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y paradigmas que ofrecen nuevas
orientaciones de vida, frecuentemente en contraste con el Evangelio de Jesús.
Una cultura inédita late y se elabora en la ciudad. El Sínodo ha constatado que
hoy las transformaciones de esas grandes áreas y la cultura que expresan son un
lugar privilegiado de la nueva evangelización.61
Esto requiere imaginar espacios de oración y
de comunión con características novedosas, más atractivas y significativas para
los habitantes urbanos. Los ambientes rurales, por la influencia de los medios
de comunicación de masas, no están ajenos a estas transformaciones culturales
que también operan cambios significativos en sus modos de vida.
74. Se
impone una evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios,
con los otros y con el espacio, y que suscite los valores fundamentales. Es
necesario llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar
con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades. No
hay que olvidar que la ciudad es un ámbito multicultural. En las grandes urbes
puede observarse un entramado en el que grupos de personas comparten las mismas
formas de soñar la vida y similares imaginarios y se constituyen en nuevos
sectores humanos, en territorios culturales, en ciudades invisibles. Variadas
formas culturales conviven de hecho, pero ejercen muchas veces prácticas de
segregación y de violencia. La Iglesia está llamada a ser servidora de un
difícil diálogo. Por otra parte, aunque hay ciudadanos que consiguen los medios
adecuados para el desarrollo de la vida personal y familiar, son muchísimos los
«no ciudadanos», los «ciudadanos a medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad
produce una suerte de permanente ambivalencia, porque, al mismo tiempo que
ofrece a sus ciudadanos infinitas posibilidades, también aparecen numerosas
dificultades para el pleno desarrollo de la vida de muchos. Esta contradicción
provoca sufrimientos lacerantes. En muchos lugares del mundo, las ciudades son
escenarios de protestas masivas donde miles de habitantes reclaman libertad,
participación, justicia y diversas reivindicaciones que, si no son
adecuadamente interpretadas, no podrán acallarse por la fuerza.
75. No
podemos ignorar que en las ciudades fácilmente se desarrollan el tráfico de
drogas y de personas, el abuso y la explotación de menores, el abandono de
ancianos y enfermos, varias formas de corrupción y de crimen. Al mismo tiempo,
lo que podría ser un precioso espacio de encuentro y solidaridad,
frecuentemente se convierte en el lugar de la huida y de la desconfianza mutua.
Las casas y los barrios se construyen más para aislar y proteger que para
conectar e integrar. La proclamación del Evangelio será una base para restaurar
la dignidad de la vida humana en esos contextos, porque Jesús quiere derramar
en las ciudades vida en abundancia (cf. Jn 10,10). El sentido
unitario y completo de la vida humana que propone el Evangelio es el mejor
remedio para los males urbanos, aunque debamos advertir que un programa y un
estilo uniforme e inflexible de evangelización no son aptos para esta realidad.
Pero vivir a fondo lo humano e introducirse en el corazón de los desafíos como
fermento testimonial, en cualquier cultura, en cualquier ciudad, mejora al
cristiano y fecunda la ciudad.
ii. tentaciones de
Los agentes PastoraLes
76. Siento
una enorme gratitud por la tarea de todos los que trabajan en la Iglesia. No
quiero detenerme ahora a exponer las actividades de los diversos agentes
pastorales, desde los obispos hasta el más sencillo y desconocido de los
servicios eclesiales. Me gustaría más bien reflexionar acerca de los desafíos
que todos ellos enfrentan en medio de la actual cultura globalizada. Pero tengo
que decir, en primer lugar y como deber de justicia, que el aporte de la
Iglesia en el mundo actual es enorme. Nuestro dolor y nuestra vergüenza por los
pecados de algunos miembros de la Iglesia, y por los propios, no deben hacer
olvidar cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan a tanta gente a curarse
o a morir en paz en precarios hospitales, o acompañan personas esclavizadas por
diversas adicciones en los lugares más pobres de la tierra, o se desgastan en
la educación de niños y jóvenes, o cuidan ancianos abandonados por todos, o
tratan de comunicar valores en ambientes hostiles, o se entregan de muchas
otras maneras que muestran ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado
el Dios hecho hombre. Agradezco el hermoso ejemplo que me dan tantos cristianos
que ofrecen su vida y su tiempo con alegría. Ese testimonio me hace mucho bien
y me sostiene en mi propio deseo de superar el egoísmo para entregarme más.
77. No
obstante, como hijos de esta época, todos nos vemos afectados de algún modo por
la cultura globalizada actual que, sin dejar de mostrarnos valores y nuevas
posibilidades, también puede limitarnos, condicionarnos e incluso enfermarnos.
Reconozco que necesitamos crear espacios motivadores y sanadores para los
agentes pastorales, «lugares donde regenerar la propia fe en Jesús crucificado
y resucitado, donde compartir las propias preguntas más profundas y las
preocupaciones cotidianas, donde discernir en profundidad con criterios
evangélicos sobre la propia existencia y experiencia, con la finalidad de
orientar al bien y a la belleza las propias elecciones individuales y
sociales».62 Al mismo tiempo, quiero llamar la atención sobre algunas
tentaciones que particularmente hoy afectan a los agentes pastorales.
Sí al desafío de una espiritualidad
misionera
78. Hoy
se puede advertir en muchos agentes pastorales, incluso en personas
consagradas, una preocupación exacerbada por los espacios personales de
autonomía y de distensión, que lleva a vivir las tareas como un mero apéndice
de la vida, como si no fueran parte de la propia identidad. Al mismo tiempo, la
vida espiritual se confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto
alivio pero que no alimentan el encuentro con los demás, el compromiso en el
mundo, la pasión evangelizadora. Así, pueden advertirse en muchos agentes
evangelizadores, aunque oren, una acentuación del individualismo, una crisis de
identidad y una caída del fervor. Son tres males que se alimentan entre sí.
79. La
cultura mediática y algunos ambientes intelectuales a veces transmiten una
marcada desconfianza hacia el mensaje de la Iglesia y un cierto desencanto.
Como consecuencia, aunque recen, muchos agentes pastorales desarrollan una
especie de complejo de inferioridad que les lleva a relativizar u ocultar su
identidad cristiana y sus convicciones. Se produce entonces un círculo vicioso,
porque así no son felices con lo que son y con lo que hacen, no se sienten
identificados con su misión evangelizadora, y esto debilita la entrega.
Terminan ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión por ser como
todos y por tener lo que poseen los demás. Así, las tareas evangelizadoras se
vuelven forzadas y se dedican a ellas pocos esfuerzos y un tiempo muy limitado.
80. Se
desarrolla en los agentes pastorales, más allá del estilo espiritual o la línea
de pensamiento que puedan tener, un relativismo todavía más peligroso que el
doctrinal. Tiene que ver con las opciones más profundas y sinceras que
determinan una forma de vida. Este relativismo práctico es actuar como si Dios
no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás
no existieran, trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran.
Llama la atención que aun quienes aparentemente poseen sólidas convicciones doctrinales
y espirituales suelen caer en un estilo de vida que los lleva a aferrarse a
seguridades económicas, o a espacios de poder y de gloria humana que se
procuran por cualquier medio, en lugar de dar la vida por los demás en la
misión. ¡No nos dejemos robar el entusiasmo misionero!
No a la acedia egoísta
81. Cuando más necesitamos un dinamismo
misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos laicos sienten el temor de que
alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica, y tratan de escapar de
cualquier compromiso que les pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy
difícil, por ejemplo, conseguir catequistas capacitados para las parroquias y
que perseveren en la tarea durante varios años. Pero algo semejante sucede con
los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo personal. Esto frecuentemente
se debe a que las personas necesitan imperiosamente preservar sus espacios de
autonomía, como si una tarea evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una
alegre respuesta al amor de Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve
plenos y fecundos. Algunos se resisten a probar hasta el fondo el gusto de la
misión y quedan sumidos en una acedia paralizante.
82. El
problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las
actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad
que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de
lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino
tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado. Esta acedia pastoral
puede tener diversos orígenes. Algunos caen en ella por sostener proyectos
irrealizables y no vivir con ganas lo que buenamente podrían hacer. Otros, por
no aceptar la costosa evolución de los procesos y querer que todo caiga del
cielo. Otros, por apegarse a algunos proyectos o a sueños de éxitos imaginados
por su vanidad. Otros, por perder el contacto real con el pueblo, en una
despersonalización de la pastoral que lleva a prestar más atención a la
organización que a las personas, y entonces les entusiasma más la «hoja de
ruta» que la ruta misma. Otros caen en la acedia por no saber esperar y querer
dominar el ritmo de la vida. El inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que
los agentes pastorales no toleren fácilmente lo que signifique alguna
contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz.
83. Así
se gesta la mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de
la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en
realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad».63 Se desarrolla
la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias
de museo. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos,
viven la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza,
que se apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio».64
Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente se dejan cautivar por cosas
que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo
apostólico. Por todo esto, me permito insistir: ¡No nos dejemos robar la
alegría evangelizadora!
No al pesimismo estéril
84. La
alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22). Los males de
nuestro mundo —y los de la Iglesia— no deberían ser excusas para reducir
nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además,
la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu
Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar el
vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en medio
de la cizaña. A cincuenta años del Concilio Vaticano II, aunque nos duelan las
miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos, el mayor
realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu ni menor
generosidad. En ese sentido, podemos volver a escuchar las palabras del beato
Juan XXIII en aquella admirable jornada del 11 de octubre de 1962: «Llegan, a
veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas
que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la
medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina [...]
Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar
siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese
inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a
un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero
más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de
planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades,
aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia».65
85. Una
de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la
conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados
con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía
plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la
mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de
las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar
lo que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se
manifiesta en la debilidad» (2 Co 12,9). El triunfo cristiano es siempre una
cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva
con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu de la
derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la
cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica.
86. Es
cierto que en algunos lugares se produjo una «desertificación» espiritual,
fruto del proyecto de sociedades que quieren construirse sin Dios o que
destruyen sus raíces cristianas. Allí «el mundo cristiano se está haciendo
estéril, y se agota como una tierra sobreexplotada, que se convierte en arena».66
En otros países, la resistencia violenta al cristianismo obliga a los
cristianos a vivir su fe casi a escondidas en el país que aman. Ésta es otra
forma muy dolorosa de desierto. También la propia familia o el propio lugar de
trabajo puede ser ese ambiente árido donde hay que conservar la fe y tratar de
irradiarla. Pero «precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de
este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su
importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a
descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo
contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de
la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto
se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el
camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza».67
En todo caso, allí estamos llamados a ser personas-cántaros para dar de beber a
los demás. A veces el cántaro se convierte en una pesada cruz, pero fue
precisamente en la cruz donde, traspasado, el Señor se nos entregó como fuente
de agua viva. ¡No nos dejemos robar la esperanza!
Sí a las relaciones nuevas que genera
Jesucristo
87. Hoy,
que las redes y los instrumentos de la comunicación humana han alcanzado
desarrollos inauditos, sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística
de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de
apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una
verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa
peregrinación. De este modo, las mayores posibilidades de comunicación se
traducirán en más posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos. Si
pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan
liberador, tan esperanzador! Salir de sí mismo para unirse a otros hace bien.
Encerrarse en sí mismo es probar el amargo veneno de la inmanencia, y la
humanidad saldrá perdiendo con cada opción egoísta que hagamos.
88. El
ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza
permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone
el mundo actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia la privacidad
cómoda o hacia el reducido círculo de los más íntimos, y renuncian al realismo
de la dimensión social del Evangelio. Porque, así como algunos quisieran un
Cristo puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se pretenden
relaciones interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por
pantallas y sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras
tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el
rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus
reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La
verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la
pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de los
otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la
ternura.
89. El
aislamiento, que es una traducción del inmanentismo, puede expresarse en una
falsa autonomía que excluye a Dios, pero puede también encontrar en lo
religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de su individualismo
enfermizo. La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan
a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea
el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que
no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin
compromiso con el otro. Si no encuentran en la Iglesia una espiritualidad que
los sane, los libere, los llene de vida y de paz al mismo tiempo que los
convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán
engañados por propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios.
90. Las
formas propias de la religiosidad popular son encarnadas, porque han brotado de
la encarnación de la fe cristiana en una cultura popular. Por eso mismo
incluyen una relación personal, no con energías armonizadoras sino con Dios,
Jesucristo, María, un santo. Tienen carne, tienen rostros. Son aptas para
alimentar potencialidades relacionales y no tanto fugas individualistas. En
otros sectores de nuestras sociedades crece el aprecio por diversas formas de
«espiritualidad del bienestar» sin comunidad, por una «teología de la
prosperidad» sin compromisos fraternos o por experiencias subjetivas sin rostros,
que se reducen a una búsqueda interior inmanentista.
91. Un
desafío importante es mostrar que la solución nunca consistirá en escapar de
una relación personal y comprometida con Dios que al mismo tiempo nos
comprometa con los otros. Eso es lo que hoy sucede cuando los creyentes
procuran esconderse y quitarse de encima a los demás, y cuando sutilmente
escapan de un lugar a otro o de una tarea a otra, quedándose sin vínculos
profundos y estables: «Imaginatio locorum et mutatio multos fefellit».68 Es un falso
remedio que enferma el corazón, y a veces el cuerpo. Hace falta ayudar a
reconocer que el único camino consiste en aprender a encontrarse con los demás
con la actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de
camino, sin resistencias internas. Mejor todavía, se trata de aprender a
descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos.
También es aprender a sufrir en un abrazo con Jesús crucificado cuando
recibimos agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por
la fraternidad.69
92. Allí
está la verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos con los demás que
realmente nos sana en lugar de enfermarnos es una fraternidad mística, contemplativa, que
sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada
ser humano, que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al
amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad
de los demás como la busca su Padre bueno. Precisamente en esta época, y
también allí donde son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), los discípulos
del Señor son llamados a vivir como comunidad que sea sal de la tierra y luz
del mundo (cf. Mt 5,13-16). Son llamados a dar testimonio de una pertenencia
evangelizadora de manera siempre nueva.70 ¡No nos dejemos robar la comunidad!
No a la mundanidad espiritual
93. La
mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e
incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la
gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los
fariseos:
«¿Cómo es posible que creáis, vosotros que os
glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la gloria que sólo viene de
Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus propios intereses y no
los de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma muchas formas, de acuerdo con el
tipo de personas y con los estamentos en los que se enquista. Por estar
relacionada con el cuidado de la apariencia, no siempre se conecta con pecados
públicos, y por fuera todo parece correcto. Pero, si invadiera la Iglesia,
«sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente
moral».71
94. Esta
mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras profundamente
emparentadas. Una es la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el
subjetivismo, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de
razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en
definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de
sus sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico
de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten
superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente
fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad
doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario,
donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los
demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en
controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan
verdaderamente. Son manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es
posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar
un auténtico dinamismo evangelizador.
95. Esta
oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas pero
con la misma pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos hay
un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la
Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el
Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida
de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En
otros, la misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por
mostrar conquistas sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la
gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de autoayuda y
de realización autorreferencial. También puede traducirse en diversas formas de
mostrarse a sí mismo en una densa vida social llena de salidas, reuniones,
cenas, recepciones. O bien se despliega en un funcionalismo empresarial,
cargado de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal
beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la Iglesia como organización. En
todos los casos, no lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado y
resucitado, se encierra en grupos elitistas, no sale realmente a buscar a los
perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo. Ya no hay fervor
evangélico, sino el disfrute espurio de una autocomplacencia egocéntrica.
96. En
este contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se conforman con tener algún
poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que simples
soldados de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos con planes
apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales
derrotados! Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser
historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada
en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es
«sudor de nuestra frente». En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre
«lo que habría que hacer» —el pecado del «habriaqueísmo»— como maestros
espirituales y sabios pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra
imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro
pueblo fiel.
97. Quien
ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de
los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los
errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del
corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como
consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto
al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla
poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en
Jesucristo, de entrega a los pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana
bajo ropajes espirituales o pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana
tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar
centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de
Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!
No a la guerra entre nosotros
98. Dentro
del Pueblo de Dios y en las distintas comunidades, ¡cuántas guerras! En el
barrio, en el puesto de trabajo, ¡cuántas guerras por envidias y celos, también
entre cristianos! La mundanidad espiritual lleva a algunos cristianos a estar
en guerra con otros cristianos que se interponen en su búsqueda de poder,
prestigio, placer o seguridad económica. Además, algunos dejan de vivir una
pertenencia cordial a la Iglesia por alimentar un espíritu de «internas». Más
que pertenecer a la Iglesia toda, con su rica diversidad, pertenecen a tal o
cual grupo que se siente diferente o especial.
99. El
mundo está lacerado por las guerras y la violencia, o herido por un difuso
individualismo que divide a los seres humanos y los enfrenta unos contra otros
en pos del propio bienestar. En diversos países resurgen enfrentamientos y
viejas divisiones que se creían en parte superadas. A los cristianos de todas
las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de
comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan
admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os
acompañáis: «En esto reconocerán que sois mis discípulos, en el amor que os
tengáis unos a otros» (Jn 13,35). Es lo que con tantos deseos pedía
Jesús al Padre: «Que sean uno en nosotros [...] para que el mundo crea» (Jn 17,21). ¡Atención a la
tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo
puerto! Pidamos la gracia de alegrarnos con los frutos ajenos, que son de
todos.
100. A
los que están heridos por divisiones históricas, les resulta difícil aceptar
que los exhortemos al perdón y la reconciliación, ya que interpretan que
ignoramos su dolor, o que pretendemos hacerles perder la memoria y los ideales.
Pero si ven el testimonio de comunidades auténticamente fraternas y
reconciliadas, eso es siempre una luz que atrae. Por ello me duele tanto
comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre personas
consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias,
difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de
cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de
brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos comportamientos?
101. Pidamos
al Señor que nos haga entender la ley del amor. ¡Qué bueno es tener esta ley!
¡Cuánto bien nos hace amarnos los unos a los otros en contra de todo! Sí, ¡en
contra de todo! A cada uno de nosotros se dirige la exhortación paulina: «No te
dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rm 12,21). Y también:
«¡No nos cansemos de hacer el bien!» (Ga 6,9). Todos tenemos simpatías y
antipatías, y quizás ahora mismo estamos enojados con alguno. Al menos digamos
al Señor: «Señor, yo estoy enojado con éste, con aquélla. Yo te pido por él y
por ella». Rezar por aquel con el que estamos irritados es un hermoso paso en
el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el
ideal del amor fraterno!
Otros desafíos eclesiales
102. Los laicos son simplemente la inmensa
mayoría del Pueblo de Dios. A su servicio está la minoría de los ministros
ordenados. Ha crecido la conciencia de la identidad y la misión del laico en la
Iglesia. Se cuenta con un numeroso laicado, aunque no suficiente, con arraigado
sentido de comunidad y una gran fidelidad en el compromiso de la caridad, la catequesis,
la celebración de la fe. Pero la toma de conciencia de esta responsabilidad
laical que nace del Bautismo y de la Confirmación no se manifiesta de la misma
manera en todas partes. En algunos casos porque no se formaron para asumir
responsabilidades importantes, en otros por no encontrar espacio en sus
Iglesias particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo
clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones. Si bien se percibe
una mayor participación de muchos en los ministerios laicales, este compromiso
no se refleja en la penetración de los valores cristianos en el mundo social,
político y económico. Se limita muchas veces a las tareas intraeclesiales sin
un compromiso real por la aplicación del Evangelio a la transformación de la
sociedad. La formación de laicos y la evangelización de los grupos
profesionales e intelectuales constituyen un desafío pastoral importante.
103. La
Iglesia reconoce el indispensable aporte de la mujer en la sociedad, con una
sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares que suelen ser más
propias de las mujeres que de los varones. Por ejemplo, la especial atención
femenina hacia los otros, que se expresa de un modo particular, aunque no
exclusivo, en la maternidad. Reconozco con gusto cómo muchas mujeres comparten
responsabilidades pastorales junto con los sacerdotes, contribuyen al
acompañamiento de personas, de familias o de grupos y brindan nuevos aportes a
la reflexión teológica. Pero todavía es necesario ampliar los espacios para una
presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque «el genio femenino es
necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello, se ha de
garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral»72 y en los
diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia
como en las estructuras sociales.
104. Las
reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme
convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia
profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente.
El sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo que se
entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión, pero
puede volverse particularmente conflictiva si se identifica demasiado la
potestad sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando hablamos de la
potestad sacerdotal «nos encontramos en el ámbito de la función, no de la dignidad
ni de
la santidad».73 El sacerdocio ministerial es uno de los medios que Jesús
utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad viene del Bautismo, que
es accesible a todos. La configuración del sacerdote con Cristo Cabeza —es
decir, como fuente capital de la gracia— no implica una exaltación que lo
coloque por encima del resto. En la Iglesia las funciones «no dan lugar a la
superioridad de los unos sobre los otros».74 De hecho, una mujer, María, es
más importante que los obispos. Aun cuando la función del sacerdocio
ministerial se considere «jerárquica», hay que tener bien presente que «está
ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de
Cristo».75 Su clave y su eje no son el poder entendido como dominio, sino la
potestad de administrar el sacramento de la Eucaristía; de aquí deriva su
autoridad, que es siempre un servicio al pueblo. Aquí hay un gran desafío para
los pastores y para los teólogos, que podrían ayudar a reconocer mejor lo que
esto implica con respecto al posible lugar de la mujer allí donde se toman decisiones
importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia.
105. La
pastoral juvenil, tal como estábamos acostumbrados a desarrollarla, ha sufrido
el embate de los cambios sociales. Los jóvenes, en las estructuras habituales,
no suelen encontrar respuestas a sus inquietudes, necesidades, problemáticas y
heridas. A los adultos nos cuesta escucharlos con paciencia, comprender sus
inquietudes o sus reclamos, y aprender a hablarles en el lenguaje que ellos
comprenden. Por esa misma razón, las propuestas educativas no producen los
frutos esperados. La proliferación y crecimiento de asociaciones y movimientos
predominantemente juveniles pueden interpretarse como una acción del Espíritu
que abre caminos nuevos acordes a sus expectativas y búsquedas de espiritualidad
profunda y de un sentido de pertenencia más concreto. Se hace necesario, sin
embargo, ahondar en la participación de éstos en la pastoral de conjunto de la
Iglesia.76
106. Aunque
no siempre es fácil abordar a los jóvenes, se creció en dos aspectos: la conciencia
de que toda la comunidad los evangeliza y educa, y la urgencia de que ellos
tengan un protagonismo mayor. Cabe reconocer que, en el contexto actual de
crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los jóvenes que
se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas formas de
militancia y voluntariado. Algunos participan en la vida de la Iglesia,
integran grupos de servicio y diversas iniciativas misioneras en sus propias
diócesis o en otros lugares. ¡Qué bueno es que los jóvenes sean «callejeros de
la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza, a cada
rincón de la tierra!
107. En
muchos lugares escasean las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.
Frecuentemente esto se debe a la ausencia en las comunidades de un fervor
apostólico contagioso, lo cual no entusiasma ni suscita atractivo. Donde hay
vida, fervor, ganas de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas.
Aun en parroquias donde los sacerdotes son poco entregados y alegres, es la
vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que despierta el deseo de
consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización, sobre todo si esa
comunidad viva ora insistentemente por las vocaciones y se atreve a proponer a
sus jóvenes un camino de especial consagración. Por otra parte, a pesar de la
escasez vocacional, hoy se tiene más clara conciencia de la necesidad de una
mejor selección de los candidatos al sacerdocio. No se pueden llenar los
seminarios con cualquier tipo de motivaciones, y menos si éstas se relacionan
con inseguridades afectivas, búsquedas de formas de poder, glorias humanas o
bienestar económico.
108. Como
ya dije, no he intentado ofrecer un diagnóstico completo, pero invito a las
comunidades a completar y enriquecer estas perspectivas a partir de la
conciencia de sus desafíos propios y cercanos. Espero que, cuando lo hagan,
tengan en cuenta que, cada vez que intentamos leer en la realidad actual los
signos de los tiempos, es conveniente escuchar a los jóvenes y a los ancianos.
Ambos son la esperanza de los pueblos. Los ancianos aportan la memoria y la
sabiduría de la experiencia, que invita a no repetir tontamente los mismos
errores del pasado. Los jóvenes nos llaman a despertar y acrecentar la
esperanza, porque llevan en sí las nuevas tendencias de la humanidad y nos
abren al futuro, de manera que no nos quedemos anclados en la nostalgia de
estructuras y costumbres que ya no son cauces de vida en el mundo actual.
109. Los
desafíos están para superarlos. Seamos realistas, pero sin perder la alegría,
la audacia y la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos robar la fuerza misionera!
CAPÍTULO TERCERO EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
110. Después
de tomar en cuenta algunos desafíos de la realidad actual, quiero recordar
ahora la tarea que nos apremia en cualquier época y lugar, porque «no puede
haber auténtica evangelización sin la proclamación explícita de que Jesús es el
Señor», y sin que exista un «primado de la proclamación de Jesucristo en
cualquier actividad de evangelización».77 Recogiendo las inquietudes de los
Obispos asiáticos, Juan Pablo II expresó que, si la Iglesia «debe cumplir su
destino providencial, la evangelización, como predicación alegre, paciente y
progresiva de la muerte y resurrección salvífica de Jesucristo, debe ser
vuestra prioridad absoluta».78 Esto vale para todos.
i. todo eL PuebLo de dios
anuncia eL evangeLio
111. La
evangelización es tarea de la Iglesia. Pero este sujeto de la evangelización es
más que una institución orgánica y jerárquica, porque es ante todo un pueblo que
peregrina hacia Dios. Es ciertamente un misterio que hunde sus raíces
en la Trinidad, pero tiene su concreción histórica en un pueblo peregrino y
evangelizador, lo cual siempre trasciende toda necesaria expresión
institucional. Propongo detenernos un poco en esta forma de entender la
Iglesia, que tiene su fundamento último en la libre y gratuita iniciativa de
Dios.
Un pueblo para todos
112. La
salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones
humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande.
Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí.79 Él envía su Espíritu a
nuestros corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para
volvernos capaces de responder con nuestra vida a ese amor. La Iglesia es
enviada por Jesucristo como sacramento de la salvación ofrecida por Dios.80 Ella,
a través de sus acciones evangelizadoras, colabora como instrumento de la
gracia divina que actúa incesantemente más allá de toda posible supervisión.
Bien lo expresaba Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: «Es
importante saber que la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad
verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si
imploramos esta iniciativa divina, podremos también ser —con Él y en Él—
evangelizadores».81 El principio de la primacía de la gracia debe ser un faro que
alumbre permanentemente nuestras reflexiones sobre la evangelización.
113. Esta
salvación, que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia, es para todos,82 y
Dios ha gestado un camino para unirse a cada uno de los seres humanos de todos
los tiempos. Ha elegido convocarlos como pueblo y no como seres aislados.83 Nadie
se salva solo, esto es, ni como individuo aislado ni por sus propias fuerzas.
Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones
interpersonales que supone la vida en una comunidad humana. Este pueblo que
Dios se ha elegido y convocado es la Iglesia. Jesús no dice a los Apóstoles que
formen un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús dice: «Id y haced que todos
los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28,19). San Pablo afirma que en el Pueblo de
Dios, en la Iglesia, «no hay ni judío ni griego [...] porque todos vosotros
sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Me gustaría decir a aquellos que se
sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a los que son temerosos o a los
indiferentes: ¡El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con
gran respeto y amor!
114. Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de
acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el fermento de
Dios en medio de la humanidad. Quiere decir anunciar y llevar la salvación de
Dios en este mundo nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener
respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino.
La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el
mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida
buena del Evangelio.
Un pueblo con muchos rostros
115. Este
Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales
tiene su cultura propia. La noción de cultura es una valiosa herramienta para
entender las diversas expresiones de la vida cristiana que se dan en el Pueblo
de Dios. Se trata del estilo de vida que tiene una sociedad determinada, del
modo propio que tienen sus miembros de relacionarse entre sí, con las demás
criaturas y con Dios. Así entendida, la cultura abarca la totalidad de la vida
de un pueblo.84 Cada pueblo, en su devenir histórico, desarrolla su propia
cultura con legítima autonomía.85 Esto se debe a que la persona humana «por su
misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social»,86 y está siempre
referida a la sociedad, donde vive un modo concreto de relacionarse con la realidad.
El ser humano está siempre culturalmente situado: «naturaleza y cultura se
hallan unidas estrechísimamente».87 La gracia supone la cultura, y el don de
Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe.
116. En
estos dos milenios de cristianismo, innumerable cantidad de pueblos han
recibido la gracia de la fe, la han hecho florecer en su vida cotidiana y la
han transmitido según sus modos culturales propios. Cuando una comunidad acoge
el anuncio de la salvación, el Espíritu Santo fecunda su cultura con la fuerza
transformadora del Evangelio. De modo que, como podemos ver en la historia de
la Iglesia, el cristianismo no tiene un único modo cultural, sino que,
«permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y
a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y
de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado».88 En los distintos
pueblos, que experimentan el don de Dios según su propia cultura, la Iglesia
expresa su genuina catolicidad y muestra «la belleza de este rostro
pluriforme».89 En las manifestaciones cristianas de un pueblo evangelizado, el
Espíritu Santo embellece a la Iglesia, mostrándole nuevos aspectos de la
Revelación y regalándole un nuevo rostro. En la inculturación, la Iglesia «introduce
a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad»,90 porque «toda cultura
propone valores y formas positivas que pueden enriquecer la manera de anunciar,
concebir y vivir el Evangelio».91 Así, «la Iglesia, asumiendo los valores de
las diversas culturas, se hace “sponsa ornata monilibus suis”, “la novia que se
adorna con sus joyas” (cf. Is 61,10)».92
117. Bien
entendida, la diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia. Es el
Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien transforma nuestros
corazones y nos hace capaces de entrar en la comunión perfecta de la Santísima
Trinidad, donde todo encuentra su unidad. Él construye la comunión y la armonía
del Pueblo de Dios. El mismo Espíritu Santo es la armonía, así como es el
vínculo de amor entre el Padre y el Hijo.93 Él es quien suscita una múltiple y
diversa riqueza de dones y al mismo tiempo construye una unidad que nunca es
uniformidad sino multiforme armonía que atrae. La evangelización reconoce
gozosamente estas múltiples riquezas que el Espíritu engendra en la Iglesia. No
haría justicia a la lógica de la encarnación pensar en un cristianismo
monocultural y monocorde. Si bien es verdad que algunas culturas han estado
estrechamente ligadas a la predicación del Evangelio y al desarrollo de un
pensamiento cristiano, el mensaje revelado no se identifica con ninguna de
ellas y tiene un contenido transcultural. Por ello, en la evangelización de
nuevas culturas o de culturas que no han acogido la predicación cristiana, no
es indispensable imponer una determinada forma cultural, por más bella y
antigua que sea, junto con la propuesta del Evangelio. El mensaje que
anunciamos siempre tiene algún ropaje cultural, pero a veces en la Iglesia
caemos en la vanidosa sacralización de la propia cultura, con lo cual podemos
mostrar más fanatismo que auténtico fervor evangelizador.
118. Los
Obispos de Oceanía pidieron que allí la Iglesia «desarrolle una comprensión y
una presentación de la verdad de Cristo que arranque de las tradiciones y
culturas de la región», e instaron «a todos los misioneros a operar en armonía
con los cristianos indígenas para asegurar que la fe y la vida de la Iglesia se
expresen en formas legítimas adecuadas a cada cultura».94 No podemos pretender
que los pueblos de todos los continentes, al expresar la fe cristiana, imiten
los modos que encontraron los pueblos europeos en un determinado momento de la
historia, porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la
comprensión y de la expresión de una cultura.95 Es indiscutible que una sola
cultura no agota el misterio de la redención de Cristo.
Todos somos discípulos misioneros
119. En
todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza
santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es
santo por esta unción que lo hace infalible «in credendo». Esto significa que
cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe.
El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación.96 Como parte de
su misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles
de un instinto de la fe —el sensus fidei— que los ayuda a discernir lo que viene
realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta
connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que los permite
captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para
expresarlas con precisión.
120. En virtud del Bautismo recibido, cada
miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de
los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de
ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en
un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el
resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones. La nueva
evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los
bautizados. Esta convicción se convierte en un llamado dirigido a cada
cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues
si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no
necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar
que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en
la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no
decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre
«discípulos misioneros». Si no nos convencemos, miremos a los primeros
discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús,
salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). La samaritana,
apenas salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos
samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39). También san
Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso a predicar
que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿A qué esperamos nosotros?
121. Por
supuesto que todos estamos llamados a crecer como evangelizadores. Procuramos
al mismo tiempo una mejor formación, una profundización de nuestro amor y un
testimonio más claro del Evangelio. En ese sentido, todos tenemos que dejar que
los demás nos evangelicen constantemente; pero eso no significa que debamos
postergar la misión evangelizadora, sino que encontremos el modo de comunicar a
Jesús que corresponda a la situación en que nos hallemos. En cualquier caso,
todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor
salvífico del Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su
cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida. Tu corazón
sabe que no es lo mismo la vida sin Él; entonces eso que has descubierto, eso
que te ayuda a vivir y que te da una esperanza, eso es lo que necesitas
comunicar a los otros. Nuestra imperfección no debe ser una excusa; al
contrario, la misión es un estímulo constante para no quedarse en la
mediocridad y para seguir creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano
está llamado a ofrecer implica decir como san Pablo: «No es que lo tenga ya
conseguido o que ya sea perfecto, sino que continúo mi carrera [...] y me lanzo
a lo que está por delante» (Flp 3,12-13).
La fuerza evangelizadora de la piedad
popular
122. Del
mismo modo, podemos pensar que los distintos pueblos en los que ha sido
inculturado el Evangelio son sujetos colectivos activos, agentes de la
evangelización. Esto es así porque cada pueblo es el creador de su cultura y el
protagonista de su historia. La cultura es algo dinámico, que un pueblo recrea
permanentemente, y cada generación le transmite a la siguiente un sistema de
actitudes ante las distintas situaciones existenciales, que ésta debe
reformular frente a sus propios desafíos. El ser humano «es al mismo tiempo
hijo y padre de la cultura a la que pertenece».97 Cuando en un pueblo se ha
inculturado el Evangelio, en su proceso de transmisión cultural también
transmite la fe de maneras siempre nuevas; de aquí la importancia de la
evangelización entendida como inculturación. Cada porción del Pueblo de Dios,
al traducir en su vida el don de Dios según su genio propio, da testimonio de
la fe recibida y la enriquece con nuevas expresiones que son elocuentes. Puede
decirse que «el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo».98 Aquí toma
importancia la piedad popular, verdadera expresión de la acción misionera
espontánea del Pueblo de Dios. Se trata de una realidad en permanente
desarrollo, donde el Espíritu Santo es el agente principal.99
123. En
la piedad popular puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en
una cultura y se sigue transmitiendo. En algún tiempo mirada con desconfianza,
ha sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al Concilio. Fue
Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi quien dio un impulso
decisivo en ese sentido. Allí explica que la piedad popular «refleja una sed de
Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer»100 y que «hace capaz
de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la
fe».101 Más cerca de nuestros días, Benedicto XVI, en América Latina, señaló
que se trata de un «precioso tesoro de la Iglesia católica» y que en ella
«aparece el alma de los pueblos latinoamericanos».102
124. En
el Documento de Aparecida se describen las riquezas que el Espíritu
Santo despliega en la piedad popular con su iniciativa gratuita. En ese amado
continente, donde gran cantidad de cristianos expresan su fe a través de la
piedad popular, los Obispos la llaman también «espiritualidad popular» o «mística
popular».103 Se trata de una verdadera «espiritualidad encarnada en la cultura
de los sencillos».104 No está vacía de contenidos, sino que los descubre y
expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón instrumental, y en
el acto de fe se acentúa más el credere in Deum que el credere
Deum.105
Es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la
Iglesia, y una forma de ser misioneros»;106 conlleva la gracia de la
misionariedad, del salir de sí y del peregrinar: «El caminar juntos hacia los
santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular,
también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto
evangelizador».107 ¡No coartemos ni pretendamos controlar esa fuerza misionera!
125. Para
entender esta realidad hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen
Pastor, que no busca juzgar sino amar. Sólo desde la connaturalidad afectiva
que da el amor podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los
pueblos cristianos, especialmente en sus pobres. Pienso en la fe firme de esas
madres al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no
sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza
derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a
María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al
santo Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones sólo como una búsqueda
natural de la divinidad. Son la manifestación de una vida teologal animada por
la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm
5,5).
126. En
la piedad popular, por ser fruto del Evangelio inculturado, subyace una fuerza
activamente evangelizadora que no podemos menospreciar: sería desconocer la
obra del Espíritu Santo. Más bien estamos llamados a alentarla y fortalecerla
para profundizar el proceso de inculturación que es una realidad nunca acabada.
Las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien
sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención,
particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización.
Persona a persona
127. Hoy
que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una forma de
predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el
Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a
los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de
una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un
hogar. Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el
amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle,
en la plaza, en el trabajo, en un camino.
128. En
esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un diálogo
personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías, sus
esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan el
corazón. Sólo después de esta conversación es posible presentarle la Palabra,
sea con la lectura de algún versículo o de un modo narrativo, pero siempre
recordando el anuncio fundamental: el amor personal de Dios que se hizo hombre,
se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad. Es el
anuncio que se comparte con una actitud humilde y testimonial de quien siempre
sabe aprender, con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y tan profundo
que siempre nos supera. A veces se expresa de manera más directa, otras veces a
través de un testimonio personal, de un relato, de un gesto o de la forma que
el mismo Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia concreta. Si parece
prudente y se dan las condiciones, es bueno que este encuentro fraterno y
misionero termine con una breve oración que se conecte con las inquietudes que
la persona ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido escuchada e
interpretada, que su situación queda en la presencia de Dios, y reconocerá que
la Palabra de Dios realmente le habla a su propia existencia.
129. No
hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse siempre con
determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que expresen un
contenido absolutamente invariable. Se transmite de formas tan diversas que
sería imposible describirlas o catalogarlas, donde el Pueblo de Dios, con sus
innumerables gestos y signos, es sujeto colectivo. Por consiguiente, si el
Evangelio se ha encarnado en una cultura, ya no se comunica sólo a través del
anuncio persona a persona. Esto debe hacernos pensar que, en aquellos países
donde el cristianismo es minoría, además de alentar a cada bautizado a anunciar
el Evangelio, las Iglesias particulares deben fomentar activamente formas, al
menos incipientes, de inculturación. Lo que debe procurarse, en definitiva, es
que la predicación del Evangelio, expresada con categorías propias de la
cultura donde es anunciado, provoque una nueva síntesis con esa cultura. Aunque
estos procesos son siempre lentos, a veces el miedo nos paraliza demasiado. Si
dejamos que las dudas y temores sofoquen toda audacia, es posible que, en lugar
de ser creativos, simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance
alguno y, en ese caso, no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra
cooperación, sino simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la
Iglesia.
Carismas al servicio de la comunión
evangelizadora
130. El Espíritu Santo también enriquece a
toda la Iglesia evangelizadora con distintos carismas. Son dones para renovar y
edificar la Iglesia.108 No son un patrimonio cerrado, entregado a un grupo para
que lo custodie; más bien son regalos del Espíritu integrados en el cuerpo
eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo, desde donde se encauzan en un
impulso evangelizador. Un signo claro de la autenticidad de un carisma es su
eclesialidad, su capacidad para integrarse armónicamente en la vida del santo
Pueblo fiel de Dios para el bien de todos. Una verdadera novedad suscitada por
el Espíritu no necesita arrojar sombras sobre otras espiritualidades y dones para
afirmarse a sí misma. En la medida en que un carisma dirija mejor su mirada al
corazón del Evangelio, más eclesial será su ejercicio. En la comunión, aunque
duela, es donde un carisma se vuelve auténtica y misteriosamente fecundo. Si
vive este desafío, la Iglesia puede ser un modelo para la paz en el mundo.
131. Las
diferencias entre las personas y comunidades a veces son incómodas, pero el
Espíritu Santo, que suscita esa diversidad, puede sacar de todo algo bueno y
convertirlo en un dinamismo evangelizador que actúa por atracción. La
diversidad tiene que ser siempre reconciliada con la ayuda del Espíritu Santo;
sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al
mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que
pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en
nuestros exclusivismos, provocamos la división y, por otra parte, cuando somos
nosotros quienes queremos construir la unidad con nuestros planes humanos,
terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Esto no ayuda a la
misión de la Iglesia.
Cultura, pensamiento y educación
132. El
anuncio a la cultura implica también un anuncio a las culturas profesionales,
científicas y académicas. Se trata del encuentro entre la fe, la razón y las
ciencias, que procura desarrollar un nuevo discurso de la credibilidad, una
original apologética109 que ayude a crear las disposiciones para que el
Evangelio sea escuchado por todos. Cuando algunas categorías de la razón y de
las ciencias son acogidas en el anuncio del mensaje, esas mismas categorías se
convierten en instrumentos de evangelización; es el agua convertida en vino. Es
aquello que, asumido, no sólo es redimido sino que se vuelve instrumento del
Espíritu para iluminar y renovar el mundo.
133. Ya
que no basta la preocupación del evangelizador por llegar a cada persona, y el
Evangelio también se anuncia a las culturas en su conjunto, la teología —no
sólo la teología pastoral— en diálogo con otras ciencias y experiencias
humanas, tiene gran importancia para pensar cómo hacer llegar la propuesta del
Evangelio a la diversidad de contextos culturales y de destinatarios.110 La
Iglesia, empeñada en la evangelización, aprecia y alienta el carisma de los
teólogos y su esfuerzo por la investigación teológica, que promueve el diálogo
con el mundo de las culturas y de las ciencias. Convoco a los teólogos a
cumplir este servicio como parte de la misión salvífica de la Iglesia. Pero es
necesario que, para tal propósito, lleven en el corazón la finalidad
evangelizadora de la Iglesia y también de la teología, y no se contenten con
una teología de escritorio.
134. Las
Universidades son un ámbito privilegiado para pensar y desarrollar este empeño
evangelizador de un modo interdisciplinario e integrador. Las escuelas
católicas, que intentan siempre conjugar la tarea educativa con el anuncio
explícito del Evangelio, constituyen un aporte muy valioso a la evangelización
de la cultura, aun en los países y ciudades donde una situación adversa nos
estimule a usar nuestra creatividad para encontrar los caminos adecuados.111
ii. La homiLía
135. Consideremos
ahora la predicación dentro de la liturgia, que requiere una seria evaluación
de parte de los Pastores. Me detendré particularmente, y hasta con cierta meticulosidad,
en la homilía y su preparación, porque son muchos los reclamos que se dirigen
en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La
homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de
encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los fieles le dan
mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados, muchas veces
sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así sea. La homilía
puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un
reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de
crecimiento.
136. Renovemos
nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es
Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él
despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza
sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás
también mediante nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro
Señor se ganó el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas partes (cf. Mc
1,45).
Se quedaban maravillados bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2). Sentían que les
hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la palabra,
los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con Él, y para
enviarlos a predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos
los pueblos (cf. Mc 16,15.20).
El contexto litúrgico
137. Cabe recordar ahora que «la proclamación
litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea
eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es
el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de
la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza».112 Hay
una valoración especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico,
que supera a toda catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios
y su pueblo, antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar ese
diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe
reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el
deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no
pudo dar fruto.
138. La
homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los
recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración.
Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de
una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar
parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener
el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más
importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado,
afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus
partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la
liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como
mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo
contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al
predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida.
Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de
manera que el Señor brille más que el ministro.
La conversación de la madre
139. Dijimos que el Pueblo de Dios, por la
constante acción del Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí mismo.
¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos recuerda que la Iglesia es
madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que
el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque se sabe
amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su
hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El espíritu de amor que reina en
una familia guía tanto a la madre como al hijo en sus diálogos, donde se enseña
y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así también ocurre en la homilía.
El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios,
inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar
en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por tanto, encuentra en el corazón
cultural del pueblo una fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y
para encontrar el modo como tiene que decirlo. Así como a todos nos gusta que
se nos hable en nuestra lengua materna, así también en la fe nos gusta que se
nos hable en clave de «cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2
M 7,21.27),
y el corazón se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite
ánimo, aliento, fuerza, impulso.
140. Este ámbito materno-eclesial en el que se
desarrolla el diálogo del Señor con su pueblo debe favorecerse y cultivarse
mediante la cercanía cordial del predicador, la calidez de su tono de voz, la
mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría de sus gestos. Aun las veces
que la homilía resulte algo aburrida, si está presente este espíritu
materno-eclesial, siempre será fecunda, así como los aburridos consejos de una
madre dan fruto con el tiempo en el corazón de los hijos.
141. Uno
se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para
revelar su misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan
elevadas y de tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa mirada de
Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño
rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús predica
con ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le atrae a
los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has revelado a
pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo
y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su gente.
Palabras que hacen arder los corazones
142. Un
diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto
de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman por
medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las
personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente
moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de
exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y
que tiene que tener un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la predicación,
y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la homilía,
la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades
abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las
imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien. La
memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las
maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del
amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don
antes que exigencia.
143. El
desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o
valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia
entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que
hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El predicador tiene la
hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y
los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza
entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la
homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él.
El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios.
Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los
sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su
conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los
dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal, convencido
de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y
a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144. Hablar
de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la integridad
de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de
la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia. La identidad
cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos
hace anhelar, como hijos pródigos —y predilectos en María—, el otro abrazo, el
del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo
se sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del
que predica el Evangelio.
iii. La PreParación
de La Predicación
145. La
preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene
dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad
pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a proponer un camino de preparación
de la homilía. Son indicaciones que para algunos podrán parecer obvias, pero
considero conveniente sugerirlas para recordar la necesidad de dedicar un
tiempo de calidad a este precioso ministerio. Algunos párrocos suelen plantear
que esto no es posible debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin
embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un
tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse
menos tiempo a otras tareas también importantes. La confianza en el Espíritu
Santo que actúa en la predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse
como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias capacidades, para
que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se prepara no es
«espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido.
El culto a la verdad
146. El
primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención
al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se
detiene a tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita el
«culto a la verdad».113 Es la humildad del corazón que reconoce que la Palabra
siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los árbitros, sino los
depositarios, los heraldos, los servidores».114 Esa actitud de humilde y
asombrada veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con
sumo cuidado y con un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un
texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo,
interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación
que nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la pena
dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos,
fáciles o inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación requiere amor.
Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas
que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de ese
amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de
discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9).
147. Ante
todo conviene estar seguros de comprender adecuadamente el significado de las palabras
que
leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no siempre es
tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil
años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos
parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua, eso no
significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el escritor
sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis literario:
prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan, reconocer la
estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar que ocupan
los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños
detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal, el que estructura el
texto y le da unidad. Si el predicador no realiza este esfuerzo, es posible que
su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su discurso será sólo una suma de
diversas ideas desarticuladas que no terminarán de movilizar a los demás. El
mensaje central es aquello que el autor en primer lugar ha querido transmitir,
lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino también el efecto que ese
autor ha querido producir. Si un texto fue escrito para consolar, no debería
ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería
ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no
debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; si fue
escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para
informar acerca de las últimas noticias.
148. Es
verdad que, para entender adecuadamente el sentido del mensaje central de un
texto, es necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia,
transmitida por la Iglesia. Éste es un principio importante de la
interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró
sólo una parte, sino la Biblia entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha
crecido en su comprensión de la voluntad de Dios a partir de la experiencia
vivida. Así se evitan interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen
otras enseñanzas de las mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el
acento propio y específico del texto que corresponde predicar. Uno de los
defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder
transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado.
La personalización de la Palabra
149. El
predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la
Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es
también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y
orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y
engendre dentro de sí una mentalidad nueva».115 Nos hace bien renovar cada día,
cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros
mismos crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que «en
particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el
anuncio de la Palabra».116 Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar
a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1 Ts 2,4). Si está vivo
este deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar,
ésta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la
abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las lecturas del domingo
resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron
así en el corazón del Pastor.
150. Jesús
se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás,
que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan
cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras ellos no
quieren moverlas ni siquiera con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol
Santiago exhortaba: «No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos,
sabiendo que tendremos un juicio más severo» (3,1). Quien quiera predicar,
primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla
carne en su existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en
esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha
contemplado».117 Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va a
decir en la predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra
que herirá a los demás, porque es una Palabra viva y eficaz, que como una espada,
«penetra hasta la división del alma y el espíritu, articulaciones y médulas, y
escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto tiene un
valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los
testigos: «tiene sed de autenticidad [...] Exige a los evangelizadores que le
hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo
estuvieran viendo».118
151. No
se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento,
que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no
bajemos los brazos. Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad de
que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre
la última palabra. Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le
da gloria plenamente y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan
grande. Pero si no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si
no deja que toque su propia vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo
movilice, si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un
falso profeta, un estafador o un charlatán vacío. En todo caso, desde el
reconocimiento de su pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre podrá
entregar a Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que
tengo te lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y
creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su
mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su
razón, sino tomando posesión de todo su ser. El Espíritu Santo, que inspiró la
Palabra, es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada
evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las
palabras que por sí solo no podría hallar».119
La lectura espiritual
152. Hay
una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y
de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina». Consiste en la
lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para permitirle que nos
ilumine y nos renueve. Esta lectura orante de la Biblia no está separada del
estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje central del texto;
al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir qué le dice ese
mismo mensaje a la propia vida. La lectura espiritual de un texto debe partir
de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le hará decir a ese texto
lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus propias decisiones, lo
que se adapta a sus propios esquemas mentales. Esto, en definitiva, será
utilizar algo sagrado para el propio beneficio y trasladar esa confusión al
Pueblo de Dios. Nunca hay que olvidar que a veces «el mismo Satanás se disfraza
de ángel de luz» (2 Co 11,14).
153. En
la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar,
por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi
vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me
interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me
atrae? ¿Por qué me atrae?». Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber
tentaciones. Una de ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y
cerrarse; otra tentación muy común es comenzar a pensar lo que el texto dice a
otros, para evitar aplicarlo a la propia vida. También sucede que uno comienza
a buscar excusas que le permitan diluir el mensaje específico de un texto.
Otras veces pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado grande, que no
estamos todavía en condiciones de tomar. Esto lleva a muchas personas a perder
el gozo en su encuentro con la Palabra, pero sería olvidar que nadie es más
paciente que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita
siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no
hemos recorrido el camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos
con sinceridad la propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus
ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que
todavía no podemos lograr.
Un oído en el pueblo
154. El
predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo
que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la
Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las
aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de
considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano»,
prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y
respondiendo a las cuestiones que plantea».120 Se trata de conectar el mensaje
del texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven, con una
experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no responde a
una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y
pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los
acontecimientos el mensaje de Dios»121 y esto es mucho más que encontrar algo
interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor
desea decir en una determinada circunstancia».122 Entonces, la preparación
de la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se intenta
reconocer —a la luz del Espíritu— «una llamada que Dios hace oír en una
situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al
creyente».123
155. En
esta búsqueda es posible acudir simplemente a alguna experiencia humana
frecuente, como la alegría de un reencuentro, las desilusiones, el miedo a la
soledad, la compasión por el dolor ajeno, la inseguridad ante el futuro, la
preocupación por un ser querido, etc.; pero hace falta ampliar la sensibilidad
para reconocer lo que tenga que ver realmente con la vida de ellos. Recordemos
que nunca hay que responder preguntas que nadie se hace; tampoco conviene
ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los
programas televisivos. En todo caso, es posible partir de algún hecho para que
la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la
adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio, etc., porque a
veces algunas personas disfrutan escuchando comentarios sobre la realidad en la
predicación, pero no por ello se dejan interpelar personalmente.
Recursos pedagógicos
156. Algunos creen que pueden ser buenos
predicadores por saber lo que tienen que decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de
desarrollar una predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o no
los valoran, pero quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de
presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente importancia del contenido no
debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de la
evangelización».124 La preocupación por la forma de predicar también es una
actitud profundamente espiritual. Es responder al amor de Dios, entregándonos
con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a la misión que Él nos
confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no
queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo,
encontramos la recomendación de preparar la predicación en orden a asegurar una
extensión adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si 32,8).
157. Sólo
para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer
una predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios
es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes.
A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere
explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las
imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere
transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo
familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien
lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un
deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía,
como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un sentimiento, una
imagen».
158. Ya
decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta predicación y sacan fruto
de ella con tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada».125 La sencillez
tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden
los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente
sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en
determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las
personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la
catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos.
El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y
pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno
quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la
Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y
prestarle una gustosa atención. La sencillez y la claridad son dos cosas
diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero la prédica puede ser poco
clara. Se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica,
o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria
es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una
conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir fácilmente
al predicador y captar la lógica de lo que les dice.
159. Otra característica es el lenguaje
positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer sino que propone lo que podemos
hacer mejor. En todo caso, si indica algo negativo, siempre intenta mostrar
también un valor positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el
lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una predicación positiva
siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja encerrados en la
negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan
periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen más atractiva la
predicación!
iv. una evangeLización
Para La Profundización deL kerygma
160. El
envío misionero del Señor incluye el llamado al crecimiento de la fe cuando
indica: «enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,20). Así queda
claro que el primer anuncio debe provocar también un camino de formación y de
maduración. La evangelización también busca el crecimiento, que implica tomarse
muy en serio a cada persona y el proyecto que Dios tiene sobre ella. Cada ser
humano necesita más y más de Cristo, y la evangelización no debería consentir
que alguien se conforme con poco, sino que pueda decir plenamente: «Ya no vivo
yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20).
161. No
sería correcto interpretar este llamado al crecimiento exclusiva o
prioritariamente como una formación doctrinal. Se trata de «observar» lo que el
Señor nos ha indicado, como respuesta a su amor, donde se destaca, junto con
todas las virtudes, aquel mandamiento nuevo que es el primero, el más grande,
el que mejor nos identifica como discípulos: «Éste es mi mandamiento, que os
améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Es evidente
que cuando los autores del Nuevo Testamento quieren reducir a una última
síntesis, a lo más esencial, el mensaje moral cristiano, nos presentan la
exigencia ineludible del amor al prójimo: «Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley
[...] De modo que amar es cumplir la ley entera» (Rm 13,8.10). Así san
Pablo, para quien el precepto del amor no sólo resume la ley sino que
constituye su corazón y razón de ser: «Toda la ley alcanza su plenitud en este solo
precepto:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14). Y presenta a sus comunidades la
vida cristiana como un camino de crecimiento en el amor: «Que el Señor os haga
progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con
todos» (1 Ts 3,12). También Santiago exhorta a los cristianos a cumplir «la
ley real según la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
(2,8), para no fallar en ningún precepto.
162. Por
otra parte, este camino de respuesta y de crecimiento está siempre precedido
por el don, porque lo antecede aquel otro pedido del Señor: «bautizándolos en
el nombre...» (Mt 28,19). La filiación que el Padre regala gratuitamente y la
iniciativa del don de su gracia (cf. Ef 2,8-9; 1 Co 4,7) son la condición
de posibilidad de esta santificación constante que agrada a Dios y le da
gloria. Se trata de dejarse transformar en Cristo por una progresiva vida
«según el Espíritu» (Rm 8,5).
Una catequesis kerygmática y mistagógica
163. La
educación y la catequesis están al servicio de este crecimiento. Ya contamos
con varios textos magisteriales y subsidios sobre la catequesis ofrecidos por
la Santa Sede y por diversos episcopados. Recuerdo la Exhortación apostólica Catechesi
Tradendae (1979), el Directorio General para la catequesis (1997) y otros
documentos cuyo contenido actual no es necesario repetir aquí. Quisiera
detenerme sólo en algunas consideraciones que me parece conveniente destacar.
164. Hemos
redescubierto que también en la catequesis tiene un rol fundamental el primer
anuncio o «kerygma», que debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de
todo intento de renovación eclesial. El kerygma es trinitario. Es el
fuego del Espíritu que se dona en forma de lenguas y nos hace creer en
Jesucristo, que con su muerte y resurrección nos revela y nos comunica la
misericordia infinita del Padre. En la boca del catequista vuelve a resonar
siempre el primer anuncio: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y
ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para
liberarte». Cuando a este primer anuncio se le llama «primero», eso no
significa que está al comienzo y después se olvida o se reemplaza por otros
contenidos que lo superan. Es el primero en un sentido cualitativo, porque es
el anuncio principal, ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas
maneras y ese que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo
largo de la catequesis, en todas sus etapas y momentos.126 Por ello, también
«el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente
necesidad de ser evangelizado».127
165. No
hay que pensar que en la catequesis el kerygma es abandonado en pos
de una formación supuestamente más «sólida». Nada hay más sólido, más profundo,
más seguro, más denso y más sabio que ese anuncio. Toda formación cristiana es
ante todo la profundización del kerygma que se va haciendo carne cada vez más y
mejor, que nunca deja de iluminar la tarea catequística, y que permite
comprender adecuadamente el sentido de cualquier tema que se desarrolle en la
catequesis. Es el anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en todo
corazón humano. La centralidad del kerygma demanda ciertas
características del anuncio que hoy son necesarias en todas partes: que exprese
el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no
imponga la verdad y que apele a la libertad, que posea unas notas de alegría,
estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación
a unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al
evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía,
apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que no condena.
166. Otra
característica de la catequesis, que se ha desarrollado en las últimas décadas,
es la de una iniciación mistagógica,128 que significa básicamente dos cosas: la
necesaria progresividad de la experiencia formativa donde interviene toda la
comunidad y una renovada valoración de los signos litúrgicos de la iniciación
cristiana. Muchos manuales y planificaciones todavía no se han dejado
interpelar por la necesidad de una renovación mistagógica, que podría tomar
formas muy diversas de acuerdo con el discernimiento de cada comunidad
educativa. El encuentro catequístico es un anuncio de la Palabra y está
centrado en ella, pero siempre necesita una adecuada ambientación y una
atractiva motivación, el uso de símbolos elocuentes, su inserción en un amplio
proceso de crecimiento y la integración de todas las dimensiones de la persona
en un camino comunitario de escucha y de respuesta.
167. Es
bueno que toda catequesis preste una especial atención al «camino de la
belleza» (via pulchritudinis).129 Anunciar a Cristo significa mostrar que
creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino también bello,
capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en
medio de las pruebas. En esta línea, todas las expresiones de verdadera belleza
pueden ser reconocidas como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor
Jesús. No se trata de fomentar un relativismo estético,130 que pueda oscurecer
el lazo inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de recuperar la estima
de la belleza para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la
verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san Agustín, nosotros no
amamos sino lo que es bello,131 el Hijo hecho hombre, revelación de la infinita
belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí con lazos de amor. Entonces
se vuelve necesario que la formación en la via pulchritudinis esté inserta en la
transmisión de la fe. Es deseable que cada Iglesia particular aliente el uso de
las artes en su tarea evangelizadora, en continuidad con la riqueza del pasado,
pero también en la vastedad de sus múltiples expresiones actuales, en orden a
transmitir la fe en un nuevo «lenguaje parabólico».132 Hay que atreverse a
encontrar los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva carne para la
transmisión de la Palabra, las formas diversas de belleza que se valoran en
diferentes ámbitos culturales, e incluso aquellos modos no convencionales de
belleza, que pueden ser poco significativos para los evangelizadores, pero que
se han vuelto particularmente atractivos para otros.
168. En
lo que se refiere a la propuesta moral de la catequesis, que invita a crecer en
fidelidad al estilo de vida del Evangelio, conviene manifestar siempre el bien
deseable, la propuesta de vida, de madurez, de realización, de fecundidad, bajo
cuya luz puede comprenderse nuestra denuncia de los males que pueden
oscurecerla. Más que como expertos en diagnósticos apocalípticos u oscuros
jueces que se ufanan en detectar todo peligro o desviación, es bueno que puedan
vernos como alegres mensajeros de propuestas superadoras, custodios del bien y
la belleza que resplandecen en una vida fiel al Evangelio.
El acompañamiento personal de los procesos
de crecimiento
169. En
una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la vez obsesionada
por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad
malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y
detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. En este mundo los ministros
ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer presente la fragancia de
la presencia cercana de Jesús y su mirada personal. La Iglesia tendrá que
iniciar a sus hermanos —sacerdotes, religiosos y laicos— en este «arte del
acompañamiento», para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante
la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro caminar el
ritmo sanador de projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión
pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana.
170. Aunque
suene obvio, el acompañamiento espiritual debe llevar más y más a Dios, en
quien podemos alcanzar la verdadera libertad. Algunos se creen libres cuando
caminan al margen de Dios, sin advertir que se quedan existencialmente
huérfanos, desamparados, sin un hogar donde retornar siempre. Dejan de ser
peregrinos y se convierten en errantes, que giran siempre en torno a sí mismos
sin llegar a ninguna parte. El acompañamiento sería contraproducente si se
convirtiera en una suerte de terapia que fomente este encierro de las personas
en su inmanencia y deje de ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre.
171. Más
que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de
acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad
de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre
todos a las ovejas que se nos confían de los lobos que intentan disgregar el
rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo
primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace
posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual.
La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos
desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta escucha
respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino
crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder
plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha
sembrado en la propia vida. Pero siempre con la paciencia de quien sabe aquello
que enseñaba santo Tomás de Aquino: que alguien puede tener la gracia y la
caridad, pero no ejercitar bien alguna de las virtudes «a causa de algunas
inclinaciones contrarias» que persisten.133 Es decir, la organicidad de las
virtudes se da siempre y necesariamente «in habitu», aunque los
condicionamientos puedan dificultar las operaciones de esos hábitos
virtuosos. De ahí que haga falta «una pedagogía que lleve a las personas, paso
a paso, a la plena asimilación del misterio».134 Para llegar a un punto de
madurez, es decir, para que las personas sean capaces de decisiones
verdaderamente libres y responsables, es preciso dar tiempo, con una inmensa
paciencia. Como decía el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el mensajero de
Dios».
172. El acompañante sabe reconocer que la
situación de cada sujeto ante Dios y su vida en gracia es un misterio que nadie
puede conocer plenamente desde afuera. El Evangelio nos propone corregir y
ayudar a crecer a una persona a partir del reconocimiento de la maldad objetiva
de sus acciones (cf. Mt 18,15), pero sin emitir juicios sobre su responsabilidad y
su culpabilidad (cf. Mt 7,1; Lc 6,37). De todos modos, un buen acompañante no
consiente los fatalismos o la pusilanimidad. Siempre invita a querer curarse, a
cargar la camilla, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo
a anunciar el Evangelio. La propia experiencia de dejarnos acompañar y curar,
capaces de expresar con total sinceridad nuestra vida ante quien nos acompaña,
nos enseña a ser pacientes y compasivos con los demás y nos capacita para
encontrar las maneras de despertar su confianza, su apertura y su disposición
para crecer.
173. El auténtico acompañamiento espiritual
siempre se inicia y se lleva adelante en el ámbito del servicio a la misión
evangelizadora. La relación de Pablo con Timoteo y Tito es ejemplo de este
acompañamiento y formación en medio de la acción apostólica. Al mismo tiempo
que les confía la misión de quedarse en cada ciudad para «terminar de
organizarlo todo» (Tt 1,5; cf. 1 Tm 1,3-5), les da criterios para la vida personal
y para la acción pastoral. Esto se distingue claramente de todo tipo de
acompañamiento intimista, de autorrealización aislada. Los discípulos
misioneros acompañan a los discípulos misioneros.
En torno a la Palabra de Dios
174. No
sólo la homilía debe alimentarse de la Palabra de Dios. Toda la evangelización
está fundada sobre ella, escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada.
Las Sagradas Escrituras son fuente de la evangelización. Por lo tanto, hace
falta formarse continuamente en la escucha de la Palabra. La Iglesia no
evangeliza si no se deja continuamente evangelizar. Es indispensable que la
Palabra de Dios «sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial».135 La
Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y
refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico
testimonio evangélico en la vida cotidiana. Ya hemos superado aquella vieja
contraposición entre Palabra y Sacramento. La Palabra proclamada, viva y
eficaz, prepara la recepción del Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra
alcanza su máxima eficacia.
175. El
estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta a todos los
creyentes.136 Es fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente la
catequesis y todos los esfuerzos por transmitir la fe.137 La evangelización
requiere la familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige a las diócesis,
parroquias y a todas las agrupaciones católicas, proponer un estudio serio y
perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante personal y
comunitaria.138 Nosotros no buscamos a tientas ni necesitamos esperar que Dios
nos dirija la palabra, porque realmente «Dios ha hablado, ya no es el gran
desconocido sino que se ha mostrado».139 Acojamos el sublime tesoro de la
Palabra revelada.
CAPÍTULO CUARTO
LA DIMENSIÓN SOCIAL DE LA EVANGELIZACIÓN
176. Evangelizar
es hacer presente en el mundo el Reino de Dios. Pero «ninguna definición parcial
o fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y dinámica que comporta la
evangelización, si no es con el riesgo de empobrecerla e incluso mutilarla».140
Ahora quisiera compartir mis inquietudes acerca de la dimensión social de la
evangelización precisamente porque, si esta dimensión no está debidamente
explicitada, siempre se corre el riesgo de desfigurar el sentido auténtico e
integral que tiene la misión evangelizadora.
i. Las rePercusiones
comunitarias y sociaLes deL kerygma
177. El kerygma
tiene
un contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la
vida comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido del primer anuncio
tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad.
Confesión de la fe y compromiso social
178. Confesar
a un Padre que ama infinitamente a cada ser humano implica descubrir que «con
ello le confiere una dignidad infinita».141 Confesar que el Hijo de Dios asumió
nuestra carne humana significa que cada persona humana ha sido elevada al corazón
mismo de Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por nosotros nos impide
conservar alguna duda acerca del amor sin límites que ennoblece a todo ser
humano. Su redención tiene un sentido social porque «Dios, en Cristo, no redime
solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los
hombres».142 Confesar que el Espíritu Santo actúa en todos implica reconocer
que Él procura penetrar toda situación humana y todos los vínculos sociales:
«El Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia de una mente divina,
que provee a desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más
complejos e impenetrables».143 La evangelización procura cooperar también con
esa acción liberadora del Espíritu. El misterio mismo de la Trinidad nos recuerda
que fuimos hechos a imagen de esa comunión divina, por lo cual no podemos
realizarnos ni salvarnos solos.
Desde el corazón del Evangelio reconocemos la
íntima conexión que existe entre evangelización y promoción humana, que
necesariamente debe expresarse y desarrollarse en toda acción evangelizadora.
La aceptación del primer anuncio, que invita a dejarse amar por Dios y a amarlo
con el amor que Él mismo nos comunica, provoca en la vida de la persona y en
sus acciones una primera y fundamental reacción: desear, buscar y cuidar el
bien de los demás.
179. Esta
inseparable conexión entre la recepción del anuncio salvífico y un efectivo
amor fraterno está expresada en algunos textos de las Escrituras que conviene
considerar y meditar detenidamente para extraer de ellos todas sus
consecuencias. Es un mensaje al cual frecuentemente nos acostumbramos, lo
repetimos casi mecánicamente, pero no nos aseguramos de que tenga una real
incidencia en nuestras vidas y en nuestras comunidades. ¡Qué peligroso y qué
dañino es este acostumbramiento que nos lleva a perder el asombro, la
cautivación, el entusiasmo por vivir el Evangelio de la fraternidad y la
justicia! La Palabra de Dios enseña que en el hermano está la permanente
prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que hicisteis a
uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt 25,40). Lo que hagamos
con los demás tiene una dimensión trascendente: «Con la medida con que midáis,
se os medirá» (Mt 7,2); y responde a la misericordia divina con nosotros: «Sed
compasivos como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados;
no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os
dará [...] Con la medida con que midáis, se os medirá» (Lc 6,3638). Lo que expresan
estos textos es la absoluta prioridad de la «salida de sí hacia el hermano»
como uno de los dos mandamientos principales que fundan toda norma moral y como
el signo más claro para discernir acerca del camino de crecimiento espiritual
en respuesta a la donación absolutamente gratuita de Dios. Por eso mismo «el
servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva de la misión de la
Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia».144 Así como la Iglesia
es misionera por naturaleza, también brota ineludiblemente de esa naturaleza la
caridad efectiva con el prójimo, la compasión que comprende, asiste y promueve.
El Reino que nos reclama
180. Leyendo
las Escrituras queda por demás claro que la propuesta del Evangelio no es sólo
la de una relación personal con Dios. Nuestra respuesta de amor tampoco debería
entenderse como una mera suma de pequeños gestos personales dirigidos a algunos
individuos necesitados, lo cual podría constituir una «caridad a la carta», una
serie de acciones tendentes sólo a tranquilizar la propia conciencia. La
propuesta es el Reino de Dios (cf. Lc 4,43); se trata de amar a Dios que
reina en el mundo. En la medida en que Él logre reinar entre nosotros, la vida
social será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos.
Entonces, tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a provocar
consecuencias sociales. Buscamos su Reino: «Buscad ante todo el Reino de Dios y
su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura» (Mt 6,33). El proyecto de
Jesús es instaurar el Reino de su Padre; Él pide a sus discípulos: «¡Proclamad
que está llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7).
181. El
Reino que se anticipa y crece entre nosotros lo toca todo y nos recuerda aquel
principio de discernimiento que Pablo VI proponía con relación al verdadero
desarrollo: «Todos los hombres y todo el hombre».145 Sabemos que «la
evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación
recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la
vida concreta, personal y social del hombre».146 Se trata del criterio de
universalidad, propio de la dinámica del Evangelio, ya que el Padre desea que
todos los hombres se salven y su plan de salvación consiste en «recapitular
todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es
Cristo» (Ef 1,10). El mandato es: «Id por todo el mundo, anunciad la Buena
Noticia a toda la creación» (Mc 16,15), porque «toda la creación espera
ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Toda la
creación quiere decir también todos los aspectos de la vida humana, de manera
que «la misión del anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo tiene una
destinación universal. Su mandato de caridad abraza todas las dimensiones de la
existencia, todas las personas, todos los ambientes de la convivencia y todos
los pueblos. Nada de lo humano le puede resultar extraño»147. La verdadera
esperanza cristiana, que busca el Reino escatológico, siempre genera historia.
La enseñanza de la Iglesia sobre cuestiones
sociales
182. Las
enseñanzas de la Iglesia sobre situaciones contingentes están sujetas a mayores
o nuevos desarrollos y pueden ser objeto de discusión, pero no podemos evitar
ser concretos —sin pretender entrar en detalles— para que los grandes principios
sociales no se queden en meras generalidades que no interpelan a nadie. Hace
falta sacar sus consecuencias prácticas para que «puedan incidir eficazmente
también en las complejas situaciones actuales».148 Los Pastores, acogiendo los
aportes de las distintas ciencias, tienen derecho a emitir opiniones sobre todo
aquello que afecte a la vida de las personas, ya que la tarea evangelizadora
implica y exige una promoción integral de cada ser humano. Ya no se puede decir
que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que está sólo para
preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere la felicidad de sus
hijos también en esta tierra, aunque estén llamados a la plenitud eterna,
porque Él creó todas las cosas «para que las disfrutemos» (1 Tm 6,17), para que todos
puedan
disfrutarlas. De ahí que la conversión cristiana exija revisar «especialmente
todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del bien común».149
183. Por
consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad
secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional,
sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin
opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos. ¿Quién
pretendería encerrar en un templo y acallar el mensaje de san Francisco de Asís
y de la beata Teresa de Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo. Una auténtica fe
—que nunca es cómoda e individualista— siempre implica un profundo deseo de
cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro
paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y
amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus
anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa
común y todos somos hermanos. Si bien «el orden justo de la sociedad y del
Estado es una tarea principal de la política», la Iglesia «no puede ni debe
quedarse al margen en la lucha por la justicia».150 Todos los cristianos,
también los Pastores, están llamados a preocuparse por la construcción de un
mundo mejor. De eso se trata, porque el pensamiento social de la Iglesia es
ante todo positivo y propositivo, orienta una acción transformadora, y en ese
sentido no deja de ser un signo de esperanza que brota del corazón amante de
Jesucristo. Al mismo tiempo, une «el propio compromiso al que ya llevan a cabo
en el campo social las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, tanto en el
ámbito de la reflexión doctrinal como en el ámbito práctico».151
184. No
es el momento para desarrollar aquí todas las graves cuestiones sociales que
afectan al mundo actual, algunas de las cuales comenté en el capítulo segundo.
Éste no es un documento social, y para reflexionar acerca de esos diversos
temas tenemos un instrumento muy adecuado en el Compendio de la Doctrina
Social de la Iglesia, cuyo uso y estudio recomiendo vivamente. Además, ni el Papa ni
la Iglesia tienen el monopolio en la interpretación de la realidad social o en
la propuesta de soluciones para los problemas contemporáneos. Puedo repetir
aquí lo que lúcidamente indicaba Pablo VI: «Frente a situaciones tan diversas,
nos es difícil pronunciar una palabra única, como también proponer una solución
con valor universal. No es éste nuestro propósito ni tampoco nuestra misión.
Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación
propia de su país».152
185. A
continuación procuraré concentrarme en dos grandes cuestiones que me parecen
fundamentales en este momento de la historia. Las desarrollaré con bastante
amplitud porque considero que determinarán el futuro de la humanidad. Se trata,
en primer lugar, de la inclusión social de los pobres y, luego, de la paz y el
diálogo social.
ii. La incLusión
sociaL de Los Pobres
186. De
nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota
la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la
sociedad.
Unidos a Dios escuchamos un clamor
187. Cada cristiano y cada comunidad están
llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los
pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone
que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo.
Basta recorrer las Escrituras para descubrir cómo el Padre bueno quiere
escuchar el clamor de los pobres: «He visto la aflicción de mi pueblo en
Egipto, he escuchado su clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos.
He bajado para librarlo [...] Ahora, pues, ve, yo te envío...» (Ex 3,7-8.10), y se
muestra solícito con sus necesidades: «Entonces los israelitas clamaron al
Señor y Él les suscitó un libertador» (Jc 3,15). Hacer oídos sordos a ese clamor,
cuando nosotros somos los instrumentos de Dios para escuchar al pobre, nos
sitúa fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto, porque ese pobre
«clamaría al Señor contra ti y tú te cargarías con un pecado» (Dt 15,9). Y la falta de
solidaridad en sus necesidades afecta directamente a nuestra relación con Dios:
«Si te maldice lleno de amargura, su Creador escuchará su imprecación» (Si 4,6). Vuelve siempre
la vieja pregunta: «Si alguno que posee bienes del mundo ve a su hermano que
está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor
de Dios?» (1 Jn 3,17). Recordemos también con cuánta contundencia el Apóstol
Santiago retomaba la figura del clamor de los oprimidos: «El salario de los
obreros que segaron vuestros campos, y que no habéis pagado, está gritando. Y
los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos»
(5,4).
188. La
Iglesia ha reconocido que la exigencia de escuchar este clamor brota de la
misma obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se
trata de una misión reservada sólo a algunos: «La Iglesia, guiada por el
Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por
la justicia y quiere responder a él con todas sus fuerzas».153 En este marco
se comprende el pedido de Jesús a sus discípulos: «¡Dadles vosotros de comer!»
(Mc 6,37),
lo cual implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de
la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, como los
gestos más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas
que encontramos. La palabra «solidaridad» está un poco desgastada y a veces se
la interpreta mal, pero es mucho más que algunos actos esporádicos de
generosidad. Supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de
comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes
por parte de algunos.
189. La
solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de
la propiedad y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a
la propiedad privada. La posesión privada de los bienes se justifica para
cuidarlos y acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común, por lo cual
la solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le
corresponde. Estas convicciones y hábitos de solidaridad, cuando se hacen
carne, abren camino a otras transformaciones estructurales y las vuelven
posibles. Un cambio en las estructuras sin generar nuevas convicciones y
actitudes dará lugar a que esas mismas estructuras tarde o temprano se vuelvan
corruptas, pesadas e ineficaces.
190. A
veces se trata de escuchar el clamor de pueblos enteros, de los pueblos más
pobres de la tierra, porque «la paz se funda no sólo en el respeto de los
derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos».154 Lamentablemente,
aun los derechos humanos pueden ser utilizados como justificación de una
defensa exacerbada de los derechos individuales o de los derechos de los
pueblos más ricos. Respetando la independencia y la cultura de cada nación, hay
que recordar siempre que el planeta es de toda la humanidad y para toda la
humanidad, y que el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos
o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad.
Hay que repetir que «los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus
derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás».155
Para hablar adecuadamente de nuestros derechos necesitamos ampliar más la
mirada y abrir los oídos al clamor de otros pueblos o de otras regiones del
propio país. Necesitamos crecer en una solidaridad que «debe permitir a todos
los pueblos llegar a ser por sí mismos artífices de su destino»,156 así como
«cada hombre está llamado a desarrollarse».157
191. En
cada lugar y circunstancia, los cristianos, alentados por sus Pastores, están
llamados a escuchar el clamor de los pobres, como tan bien expresaron los
Obispos de Brasil: «Deseamos asumir, cada día, las alegrías y esperanzas, las
angustias y tristezas del pueblo brasileño, especialmente de las poblaciones de
las periferias urbanas y de las zonas rurales —sin tierra, sin techo, sin pan,
sin salud— lesionadas en sus derechos. Viendo sus miserias, escuchando sus
clamores y conociendo su sufrimiento, nos escandaliza el hecho de saber que
existe alimento suficiente para todos y que el hambre se debe a la mala
distribución de los bienes y de la renta. El problema se agrava con la práctica
generalizada del desperdicio».158
192. Pero
queremos más todavía, nuestro sueño vuela más alto. No hablamos sólo de
asegurar a todos la comida, o un «decoroso sustento», sino de que tengan
«prosperidad sin exceptuar bien alguno».159 Esto implica educación, acceso al
cuidado de la salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre,
creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la
dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás
bienes que están destinados al uso común.
Fidelidad al Evangelio para no correr en
vano
193. El
imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne en nosotros cuando
se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno. Releamos algunas enseñanzas
de la Palabra de Dios sobre la misericordia, para que resuenen con fuerza en la
vida de la Iglesia. El Evangelio proclama: «Felices los misericordiosos, porque
obtendrán misericordia» (Mt 5,7). El Apóstol Santiago enseña que la
misericordia con los demás nos permite salir triunfantes en el juicio divino:
«Hablad y obrad como corresponde a quienes serán juzgados por una ley de
libertad. Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia;
pero la misericordia triunfa en el juicio» (2,12-13). En este texto, Santiago
se muestra como heredero de lo más rico de la espiritualidad judía del
postexilio, que atribuía a la misericordia un especial valor salvífico: «Rompe
tus pecados con obras de justicia, y tus iniquidades con misericordia para con
los pobres, para que tu ventura sea larga» (Dn 4,24). En esta misma
línea, la literatura sapiencial habla de la limosna como ejercicio concreto de
la misericordia con los necesitados: «La limosna libra de la muerte y purifica
de todo pecado» (Tb 12,9). Más gráficamente aún lo expresa el Eclesiástico:
«Como el agua apaga el fuego llameante, la limosna perdona los pecados» (3,30).
La misma síntesis aparece recogida en el Nuevo Testamento: «Tened ardiente
caridad unos por otros, porque la caridad cubrirá la multitud de los pecados» (1
Pe 4,8).
Esta verdad penetró profundamente la mentalidad de los Padres de la Iglesia y
ejerció una resistencia profética contracultural ante el individualismo
hedonista pagano. Recordemos sólo un ejemplo: «Así como, en peligro de
incendio, correríamos a buscar agua para apagarlo [...] del mismo modo, si de
nuestra paja surgiera la llama del pecado, y por eso nos turbamos, una vez que
se nos ofrezca la ocasión de una obra llena de misericordia, alegrémonos de
ella como si fuera una fuente que se nos ofrezca en la que podamos sofocar el
incendio».160
194. Es
un mensaje tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que ninguna
hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo. La reflexión de la Iglesia
sobre estos textos no debería oscurecer o debilitar su sentido exhortativo,
sino más bien ayudar a asumirlos con valentía y fervor. ¿Para qué complicar lo
que es tan simple? Los aparatos conceptuales están para favorecer el contacto
con la realidad que pretenden explicar, y no para alejarnos de ella. Esto vale
sobre todo para las exhortaciones bíblicas que invitan con tanta contundencia
al amor fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia, a la
misericordia con el pobre. Jesús nos enseñó este camino de reconocimiento del
otro con sus palabras y con sus gestos. ¿Para qué oscurecer lo que es tan
claro? No nos preocupemos sólo por no caer en errores doctrinales, sino también
por ser fieles a este camino luminoso de vida y de sabiduría. Porque «a los
defensores de “la ortodoxia” se dirige a veces el reproche de pasividad, de
indulgencia o de complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia
intolerables y a los regímenes políticos que las mantienen».161
195. Cuando
san Pablo se acercó a los Apóstoles de Jerusalén para discernir «si corría o
había corrido en vano» (Ga 2,2), el criterio clave de autenticidad que le
indicaron fue que no se olvidara de los pobres (cf. Ga 2,10). Este gran
criterio, para que las comunidades paulinas no se dejaran devorar por el estilo
de vida individualista de los paganos, tiene una gran actualidad en el contexto
presente, donde tiende a desarrollarse un nuevo paganismo individualista. La
belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por
nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los
últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha.
196. A veces somos duros de corazón y de
mente, nos olvidamos, nos entretenemos, nos extasiamos con las inmensas
posibilidades de consumo y de distracción que ofrece esta sociedad. Así se
produce una especie de alienación que nos afecta a todos, ya que «está alienada
una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y de
consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la formación de esa
solidaridad interhumana».162
El lugar privilegiado de los pobres en el
Pueblo de Dios
197. El
corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta Él
mismo «se hizo pobre» (2 Co 8,9). Todo el camino de nuestra redención está
signado por los pobres. Esta salvación vino a nosotros a través del «sí» de una humilde
muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio. El
Salvador nació en un pesebre, entre animales, como lo hacían los hijos de los
más pobres; fue presentado en el Templo junto con dos pichones, la ofrenda de
quienes no podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lv 5,7); creció en un
hogar de sencillos trabajadores y trabajó con sus manos para ganarse el pan.
Cuando comenzó a anunciar el Reino, lo seguían multitudes de desposeídos, y así
manifestó lo que Él mismo dijo: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me
ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres» (Lc 4,18). A los que
estaban cargados de dolor, agobiados de pobreza, les aseguró que Dios los tenía
en el centro de su corazón: «¡Felices vosotros, los pobres, porque el Reino de
Dios os pertenece!» (Lc 6,20); con ellos se identificó: «Tuve hambre y me disteis
de comer», y enseñó que la misericordia hacia ellos es la llave del cielo (cf. Mt
25,35s).
198. Para
la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que
cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga «su primera misericordia».163
Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los
cristianos, llamados a tener «los mismos sentimientos de Jesucristo» (Flp 2,5). Inspirada en
ella, la Iglesia hizo una opción por los pobres entendida como una
«forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual
da testimonio toda la tradición de la Iglesia».164 Esta opción —enseñaba
Benedicto XVI— «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha
hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza».165 Por eso quiero
una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de
participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo
sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva
evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y
a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir
a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser
sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría
que Dios quiere comunicarnos a través de ellos.
199. Nuestro
compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción y
asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un desborde activista, sino ante
todo una atención puesta en el otro «considerándolo como uno consigo».166 Esta
atención amante es el inicio de una verdadera preocupación por su persona, a
partir de la cual deseo buscar efectivamente su bien. Esto implica valorar al
pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de
vivir la fe. El verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite servir al
otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su
apariencia: «Del amor por el cual a uno le es grata la otra persona depende que
le dé algo gratis».167 El pobre, cuando es amado, «es estimado como de alto
valor»,168 y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier
ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de
intereses personales o políticos. Sólo desde esta cercanía real y cordial
podemos acompañarlos adecuadamente en su camino de liberación. Únicamente esto
hará posible que «los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como en
su casa. ¿No sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la Buena
Nueva del Reino?».169 Sin la opción preferencial por los más pobres, «el
anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser
incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de
la comunicación nos somete cada día».170
200. Puesto
que esta Exhortación se dirige a los miembros de la Iglesia católica quiero
expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta
de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial
apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad,
su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de
un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por
los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa
privilegiada y prioritaria.
201. Nadie
debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida
implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una excusa frecuente en
ambientes académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales. Si
bien puede decirse en General que la vocación y la misión propia de los fieles
laicos es la transformación de las distintas realidades terrenas para que toda
actividad humana sea transformada por el Evangelio,171 nadie puede sentirse
exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social: «La
conversión espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo, el celo por
la justicia y la paz, el sentido evangélico de los pobres y de la pobreza, son
requeridos a todos».172 Temo que también estas palabras sólo sean objeto de
algunos comentarios sin una verdadera incidencia práctica. No obstante, confío
en la apertura y las buenas disposiciones de los cristianos, y os pido que
busquéis comunitariamente nuevos caminos para acoger esta renovada propuesta.
Economía y distribución del ingreso
202. La
necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza no puede esperar,
no sólo por una exigencia pragmática de obtener resultados y de ordenar la
sociedad, sino para sanarla de una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y
que sólo podrá llevarla a nuevas crisis. Los planes asistenciales, que atienden
ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras. Mientras
no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la
autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando
las causas estructurales de la inequidad,173 no se resolverán los problemas del
mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males
sociales.
203. La
dignidad de cada persona humana y el bien común son cuestiones que deberían
estructurar toda política económica, pero a veces parecen sólo apéndices
agregados desde fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni
programas de verdadero desarrollo integral. ¡Cuántas palabras se han vuelto
molestas para este sistema! Molesta que se hable de ética, molesta que se hable
de solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución de los bienes,
molesta que se hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que se hable
de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige un
compromiso por la justicia. Otras veces sucede que estas palabras se vuelven
objeto de un manoseo oportunista que las deshonra. La cómoda indiferencia ante
estas cuestiones vacía nuestra vida y nuestras palabras de todo significado. La
vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar
por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al
bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos
los bienes de este mundo.
204. Ya
no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El
crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo
supone, requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente
orientados a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de
trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere el mero
asistencialismo. Estoy lejos de proponer un populismo irresponsable, pero la
economía ya no puede recurrir a remedios que son un nuevo veneno, como cuando
se pretende aumentar la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando
así nuevos excluidos.
205. ¡Pido
a Dios que crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico
diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la
apariencia de los males de nuestro mundo! La política, tan denigrada, es una
altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque
busca el bien común.174 Tenemos que convencernos de que la caridad «no es sólo
el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el
pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones
sociales, económicas y políticas».175 ¡Ruego al Señor que nos regale más
políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los
pobres! Es imperioso que los gobernantes y los poderes financieros levanten la
mirada y amplíen sus perspectivas, que procuren que haya trabajo digno,
educación y cuidado de la salud para todos los ciudadanos. ¿Y por qué no acudir
a Dios para que inspire sus planes? Estoy convencido de que a partir de una
apertura a la trascendencia podría formarse una nueva mentalidad política y
económica que ayudaría a superarla dicotomía absoluta entre la economía y el
bien común social.
206. La
economía, como la misma palabra indica, debería ser el arte de alcanzar una
adecuada administración de la casa común, que es el mundo entero. Todo acto
económico de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el
todo; por ello ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común.
De hecho, cada vez se vuelve más difícil encontrar soluciones locales para las
enormes contradicciones globales, por lo cual la política local se satura de
problemas a resolver. Si realmente queremos alcanzar una sana economía mundial,
hace falta en estos momentos de la historia un modo más eficiente de
interacción que, dejando a salvo la soberanía de las naciones, asegure el
bienestar económico de todos los países y no sólo de unos pocos.
207. Cualquier
comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir tranquila sin
ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para que los pobres vivan con
dignidad y para incluir a todos, también correrá el riesgo de la disolución,
aunque hable de temas sociales o critique a los gobiernos. Fácilmente terminará
sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con
reuniones infecundas o con discursos vacíos.
208. Si
alguien se siente ofendido por mis palabras, le digo que las expreso con afecto
y con la mejor de las intenciones, lejos de cualquier interés personal o
ideología política. Mi palabra no es la de un enemigo ni la de un opositor.
Sólo me interesa procurar que aquellos que están esclavizados por una
mentalidad individualista, indiferente y egoísta, puedan liberarse de esas
cadenas indignas y alcancen un estilo de vida y de pensamiento más humano, más
noble, más fecundo, que dignifique su paso por esta tierra.
Cuidar la fragilidad
209. Jesús,
el evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona, se identifica especialmente
con los más pequeños (cf. Mt 25,40). Esto nos recuerda que todos los
cristianos estamos llamados a cuidar a los más frágiles de la tierra. Pero en
el vigente modelo «exitista» y «privatista» no parece tener sentido invertir
para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida.
210. Es
indispensable prestar atención para estar cerca de nuevas formas de pobreza y
fragilidad donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso
aparentemente no nos aporte beneficios tangibles e inmediatos: los sin techo,
los toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos
cada vez más solos y abandonados, etc. Los migrantes me plantean un desafío
particular por ser Pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de
todos. Por ello, exhorto a los países a una generosa apertura, que en lugar de
temer la destrucción de la identidad local sea capaz de crear nuevas síntesis
culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza
e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de
desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño arquitectónico,
están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento
del otro!
211. Siempre
me angustió la situación de los que son objeto de las diversas formas de trata
de personas. Quisiera que se escuchara el grito de Dios preguntándonos a todos:
«¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo? ¿Dónde
está ese que estás matando cada día en el taller clandestino, en la red de
prostitución, en los niños que utilizas para mendicidad, en aquel que tiene que
trabajar a escondidas porque no ha sido formalizado? No nos hagamos los
distraídos. Hay mucho de complicidad. ¡La pregunta es para todos! En nuestras
ciudades está instalado este crimen mafioso y aberrante, y muchos tienen las
manos preñadas de sangre debido a la complicidad cómoda y muda.
212. Doblemente
pobres son las mujeres que sufren situaciones de exclusión, maltrato y
violencia, porque frecuentemente se encuentran con menores posibilidades de
defender sus derechos. Sin embargo, también entre ellas encontramos
constantemente los más admirables gestos de heroísmo cotidiano en la defensa y
el cuidado de la fragilidad de sus familias.
213. Entre
esos débiles, que la Iglesia quiere cuidar con predilección, están también los
niños por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy
se les quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos lo que se
quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda
impedirlo. Frecuentemente, para ridiculizar alegremente la defensa que la
Iglesia hace de sus vidas, se procura presentar su postura como algo
ideológico, oscurantista y conservador. Sin embargo, esta defensa de la vida
por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano.
Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado e inviolable, en
cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. Es un fin en sí mismo y
nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta convicción cae, no
quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los derechos humanos,
que siempre estarían sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos
de turno. La sola razón es suficiente para reconocer el valor inviolable de
cualquier vida humana, pero si además la miramos desde la fe, «toda violación
de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante de Dios y se
configura como ofensa al Creador del hombre».176
214. Precisamente
porque es una cuestión que hace a la coherencia interna de nuestro mensaje
sobre el valor de la persona humana, no debe esperarse que la Iglesia cambie su
postura sobre esta cuestión. Quiero ser completamente honesto al respecto. Éste
no es un asunto sujeto a supuestas reformas o «modernizaciones». No es
progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana. Pero
también es verdad que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las mujeres
que se encuentran en situaciones muy duras, donde el aborto se les presenta
como una rápida solución a sus profundas angustias, particularmente cuando la
vida que crece en ellas ha surgido como producto de una violación o en un
contexto de extrema pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas situaciones
de tanto dolor?
215. Hay
otros seres frágiles e indefensos, que muchas veces quedan a merced de los
intereses económicos o de un uso indiscriminado. Me refiero al conjunto de la
creación. Los seres humanos no somos meros beneficiarios, sino custodios de las
demás criaturas. Por nuestra realidad corpórea, Dios nos ha unido tan
estrechamente al mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es como
una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie
como si fuera una mutilación. No dejemos que a nuestro paso queden signos de
destrucción y de muerte que afecten nuestra vida y la de las futuras
generaciones.177 En este sentido, hago propio el bello y profético lamento que
hace varios años expresaron los Obispos de Filipinas: «Una increíble variedad
de insectos vivían en el bosque y estaban ocupados con todo tipo de tareas
[...] Los pájaros volaban por el aire, sus plumas brillantes y sus diferentes
cantos añadían color y melodía al verde de los bosques [...] Dios quiso esta
tierra para nosotros, sus criaturas especiales, pero no para que pudiéramos
destruirla y convertirla en un páramo [...] Después de una sola noche de
lluvia, mira hacia los ríos de marrón chocolate de tu localidad, y recuerda que
se llevan la sangre viva de la tierra hacia el mar [...] ¿Cómo van a poder
nadar los peces en alcantarillas como el río Pasig y tantos otros ríos que
hemos contaminado? ¿Quién ha convertido el maravilloso mundo marino en
cementerios subacuáticos despojados de vida y de color?».178
216. Pequeños
pero fuertes en el amor de Dios, como san Francisco de Asís, todos los
cristianos estamos llamados a cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo en
que vivimos.
iii. eL bien común y
La Paz sociaL
217. Hemos
hablado mucho sobre la alegría y sobre el amor, pero la Palabra de Dios
menciona también el fruto de la paz (cf. Ga 5,22).
218. La
paz social no puede entenderse como un irenismo o como una mera ausencia de
violencia lograda por la imposición de un sector sobre los otros. También sería
una falsa paz aquella que sirva como excusa para justificar una organización
social que silencie o tranquilice a los más pobres, de manera que aquellos que
gozan de los mayores beneficios puedan sostener su estilo de vida sin
sobresaltos mientras los demás sobreviven como pueden. Las reivindicaciones
sociales, que tienen que ver con la distribución del ingreso, la inclusión
social de los pobres y los derechos humanos, no pueden ser sofocadas con el
pretexto de construir un consenso de escritorio o una efímera paz para una
minoría feliz. La dignidad de la persona humana y el bien común están por
encima de la tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus
privilegios. Cuando estos valores se ven afectados, es necesaria una voz
profética.
219. La
paz tampoco «se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre
precario de las fuerzas. La paz se construye día a día, en la instauración de
un orden querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los
hombres».179 En definitiva, una paz que no surja como fruto del desarrollo
integral de todos, tampoco tendrá futuro y siempre será semilla de nuevos
conflictos y de variadas formas de violencia.
220. En
cada nación, los habitantes desarrollan la dimensión social de sus vidas
configurándose como ciudadanos responsables en el seno de un pueblo, no como
masa arrastrada por las fuerzas dominantes. Recordemos que «el ser ciudadano
fiel es una virtud y la participación en la vida política es una obligación
moral».180 Pero convertirse en pueblo es todavía más, y requiere un proceso
constante en el cual cada nueva generación se ve involucrada. Es un trabajo
lento y arduo que exige querer integrarse y aprender a hacerlo hasta
desarrollar una cultura del encuentro en una pluriforme armonía.
221. Para
avanzar en esta construcción de un pueblo en paz, justicia y fraternidad, hay
cuatro principios relacionados con tensiones bipolares propias de toda realidad
social. Brotan de los grandes postulados de la Doctrina Social de la Iglesia,
los cuales constituyen «el primer y fundamental parámetro de referencia para la
interpretación y la valoración de los fenómenos sociales».181 A la luz de
ellos, quiero proponer ahora estos cuatro principios que orientan
específicamente el desarrollo de la convivencia social y la construcción de un
pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común. Lo hago con la
convicción de que su aplicación puede ser un genuino camino hacia la paz dentro
de cada nación y en el mundo entero.
El tiempo es superior al espacio
222. Hay
una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la
voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante. El
«tiempo», ampliamente considerado, hace referencia a la plenitud como expresión
del horizonte que se nos abre, y el momento es expresión del límite que se vive
en un espacio acotado. Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del
momento y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al
futuro como causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para
avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio.
223. Este principio permite trabajar a largo
plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos. Ayuda a soportar con paciencia
situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el
dinamismo de la realidad. Es una invitación a asumir la tensión entre plenitud
y límite, otorgando prioridad al tiempo. Uno de los pecados que a veces se
advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de
poder en lugar de los tiempos de los procesos. Darle prioridad al espacio lleva
a enloquecerse para tener todo resuelto en el presente, para intentar tomar
posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación. Es cristalizar los
procesos y pretender detenerlos. Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar
procesos más que de poseer espacios. El tiempo rige los espacios, los ilumina y
los transforma en eslabones de una cadena en constante crecimiento, sin caminos
de retorno. Se trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos
en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán,
hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos. Nada de
ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad.
224. A
veces me pregunto quiénes son los que en el mundo actual se preocupan realmente
por generar procesos que construyan pueblo, más que por obtener resultados
inmediatos que producen un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no
construyen la plenitud humana. La historia los juzgará quizás con aquel
criterio que enunciaba Romano Guardini: «El único patrón para valorar con
acierto una época es preguntar hasta qué punto se desarrolla en ella y alcanza
una auténtica razón de ser la plenitud de la existencia humana, de acuerdo con el
carácter peculiar y las posibilidades de dicha época».182
225. Este
criterio también es muy propio de la evangelización, que requiere tener
presente el horizonte, asumir los procesos posibles y el camino largo. El Señor
mismo en su vida mortal dio a entender muchas veces a sus discípulos que había
cosas que no podían comprender todavía y que era necesario esperar al Espíritu
Santo (cf. Jn 16,12-13). La parábola del trigo y la cizaña (cf. Mt 13,24-30) grafica un
aspecto importante de la evangelización que consiste en mostrar cómo el enemigo
puede ocupar el espacio del Reino y causar daño con la cizaña, pero es vencido
por la bondad del trigo que se manifiesta con el tiempo.
La unidad prevalece sobre el conflicto
226. El
conflicto no puede ser ignorado o disimulado. Ha de ser asumido. Pero si
quedamos atrapados en él, perdemos perspectivas, los horizontes se limitan y la
realidad misma queda fragmentada. Cuando nos detenemos en la coyuntura
conflictiva, perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad.
227. Ante el conflicto, algunos simplemente lo
miran y siguen adelante como si nada pasara, se lavan las manos para poder
continuar con su vida. Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan
prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las instituciones las propias confusiones
e insatisfacciones y así la unidad se vuelve imposible. Pero hay una tercera
manera, la más adecuada, de situarse ante el conflicto. Es aceptar sufrir el
conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso.
«¡Felices los que trabajan por la paz!» (Mt 5,9).
228. De
este modo, se hace posible desarrollar una comunión en las diferencias, que
sólo pueden facilitar esas grandes personas que se animan a ir más allá de la
superficie conflictiva y miran a los demás en su dignidad más profunda. Por eso
hace falta postular un principio que es indispensable para construir la amistad
social: la unidad es superior al conflicto. La solidaridad, entendida en su
sentido más hondo y desafiante, se convierte así en un modo de hacer la
historia, en un ámbito viviente donde los conflictos, las tensiones y los
opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida. No es
apostar por un sincretismo ni por la absorción de uno en el otro, sino por la
resolución en un plano superior que conserva en sí las virtualidades valiosas
de las polaridades en pugna.
229. Este
criterio evangélico nos recuerda que Cristo ha unificado todo en sí: cielo y
tierra, Dios y hombre, tiempo y eternidad, carne y espíritu, persona y
sociedad. La señal de esta unidad y reconciliación de todo en sí es la paz.
Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). El anuncio evangélico comienza siempre
con el saludo de paz, y la paz corona y cohesiona en cada momento las
relaciones entre los discípulos. La paz es posible porque el Señor ha vencido
al mundo y a su conflictividad permanente «haciendo la paz mediante la sangre
de su cruz» (Col 1,20). Pero si vamos al fondo de estos textos bíblicos, tenemos
que llegar a descubrir que el primer ámbito donde estamos llamados a lograr
esta pacificación en las diferencias es la propia interioridad, la propia vida
siempre amenazada por la dispersión dialéctica.183 Con corazones rotos en miles
de fragmentos será difícil construir una auténtica paz social.
230. El
anuncio de paz no es el de una paz negociada, sino la convicción de que la
unidad del Espíritu armoniza todas las diversidades. Supera cualquier conflicto
en una nueva y prometedora síntesis. La diversidad es bella cuando acepta
entrar constantemente en un proceso de reconciliación, hasta sellar una especie
de pacto cultural que haga emerger una «diversidad reconciliada», como bien
enseñaron los Obispos del Congo: «La diversidad de nuestras etnias es una
riqueza [...] Sólo con la unidad, con la conversión de los corazones y con la
reconciliación podremos hacer avanzar nuestro país».184
La realidad es más importante que la idea
231. Existe
también una tensión bipolar entre la idea y la realidad. La realidad
simplemente es, la idea se elabora. Entre las dos se debe instaurar un diálogo
constante, evitando que la idea termine separándose de la realidad. Es
peligroso vivir en el reino de la sola palabra, de la imagen, del sofisma. De
ahí que haya que postular un tercer principio: la realidad es superior a la
idea. Esto supone evitar diversas formas de ocultar la realidad: los purismos
angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los nominalismos
declaracionistas, los proyectos más formales que reales, los fundamentalismos
ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.
232. La idea —las elaboraciones conceptuales—
está en función de la captación, la comprensión y la conducción de la realidad.
La idea desconectada de la realidad origina idealismos y nominalismos
ineficaces, que a lo sumo clasifican o definen, pero no convocan. Lo que convoca
es la realidad iluminada por el razonamiento. Hay que pasar del nominalismo
formal a la objetividad armoniosa. De otro modo, se manipula la verdad, así
como se suplanta la gimnasia por la cosmética.185 Hay políticos —e incluso
dirigentes religiosos— que se preguntan por qué el pueblo no los comprende y no
los sigue, si sus propuestas son tan lógicas y claras. Posiblemente sea porque
se instalaron en el reino de la pura idea y redujeron la política o la fe a la
retórica. Otros olvidaron la sencillez e importaron desde fuera una
racionalidad ajena a la gente.
233. La realidad es superior a la idea. Este
criterio hace a la encarnación de la Palabra y a su puesta en práctica: «En
esto conoceréis el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo
ha venido en carne es de Dios» (1 Jn 4,2). El criterio de realidad, de una Palabra
ya encarnada y siempre buscando encarnarse, es esencial a la evangelización.
Nos lleva, por un lado, a valorar la historia de la Iglesia como historia de
salvación, a recordar a nuestros santos que inculturaron el Evangelio en la
vida de nuestros pueblos, a recoger la rica tradición bimilenaria de la
Iglesia, sin pretender elaborar un pensamiento desconectado de ese tesoro, como
si quisiéramos inventar el Evangelio. Por otro lado, este criterio nos impulsa
a poner en práctica la Palabra, a realizar obras de justicia y caridad en las
que esa Palabra sea fecunda. No poner en práctica, no llevar a la realidad la
Palabra, es edificar sobre arena, permanecer en la pura idea y degenerar en
intimismos y gnosticismos que no dan fruto, que esterilizan su dinamismo.
El todo es superior a la parte
234. Entre la globalización y la localización
también se produce una tensión. Hace falta prestar atención a lo global para no
caer en una mezquindad cotidiana. Al mismo tiempo, no conviene perder de vista
lo local, que nos hace caminar con los pies sobre la tierra. Las dos cosas
unidas impiden caer en alguno de estos dos extremos: uno, que los ciudadanos
vivan en un universalismo abstracto y globalizante, miméticos pasajeros del
furgón de cola, admirando los fuegos artificiales del mundo, que es de otros,
con la boca abierta y aplausos programados; otro, que se conviertan en un museo
folklórico de ermitaños localistas, condenados a repetir siempre lo mismo,
incapaces de dejarse interpelar por el diferente y de valorar la belleza que
Dios derrama fuera de sus límites.
235. El
todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas. Entonces,
no hay que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares.
Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos
beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es
necesario hundir las raíces en la tierra fértil y en la historia del propio
lugar, que es un don de Dios. Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con
una perspectiva más amplia. Del mismo modo, una persona que conserva su
peculiaridad personal y no esconde su identidad, cuando integra cordialmente
una comunidad, no se anula sino que recibe siempre nuevos estímulos para su
propio desarrollo. No es ni la esfera global que anula ni la parcialidad
aislada que esteriliza.
236. El
modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde cada punto es
equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es
el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él
conservan su originalidad. Tanto la acción pastoral como la acción política procuran
recoger en ese poliedro lo mejor de cada uno. Allí entran los pobres con su
cultura, sus proyectos y sus propias potencialidades. Aun las personas que
puedan ser cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no debe
perderse. Es la conjunción de los pueblos que, en el orden universal, conservan
su propia peculiaridad; es la totalidad de las personas en una sociedad que
busca un bien común que verdaderamente incorpora a todos.
237. A
los cristianos, este principio nos habla también de la totalidad o integridad
del Evangelio que la Iglesia nos transmite y nos envía a predicar. Su riqueza
plena incorpora a los académicos y a los obreros, a los empresarios y a los
artistas, a todos. La mística popular acoge a su modo el Evangelio entero, y lo
encarna en expresiones de oración, de fraternidad, de justicia, de lucha y de
fiesta. La Buena Noticia es la alegría de un Padre que no quiere que se pierda
ninguno de sus pequeñitos. Así brota la alegría en el Buen Pastor que encuentra
la oveja perdida y la reintegra a su rebaño. El Evangelio es levadura que
fermenta toda la masa y ciudad que brilla en lo alto del monte iluminando a
todos los pueblos. El Evangelio tiene un criterio de totalidad que le es inherente:
no termina de ser Buena Noticia hasta que no es anunciado a todos, hasta que no
fecunda y sana todas las dimensiones del hombre, y hasta que no integra a todos
los hombres en la mesa del Reino. El todo es superior a la parte.
iv. eL diáLogo sociaL
como contribución a La Paz
238. La
evangelización también implica un camino de diálogo. Para la Iglesia, en este
tiempo hay particularmente tres campos de diálogo en los cuales debe estar
presente, para cumplir un servicio a favor del pleno desarrollo del ser humano
y procurar el bien común: el diálogo con los Estados, con la sociedad —que
incluye el diálogo con las culturas y con las ciencias— y con otros creyentes
que no forman parte de la Iglesia católica. En todos los casos «la Iglesia
habla desde la luz que le ofrece la fe»,186 aporta su experiencia de dos mil
años y conserva siempre en la memoria las vidas y sufrimientos de los seres
humanos. Esto va más allá de la razón humana, pero también tiene un significado
que puede enriquecer a los que no creen e invita a la razón a ampliar sus
perspectivas.
239. La Iglesia proclama «el evangelio de la
paz» (Ef 6,15) y está abierta a la colaboración con todas las autoridades
nacionales e internacionales para cuidar este bien universal tan grande. Al anunciar
a Jesucristo, que es la paz en persona (cf. Ef 2,14), la nueva
evangelización anima a todo bautizado a ser instrumento de pacificación y
testimonio creíble de una vida reconciliada.187 Es hora de saber cómo diseñar,
en una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda
de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad
justa, memoriosa y sin exclusiones. El autor principal, el sujeto histórico de
este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un
grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o
una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo.
Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural.
240. Al
Estado compete el cuidado y la promoción del bien común de la sociedad.188 Sobre
la base de los principios de subsidiariedad y solidaridad, y con un gran
esfuerzo de diálogo político y creación de consensos, desempeña un papel
fundamental, que no puede ser delegado, en la búsqueda del desarrollo integral
de todos. Este papel, en las circunstancias actuales, exige una profunda
humildad social.
241. En
el diálogo con el Estado y con la sociedad, la Iglesia no tiene soluciones para
todas las cuestiones particulares. Pero junto con las diversas fuerzas
sociales, acompaña las propuestas que mejor respondan a la dignidad de la
persona humana y al bien común. Al hacerlo, siempre propone con claridad los
valores fundamentales de la existencia humana, para transmitir convicciones que
luego puedan traducirse en acciones políticas.
El diálogo entre la fe, la razón y las
ciencias
242. El
diálogo entre ciencia y fe también es parte de la acción evangelizadora que
pacifica.189 El cientismo y el positivismo se rehúsan a «admitir como válidas
las formas de conocimiento diversas de las propias de las ciencias positivas».190
La Iglesia propone otro camino, que exige una síntesis entre un uso responsable
de las metodologías propias de las ciencias empíricas y otros saberes como la
filosofía, la teología, y la misma fe, que eleva al ser humano hasta el
misterio que trasciende la naturaleza y la inteligencia humana. La fe no le
tiene miedo a la razón; al contrario, la busca y confía en ella, porque «la luz
de la razón y la de la fe provienen ambas de Dios»,191 y no pueden contradecirse
entre sí. La evangelización está atenta a los avances científicos para
iluminarlos con la luz de la fe y de la ley natural, en orden a procurar que
respeten siempre la centralidad y el valor supremo de la persona humana en
todas las fases de su existencia. Toda la sociedad puede verse enriquecida
gracias a este diálogo que abre nuevos horizontes al pensamiento y amplía las
posibilidades de la razón. También éste es un camino de armonía y de
pacificación.
243. La
Iglesia no pretende detener el admirable progreso de las ciencias. Al
contrario, se alegra e incluso disfruta reconociendo el enorme potencial que
Dios ha dado a la mente humana. Cuando el desarrollo de las ciencias,
manteniéndose con rigor académico en el campo de su objeto específico, vuelve
evidente una determinada conclusión que la razón no puede negar, la fe no la
contradice. Los creyentes tampoco pueden pretender que una opinión científica
que les agrada, y que ni siquiera ha sido suficientemente comprobada, adquiera
el peso de un dogma de fe. Pero, en ocasiones, algunos científicos van más allá
del objeto formal de su disciplina y se extralimitan con afirmaciones o
conclusiones que exceden el campo de la propia ciencia. En ese caso, no es la
razón lo que se propone, sino una determinada ideología que cierra el camino a
un diálogo auténtico, pacífico y fructífero.
El diálogo ecuménico
244. El
empeño ecuménico responde a la oración del Señor Jesús que pide «que todos sean
uno» (Jn 17,21). La credibilidad del anuncio cristiano sería mucho mayor
si los cristianos superaran sus divisiones y la Iglesia realizara «la plenitud
de catolicidad que le es propia, en aquellos hijos que, incorporados a ella
ciertamente por el Bautismo, están, sin embargo, separados de su plena
comunión».192 Tenemos que recordar siempre que somos peregrinos, y peregrinamos
juntos. Para eso, hay que confiar el corazón al compañero de camino sin
recelos, sin desconfianzas, y mirar ante todo lo que buscamos: la paz en el
rostro del único Dios. Confiarse al otro es algo artesanal, la paz es
artesanal. Jesús nos dijo: «¡Felices los que trabajan por la paz!» (Mt 5,9). En este empeño,
también entre nosotros, se cumple la antigua profecía: «De sus espadas forjarán
arados» (Is 2,4).
245. Bajo
esta luz, el ecumenismo es un aporte a la unidad de la familia humana. La
presencia, en el Sínodo, del Patriarca de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé
I, y del Arzobispo de Canterbury, Su Gracia Rowan Douglas Williams, fue un
verdadero don de Dios y un precioso testimonio cristiano.193
246. Dada
la gravedad del antitestimonio de la división entre cristianos, particularmente
en Asia y en África, la búsqueda de caminos de unidad se vuelve urgente. Los
misioneros en esos continentes mencionan reiteradamente las críticas, quejas y
burlas que reciben debido al escándalo de los cristianos divididos. Si nos
concentramos en las convicciones que nos unen y recordamos el principio de la
jerarquía de verdades, podremos caminar decididamente hacia expresiones comunes
de anuncio, de servicio y de testimonio. La inmensa multitud que no ha acogido
el anuncio de Jesucristo no puede dejarnos indiferentes. Por lo tanto, el
empeño por una unidad que facilite la acogida de Jesucristo deja de ser mera
diplomacia o cumplimiento forzado, para convertirse en un camino ineludible de
la evangelización. Los signos de división entre los cristianos en países que ya
están destrozados por la violencia agregan más motivos de conflicto por parte
de quienes deberíamos ser un atractivo fermento de paz. ¡Son tantas y tan
valiosas las cosas que nos unen! Y si realmente creemos en la libre y generosa
acción del Espíritu, ¡cuántas cosas podemos aprender unos de otros! No se trata
sólo de recibir información sobre los demás para conocerlos mejor, sino de
recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para
nosotros. Sólo para dar un ejemplo, en el diálogo con los hermanos ortodoxos,
los católicos tenemos la posibilidad de aprender algo más sobre el sentido de
la colegialidad episcopal y sobre su experiencia de la sinodalidad. A través de
un intercambio de dones, el Espíritu puede llevarnos cada vez más a la verdad y
al bien.
Las relaciones con el Judaísmo
247. Una
mirada muy especial se dirige al pueblo judío, cuya Alianza con Dios jamás ha
sido revocada, porque «los dones y el llamado de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). La Iglesia,
que comparte con el Judaísmo una parte importante de las Sagradas Escrituras,
considera al pueblo de la Alianza y su fe como una raíz sagrada de la propia
identidad cristiana (cf. Rm 11,16-18). Los cristianos no podemos
considerar al Judaísmo como una religión ajena, ni incluimos a los judíos entre
aquellos llamados a dejar los ídolos para convertirse al verdadero Dios (cf. 1
Ts 1,9).
Creemos junto con ellos en el único Dios que actúa en la historia, y acogemos
con ellos la común Palabra revelada.
248. El
diálogo y la amistad con los hijos de Israel son parte de la vida de los discípulos
de Jesús. El afecto que se ha desarrollado nos lleva a lamentar sincera y
amargamente las terribles persecuciones de las que fueron y son objeto,
particularmente aquellas que involucran o involucraron a cristianos.
249. Dios sigue obrando en el pueblo de la
Antigua Alianza y provoca tesoros de sabiduría que brotan de su encuentro con
la Palabra divina. Por eso, la Iglesia también se enriquece cuando recoge los
valores del Judaísmo. Si bien algunas convicciones cristianas son inaceptables
para el Judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y
Mesías, existe una rica complementación que nos permite leer juntos los textos
de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la
Palabra, así como compartir muchas convicciones éticas y la común preocupación
por la justicia y el desarrollo de los pueblos.
El diálogo interreligioso
250. Una
actitud de apertura en la verdad y en el amor debe caracterizar el diálogo con
los creyentes de las religiones no cristianas, a pesar de los varios obstáculos
y dificultades, particularmente los fundamentalismos de ambas partes. Este
diálogo interreligioso es una condición necesaria para la paz en el mundo, y
por lo tanto es un deber para los cristianos, así como para otras comunidades
religiosas. Este diálogo es, en primer lugar, una conversación sobre la vida
humana o simplemente, como proponen los Obispos de la India, «estar abiertos a
ellos, compartiendo sus alegrías y penas».194 Así aprendemos a aceptar a los
otros en su modo diferente de ser, de pensar y de expresarse. De esta forma,
podremos asumir juntos el deber de servir a la justicia y la paz, que deberá
convertirse en un criterio básico de todo intercambio. Un diálogo en el que se
busquen la paz social y la justicia es en sí mismo, más allá de lo meramente
pragmático, un compromiso ético que crea nuevas condiciones sociales. Los
esfuerzos en torno a un tema específico pueden convertirse en un proceso en el
que, a través de la escucha del otro, ambas partes encuentren purificación y
enriquecimiento. Por lo tanto, estos esfuerzos también pueden tener el
significado del amor a la verdad.
251. En
este dialogo, siempre amable y cordial, nunca se debe descuidar el vínculo
esencial entre diálogo y anuncio, que lleva a la Iglesia a mantener y a
intensificar las relaciones con los no cristianos.195 Un sincretismo
conciliador sería en el fondo un totalitarismo de quienes pretenden conciliar
prescindiendo de valores que los trascienden y de los cuales no son dueños. La
verdadera apertura implica mantenerse firme en las propias convicciones más
hondas, con una identidad clara y gozosa, pero «abierto a comprender las del
otro» y «sabiendo que el diálogo realmente puede enriquecer a cada uno».196 No
nos sirve una apertura diplomática, que dice que sí a todo para evitar
problemas, porque sería un modo de engañar al otro y de negarle el bien que uno
ha recibido como un don para compartir generosamente. La evangelización y el
diálogo interreligioso, lejos de oponerse, se sostienen y se alimentan
recíprocamente.197
252. En
esta época adquiere gran importancia la relación con los creyentes del Islam,
hoy particularmente presentes en muchos países de tradición cristiana donde
pueden celebrar libremente su culto y vivir integrados en la sociedad. Nunca
hay que olvidar que ellos, «confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con
nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día
final».198 Los escritos sagrados del Islam conservan parte de las enseñanzas
cristianas; Jesucristo y María son objeto de profunda veneración, y es
admirable ver cómo jóvenes y ancianos, mujeres y varones del Islam son capaces
de dedicar tiempo diariamente a la oración y de participar fielmente de sus
ritos religiosos. Al mismo tiempo, muchos de ellos tienen una profunda
convicción de que la propia vida, en su totalidad, es de Dios y para Él.
También reconocen la necesidad de responderle con un compromiso ético y con la
misericordia hacia los más pobres.
253. Para
sostener el diálogo con el Islam es indispensable la adecuada formación de los
interlocutores, no sólo para que estén sólida y gozosamente radicados en su propia
identidad, sino para que sean capaces de reconocer los valores de los demás, de
comprender las inquietudes que subyacen a sus reclamos y de sacar a luz las convicciones
comunes. Los cristianos deberíamos acoger con afecto y respeto a los
inmigrantes del Islam que llegan a nuestros países, del mismo modo que
esperamos y rogamos ser acogidos y respetados en los países de tradición
islámica. ¡Ruego, imploro humildemente a esos países que den libertad a los
cristianos para poder celebrar su culto y vivir su fe, teniendo en cuenta la
libertad que los creyentes del Islam gozan en los países occidentales! Frente a
episodios de fundamentalismo violento que nos inquietan, el afecto hacia los
verdaderos creyentes del Islam debe llevarnos a evitar odiosas
generalizaciones, porque el verdadero Islam y una adecuada interpretación del Corán
se oponen a toda violencia.
254. Los
no cristianos, por la gratuita iniciativa divina, y fieles a su conciencia,
pueden vivir «justificados mediante la gracia de Dios»,199 y así «asociados al
misterio pascual de Jesucristo».200 Pero, debido a la dimensión sacramental de
la gracia santificante, la acción divina en ellos tiende a producir signos,
ritos, expresiones sagradas que a su vez acercan a otros a una experiencia
comunitaria de camino hacia Dios.201 No tienen el sentido y la eficacia de los
Sacramentos instituidos por Cristo, pero pueden ser cauces que el mismo
Espíritu suscite para liberar a los no cristianos del inmanentismo ateo o de
experiencias religiosas meramente individuales. El mismo Espíritu suscita en
todas partes diversas formas de sabiduría práctica que ayudan a sobrellevar las
penurias de la existencia y a vivir con más paz y armonía. Los cristianos
también podemos aprovechar esa riqueza consolidada a lo largo de los siglos,
que puede ayudarnos a vivir mejor nuestras propias convicciones.
El diálogo social en un contexto de
libertad religiosa
255. Los
Padres sinodales recordaron la importancia del respeto a la libertad religiosa,
considerada como un derecho humano fundamental.202 Incluye «la libertad de
elegir la religión que se estima verdadera y de manifestar públicamente la
propia creencia».203 Un sano pluralismo, que de verdad respete a los diferentes
y los valore como tales, no implica una privatización de las religiones, con la
pretensión de reducirlas al silencio y la oscuridad de la conciencia de cada
uno, o a la marginalidad del recinto cerrado de los templos, sinagogas o
mezquitas. Se trataría, en definitiva, de una nueva forma de discriminación y
de autoritarismo. El debido respeto a las minorías de agnósticos o no creyentes
no debe imponerse de un modo arbitrario que silencie las convicciones de
mayorías creyentes o ignore la riqueza de las tradiciones religiosas. Eso a la
larga fomentaría más el resentimiento que la tolerancia y la paz.
256. A la
hora de preguntarse por la incidencia pública de la religión, hay que
distinguir diversas formas de vivirla. Tanto los intelectuales como las notas
periodísticas frecuentemente caen en groseras y poco académicas
generalizaciones cuando hablan de los defectos de las religiones y muchas veces
no son capaces de distinguir que no todos los creyentes —ni todas las
autoridades religiosas— son iguales. Algunos políticos aprovechan esta
confusión para justificar acciones discriminatorias. Otras veces se desprecian
los escritos que han surgido en el ámbito de una convicción creyente, olvidando
que los textos religiosos clásicos pueden ofrecer un significado para todas las
épocas, tienen una fuerza motivadora que abre siempre nuevos horizontes,
estimula el pensamiento, amplía la mente y la sensibilidad. Son despreciados
por la cortedad de vista de los racionalismos. ¿Es razonable y culto relegarlos
a la oscuridad, sólo por haber surgido en el contexto de una creencia
religiosa? Incluyen principios profundamente humanistas que tienen un valor
racional aunque estén teñidos por símbolos y doctrinas religiosas.
257. Los
creyentes nos sentimos cerca también de quienes, no reconociéndose parte de
alguna tradición religiosa, buscan sinceramente la verdad, la bondad y la
belleza, que para nosotros tienen su máxima expresión y su fuente en Dios. Los
percibimos como preciosos aliados en el empeño por la defensa de la dignidad
humana, en la construcción de una convivencia pacífica entre los pueblos y en
la custodia de lo creado. Un espacio peculiar es el de los llamados nuevos Areópagos, como el «Atrio de
los Gentiles», donde «creyentes y no creyentes pueden dialogar sobre los temas
fundamentales de la ética, del arte y de la ciencia, y sobre la búsqueda de la
trascendencia».204 Éste también es un camino de paz para nuestro mundo herido.
258. A
partir de algunos temas sociales, importantes en orden al futuro de la
humanidad, procuré explicitar una vez más la ineludible dimensión social del
anuncio del Evangelio, para alentar a todos los cristianos a manifestarla
siempre en sus palabras, actitudes y acciones.
CAPÍTULO QUINTO EVANGELIZADORES CON ESPÍRITU
259. Evangelizadores
con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la acción
del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los
Apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios, que cada
uno comienza a entender en su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde
la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía), en voz alta y en
todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy, bien apoyados
en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía y el
anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere evangelizadores que anuncien la
Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre todo con una vida que se ha
transfigurado en la presencia de Dios.
260. En
este último capítulo no ofreceré una síntesis de la espiritualidad cristiana,
ni desarrollaré grandes temas como la oración, la adoración eucarística o la
celebración de la fe, sobre los cuales tenemos ya valiosos textos magisteriales
y célebres escritos de grandes autores. No pretendo reemplazar ni superar tanta
riqueza. Simplemente propondré algunas reflexiones acerca del espíritu de la
nueva evangelización.
261. Cuando
se dice que algo tiene «espíritu», esto suele indicar unos móviles interiores
que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y
comunitaria. Una evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de
tareas vividas como una obligación pesada que simplemente se tolera, o se
sobrelleva como algo que contradice las propias inclinaciones y deseos. ¡Cómo
quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más
fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida
contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los
corazones el fuego del Espíritu. En definitiva, una evangelización con espíritu
es una evangelización con Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia
evangelizadora. Antes de proponeros algunas motivaciones y sugerencias
espirituales, invoco una vez más al Espíritu Santo; le ruego que venga a
renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en una audaz salida fuera de sí
para evangelizar a todos los pueblos.
i. motivaciones Para
un renovado imPuLso misionero
262. Evangelizadores
con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. Desde el punto de
vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte
compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales
sin una espiritualidad que transforme el corazón. Esas propuestas parciales y
desintegradoras sólo llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza de amplia
penetración, porque mutilan el Evangelio. Siempre hace falta cultivar un
espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad.205
Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de
diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos
debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La
Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra
enormemente que se multipliquen en todas las instituciones eclesiales los
grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las
adoraciones perpetuas de la Eucaristía. Al mismo tiempo, «se debe rechazar la
tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver
con las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación».206 Existe
el riesgo de que algunos momentos de oración se conviertan en excusa para no
entregar la vida en la misión, porque la privatización del estilo de vida puede
llevar a los cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad.
263. Es
sano acordarse de los primeros cristianos y de tantos hermanos a lo largo de la
historia que estuvieron cargados de alegría, llenos de coraje, incansables en
el anuncio y capaces de una gran resistencia activa. Hay quienes se consuelan
diciendo que hoy es más difícil; sin embargo, reconozcamos que las
circunstancias del Imperio romano no eran favorables al anuncio del Evangelio,
ni a la lucha por la justicia, ni a la defensa de la dignidad humana. En todos
los momentos de la historia están presentes la debilidad humana, la búsqueda
enfermiza de sí mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia
que nos acecha a todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro; viene del
límite humano más que de las circunstancias. Entonces, no digamos que hoy es
más difícil; es distinto. Pero aprendamos de los santos que nos han precedido y
enfrentaron las dificultades propias de su época. Para ello, os propongo que
nos detengamos a recuperar algunas motivaciones que nos ayuden a imitarlos hoy.207
El encuentro personal con el amor de Jesús
que nos salva
264. La
primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa
experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero
¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de
mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo,
necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos.
Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón
frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón
abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que
descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas
debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48). ¡Qué dulce es estar frente a un
crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus
ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y
nos lance a comunicar su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en
definitiva, «lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos» (1 Jn 1,3). La mejor
motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es
detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa
manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso
urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día
que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida
nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás.
265. Toda
la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia,
su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es
precioso y le habla a la propia vida. Cada vez que uno vuelve a descubrirlo, se
convence de que eso mismo es lo que los demás necesitan, aunque no lo
reconozcan: «Lo que vosotros adoráis sin conocer es lo que os vengo a anunciar»
(Hch 17,23).
A veces perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde
a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados
para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno.
Cuando se logra expresar adecuadamente y con belleza el contenido esencial del
Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las búsquedas más hondas de los
corazones: «El misionero está convencido de que existe ya en las personas y en
los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente,
por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a
la liberación del pecado y de la muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo
deriva de la convicción de responder a esta esperanza».208
El entusiasmo evangelizador se fundamenta en
esta convicción. Tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede
engañar, el mensaje que no puede manipular ni desilusionar. Es una respuesta
que cae en lo más hondo del ser humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la
verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más
puede llegar. Nuestra tristeza infinita sólo se cura con un infinito amor.
266. Pero esa convicción se sostiene con la
propia experiencia, constantemente renovada, de gustar su amistad y su mensaje.
No se puede perseverar en una evangelización fervorosa si uno no sigue
convencido, por experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a
Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no
es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder
contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo
tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia
razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve mucho más plena y que con Él
es más fácil encontrarle un sentido a todo. Por eso evangelizamos. El verdadero
misionero, que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla
con él, respira con él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de
la tarea misionera. Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de
la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo
que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida,
entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie.
267. Unidos
a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En definitiva, lo que
buscamos es la gloria del Padre; vivimos y actuamos «para alabanza de la gloria
de su gracia» (Ef 1,6). Si queremos entregarnos a fondo y con constancia, tenemos
que ir más allá de cualquier otra motivación. Éste es el móvil definitivo, el
más profundo, el más grande, la razón y el sentido final de todo lo demás. Se
trata de la gloria del Padre que Jesús buscó durante toda su existencia. Él es el
Hijo eternamente feliz con todo su ser «hacia el seno del Padre» (Jn 1,18). Si somos
misioneros, es ante todo porque Jesús nos ha dicho: «La gloria de mi Padre
consiste en que deis fruto abundante» (Jn 15,8). Más allá de que nos convenga o
no, nos interese o no, nos sirva o no, más allá de los límites pequeños de
nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones, evangelizamos
para la mayor gloria del Padre que nos ama.
El gusto espiritual de ser pueblo
268. La
Palabra de Dios también nos invita a reconocer que somos pueblo: «Vosotros, que
en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (1 Pe 2,10). Para ser
evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de
estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es
fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo
tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado,
reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si
no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se
dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que
Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su
pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal
modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia.
269. Jesús
mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el
corazón del pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos! Si hablaba con
alguien, miraba sus ojos con una profunda atención amorosa: «Jesús lo miró con
cariño» (Mc 10,21). Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del camino
(cf. Mc 10,46-52) y cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle
que lo traten de comilón y borracho (cf. Mt 11,19). Lo vemos
disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50) o cuando
recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La entrega de Jesús en la cruz no es
más que la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia. Cautivados
por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la
vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y
espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están
alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de
un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un
peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y
nos otorga identidad.
270. A
veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente
distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria
humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a
buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a
distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar
en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la
ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y
vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un
pueblo.
271. Es
verdad que, en nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de
nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan. Se nos
advierte muy claramente: «Hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pe 3,16), y «en lo
posible y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres» (Rm 12,18). También se nos
exhorta a tratar de vencer «el mal con el bien» (Rm 12,21), sin cansarnos
«de hacer el bien» (Ga 6,9) y sin pretender aparecer como superiores, sino
«considerando a los demás como superiores a uno mismo» (Flp 2,3). De hecho, los
Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el pueblo» (Hch 2,47; 4,21.33; 5,13).
Queda claro que Jesucristo no nos quiere príncipes que miran despectivamente,
sino hombres y mujeres de pueblo. Ésta no es la opinión de un Papa ni una
opción pastoral entre otras posibles; son indicaciones de la Palabra de Dios
tan claras, directas y contundentes que no necesitan interpretaciones que les
quiten fuerza interpelante. Vivámoslas «sine glossa», sin comentarios. De
ese modo, experimentaremos el gozo misionero de compartir la vida con el pueblo
fiel a Dios tratando de encender el fuego en el corazón del mundo.
272. El
amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con
Dios hasta el punto de que quien no ama al hermano «camina en las tinieblas» (1
Jn 2,11),
«permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). Benedicto XVI ha
dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante
Dios»,209 y que el amor es en el fondo la única luz que «ilumina
constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar».210 Por
lo tanto, cuando vivimos la mística de acercarnos a los demás y de buscar su
bien, ampliamos nuestro interior para recibir los más hermosos regalos del
Señor. Cada vez que nos encontramos con un ser humano en el amor, quedamos
capacitados para descubrir algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren los
ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios.
Como consecuencia de esto, si queremos crecer en la vida espiritual, no podemos
dejar de ser misioneros. La tarea evangelizadora enriquece la mente y el
corazón, nos abre horizontes espirituales, nos hace más sensibles para
reconocer la acción del Espíritu, nos saca de nuestros esquemas espirituales
limitados. Simultáneamente, un misionero entregado experimenta el gusto de ser
un manantial, que desborda y refresca a los demás. Sólo puede ser misionero alguien
que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los
otros. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque «hay más alegría
en dar que en recibir» (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de los
demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se
encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio.
273. La
misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me
puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que
yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para
eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego
por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí
aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma, esos que
han decidido a fondo ser con los demás y para los demás. Pero si uno separa la
tarea por una parte y la propia privacidad por otra, todo se vuelve gris y
estará permanentemente buscando reconocimientos o defendiendo sus propias
necesidades. Dejará de ser pueblo.
274. Para
compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos
reconocer también que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su
aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por
las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya.
Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de
la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su vida. Jesucristo dio su
preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia, cada
uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro
ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi
vida. Es lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos
las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!
La acción misteriosa del Resucitado y de su
Espíritu
275. En
el capítulo segundo reflexionábamos sobre esa falta de espiritualidad profunda
que se traduce en el pesimismo, el fatalismo, la desconfianza. Algunas personas
no se entregan a la misión, pues creen que nada puede cambiar y entonces para
ellos es inútil esforzarse. Piensan así: «¿Para qué me voy a privar de mis
comodidades y placeres si no voy a ver ningún resultado importante?». Con esa
actitud se vuelve imposible ser misioneros. Tal actitud es precisamente una
excusa maligna para quedarse encerrados en la comodidad, la flojera, la
tristeza insatisfecha, el vacío egoísta. Se trata de una actitud
autodestructiva porque «el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida,
condenada a la insignificancia, se volvería insoportable».211 Si pensamos que
las cosas no van a cambiar, recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el
pecado y la muerte y está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive. De
otro modo, «si Cristo no resucitó, nuestra predicación está vacía» (1 Co 15,14). El Evangelio
nos relata que cuando los primeros discípulos salieron a predicar, «el Señor
colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra» (Mc 16,20). Eso también
sucede hoy. Se nos invita a descubrirlo, a vivirlo. Cristo resucitado y
glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda
para cumplir la misión que nos encomienda.
276. Su
resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado
el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer
los brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable. Verdad que muchas veces
parece que Dios no existiera: vemos injusticias, maldades, indiferencias y
crueldades que no ceden. Pero también es cierto que en medio de la oscuridad
siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto. En
un campo arrasado vuelve a aparecer la vida, tozuda e invencible. Habrá muchas
cosas negras, pero el bien siempre tiende a volver a brotar y a difundirse.
Cada día en el mundo renace la belleza, que resucita transformada a través de
las tormentas de la historia. Los valores tienden siempre a reaparecer de
nuevas maneras, y de hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo que
parecía irreversible. Ésa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador
es un instrumento de ese dinamismo.
277. También aparecen constantemente nuevas
dificultades, la experiencia del fracaso, las pequeñeces humanas que tanto
duelen. Todos sabemos por experiencia que a veces una tarea no brinda las
satisfacciones que desearíamos, los frutos son reducidos y los cambios son
lentos, y uno tiene la tentación de cansarse. Sin embargo, no es lo mismo
cuando uno, por cansancio, baja momentáneamente los brazos que cuando los baja
definitivamente dominado por un descontento crónico, por una acedia que le seca
el alma. Puede suceder que el corazón se canse de luchar porque en definitiva
se busca a sí mismo en un carrerismo sediento de reconocimientos, aplausos,
premios, puestos; entonces, uno no baja los brazos, pero ya no tiene garra, le
falta resurrección. Así, el Evangelio, que es el mensaje más hermoso que tiene
este mundo, queda sepultado debajo de muchas excusas.
278. La
fe es también creerle a Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es
capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal
con su poder y con su infinita creatividad. Es creer que Él marcha victorioso en
la historia «en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles» (Ap
17,14).
Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente en el
mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras: como la semilla
pequeña que puede llegar a convertirse en un gran árbol (cf. Mt 13,31-32), como el
puñado de levadura, que fermenta una gran masa (cf. Mt 13,33), y como la
buena semilla que crece en medio de la cizaña (cf. Mt 13,24-30), y siempre
puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez, lucha por florecer de
nuevo. La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo
nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la resurrección del
Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no ha
resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la esperanza
viva!
279. Como
no siempre vemos esos brotes, nos hace falta una certeza interior y es la
convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en
medio de aparentes fracasos, porque «llevamos este tesoro en recipientes de
barro» (2 Co 4,7). Esta certeza es lo que se llama «sentido de misterio». Es
saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente
será fecundo (cf. Jn 15,5). Tal fecundidad es muchas veces invisible,
inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos,
pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que
no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna
de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor
a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa
paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A veces
nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no
es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización
humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a
nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida.
Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar
del mundo donde nosotros nunca iremos. El Espíritu Santo obra como quiere,
cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos pero sin pretender ver
resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria.
Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la
entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que
sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca.
280. Para mantener vivo el ardor misionero
hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él «viene en
ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26). Pero esa confianza generosa tiene que
alimentarse y para eso necesitamos invocarlo constantemente. Él puede sanar
todo lo que nos debilita en el empeño misionero. Es verdad que esta confianza
en lo invisible puede producirnos cierto vértigo: es como sumergirse en un mar
donde no sabemos qué vamos a encontrar. Yo mismo lo experimenté tantas veces.
Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar
a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos
oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en
cada época y en cada momento. ¡Esto se llama ser misteriosamente fecundos!
La fuerza misionera de la intercesión
281. Hay
una forma de oración que nos estimula particularmente a la entrega
evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás: es la intercesión.
Miremos por un momento el interior de un gran evangelizador como san Pablo,
para percibir cómo era su oración. Esa oración estaba llena de seres humanos:
«En todas mis oraciones siempre pido con alegría por todos vosotros [...]
porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp 1,4.7). Así
descubrimos que interceder no nos aparta de la verdadera contemplación, porque
la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño.
282. Esta
actitud se convierte también en agradecimiento a Dios por los demás: «Ante
todo, doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo por todos vosotros» (Rm 1,8). Es un
agradecimiento constante: «Doy gracias a Dios sin cesar por todos vosotros a
causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús» (1 Co 1,4); «Doy gracias a
mi Dios todas las veces que me acuerdo de vosotros» (Flp 1,3). No es una mirada
incrédula, negativa y desesperanzada, sino una mirada espiritual, de profunda
fe, que reconoce lo que Dios mismo hace en ellos. Al mismo tiempo, es la
gratitud que brota de un corazón verdaderamente atento a los demás. De esa
forma, cuando un evangelizador sale de la oración, el corazón se le ha vuelto
más generoso, se ha liberado de la conciencia aislada y está deseoso de hacer
el bien y de compartir la vida con los demás.
283. Los
grandes hombres y mujeres de Dios fueron grandes intercesores. La intercesión
es como «levadura» en el seno de la Trinidad. Es un adentrarnos en el Padre y
descubrir nuevas dimensiones que iluminan las situaciones concretas y las
cambian. Podemos decir que el corazón de Dios se conmueve por la intercesión,
pero en realidad Él siempre nos gana de mano, y lo que posibilitamos con
nuestra intercesión es que su poder, su amor y su lealtad se manifiesten con
mayor nitidez en el pueblo.
ii. maría, La madre
de La evangeLización
284. Con
el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a los
discípulos para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo posible la explosión
misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia
evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva
evangelización.
El regalo de Jesús a su pueblo
285. En
la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el
pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora
presencia de la Madre y del amigo. En ese crucial instante, antes de dar por
consumada la obra que el Padre le había encargado, Jesús le dijo a María:
«Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu
madre» (Jn 19,26-27). Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no
expresan primeramente una preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más
bien una fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una especial
misión salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después
de hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). Al pie de la
cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos
lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en
esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que
falte a su Iglesia el icono femenino. Ella, que lo engendró con tanta fe, también
acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y
mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre María,
la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras, engendran a Cristo,
ha sido bellamente expresada por el beato Isaac de Stella: «En las Escrituras
divinamente inspiradas, lo que se entiende en General de la Iglesia, virgen y
madre, se entiende en particular de la Virgen María [...] También se puede
decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y
hermana, virgen y madre fecunda [...] Cristo permaneció nueve meses en el seno
de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la
consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por
los siglos de los siglos».212
286. María
es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos
pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre que se
estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el
vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que
comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los
pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la
misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los
corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina
con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor
de Dios. A través de las distintas advocaciones marianas, ligadas generalmente
a los santuarios, comparte las historias de cada pueblo que ha recibido el
Evangelio, y entra a formar parte de su identidad histórica. Muchos padres
cristianos piden el Bautismo para sus hijos en un santuario mariano, con lo
cual manifiestan la fe en la acción maternal de María que engendra nuevos hijos
para Dios. Es allí, en los santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne
a su alrededor a los hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y
dejarse mirar por ella. Allí encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los
sufrimientos y cansancios de la vida. Como a san Juan Diego, María les da la
caricia de su consuelo maternal y les dice al oído: «No se turbe tu corazón
[...] ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?».213
La Estrella de la nueva evangelización
287. A la
Madre del Evangelio viviente le pedimos que interceda para que esta invitación
a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad eclesial.
Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la fe,214 y «su excepcional
peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la
Iglesia».215 Ella se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe,
hacia un destino de servicio y fecundidad. Nosotros hoy fijamos en ella la
mirada, para que nos ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación, y para
que los nuevos discípulos se conviertan en agentes evangelizadores.216 En esta
peregrinación evangelizadora no faltan las etapas de aridez, ocultamiento, y
hasta cierta fatiga, como la que vivió María en los años de Nazaret, mientras
Jesús crecía: «Éste es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable
nueva. No es difícil, pues, notar en este inicio una particular fatiga del corazón,
unida a una especie de “noche de la fe” —usando una expresión de san Juan de la
Cruz—, como un “velo” a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir
en intimidad con el misterio. Pues de este modo María, durante muchos años,
permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario
de fe».217
288. Hay un estilo mariano en la actividad
evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a
creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la
humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que
no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirándola descubrimos
que la misma que alababa a Dios porque «derribó de su trono a los poderosos» y
«despidió vacíos a los ricos» (Lc 1,52.53) es la que pone calidez de hogar en
nuestra búsqueda de justicia. Es también la que conserva cuidadosamente «todas
las cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). María sabe reconocer las huellas
del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que
parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en
la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y
trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que
sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta dinámica
de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace
de ella un modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su
oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para
muchos, una madre para todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un
mundo nuevo. Es el Resucitado quien nos dice, con una potencia que nos llena de
inmensa confianza y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap
21,5).
Con María avanzamos confiados hacia esta promesa, y le decimos:
Virgen y Madre María,
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú, llena de la presencia de Cristo,
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.
Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos ahora un nuevo ardor de resucitados
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
Tú, Virgen de la escucha y la contemplación,
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
Estrella de la nueva evangelización,
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
Madre del Evangelio viviente,
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la
clausura del Año de la fe, el 24 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo,
Rey del Universo, del año 2013, primero de mi Pontificado.
NOTAS
1 Pablo VI,
Exhort. ap. Gaudete in Domino (9 mayo 1975), 22: AAS 67 (1975),
297.
2 Ibíd., 8: AAS 67 (1975), 292.
3 Carta enc. Deus caritas est (25
diciembre 2005), 1: AAS 98 (2006), 217.
4 V Conferencia General
del Episcopado
Latinoamericano
y del Caribe, Documento
de Aparecida (29 junio 2007), 360.
5 Ibíd.
6 Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 80:
AAS 68 (1976), 75.
7 Cántico espiritual, 36, 10.
8 Adversus haereses, IV, c. 34, n. 1: PG 7, 1083: «Omnem novitatem
attulit, semetipsum afferens».
9 Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 7: AAS
68 (1976), 9.
10 Cf. Propositio 7.
11 Benedicto XVI,
Homilía durante la Santa Misa conclusiva de la XIII Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos (28 octubre 2012): AAS 104
(2012), 890.
12 Ibíd.
13 Benedicto XVI, Homilía
en la Eucaristía de inauguración de la V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe en el Santuario de «La Aparecida» (13 mayo
2007): AAS 99 (2007), 437.
14 Carta enc. Redemptoris missio (7
diciembre 1990), 34: AAS 83 (1991), 280.
15
Ibíd., 40: AAS 83 (1991), 287.
16 Ibíd.,
86: AAS 83 (1991), 333.
17 Ibíd., 40: AAS 83 (1991), 287. Ibíd., 86: AAS 83
(1991), 333. V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento
de Aparecida (29 junio 2007), 548.
18 Ibíd., 370.
19 Cf. Propositio 1.
20 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 32: AAS 81 (1989), 451.
21 V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento
de Aparecida (29 junio 2007), 201.
22 Ibíd., 551.
23 Pablo VI, Carta enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964), 3: AAS 56
(1964), 611-612.
24 Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 6.
25 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22 noviembre
2001), 19: AAS 94 (2002), 390.
26 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 26: AAS 81 (1989), 438.
27 Cf. Propositio 26.
28 Cf. Propositio 44.
29 Cf. Propositio 26.
30 Cf. Propositio 41.
31 Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, sobre el oficio pastoral de
los Obispos, 11.
32 Cf. Benedicto Xvi, Discurso a los participantes en un Congreso con ocasión del
40 Aniversario del Decreto Ad Gentes (11 marzo 2006): AAS 98 (2006),
337.
33 Cf. Propositio 42.
34 Cf. cc. 460-468; 492-502; 511-514;
536-537.
35 Carta enc. Ut unum sint (25
mayo 1995), 95: AAS 87 (1995), 977-978.
36 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.
37 Cf. Juan Pablo II, Motu proprio Apostolos suos (21
mayo 1998): AAS 90 (1998), 641-658.
38 Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo,
11.
39 Cf. Summa Theologiae I-II,
q. 66, art. 4-6. 40 Summa Theologiae I-II,
q. 108, art. 1.
41 Summa Theologiae II-II, q. 30, art. 4. Cf. ibíd. q. 30, art. 4, ad 1: «No
adoramos a Dios con sacrificios y dones exteriores por Él mismo, sino por
nosotros y por el prójimo. Él no necesita nuestros sacrificios, pero quiere que
se los ofrezcamos por nuestra devoción y para la utilidad del prójimo. Por eso,
la misericordia, que socorre los defectos ajenos, es el sacrificio que más le
agrada, ya que causa más de cerca la utilidad del prójimo».
42 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación,
12.
43 Motu proprio Socialium
Scientiarum (1 enero 1994): AAS 86 (1994), 209.
44 Santo Tomás de Aquino remarcaba
que la multiplicidad y la variedad «proviene de la intención del primer
agente», quien quiso que «lo que faltaba a cada cosa para representar la bondad
divina, fuera suplido por las otras», porque su bondad «no podría representarse
convenientemente por una sola criatura» (Summa Theologiae I, q. 47, art.
1). Por eso nosotros necesitamos captar la variedad de las cosas en sus
múltiples relaciones (cf. Summa Theologiae I, q. 47, art. 2, ad 1; q.
47, art. 3). Por razones análogas, necesitamos escucharnos unos a otros y
complementarnos en nuestra captación parcial de la realidad y del Evangelio.
45 Juan XXIII, Discurso en la solemne apertura del Concilio Vaticano II (11
octubre 1962): AAS 54 (1962), 792: «Est enim aliud ipsum depositum
fidei, seu veritates, quae veneranda doctrina nostra continentur, aliud modus,
quo eaedem enuntiantur».
46 Juan Pablo II, Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 19: AAS 87
(1995), 933.
47 Summa Theologiae I-II, q. 107, art. 4.
48 Ibíd.
49 N. 1735.
50 Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris
consortio (22 noviembre 1981), 34: AAS 74 (1982), 123. 38
51 Cf. San Ambrosio, De Sacramentis, IV, 6, 28: PL 16, 464: «Tengo que recibirle siempre, para
que siempre perdone mis pecados. Si peco continuamente, he de tener siempre un remedio»;
ibíd., IV, 5, 24: PL 16, 463: «El que comió el maná murió; el que
coma de este cuerpo obtendrá el perdón de sus pecados»; san ciriLo
de aLeJandría, In Joh. Evang. IV, 2: PG 73, 584-585: «Me he
examinado y me he reconocido indigno. A los que así hablan les digo: ¿Y cuándo
seréis dignos? ¿Cuándo os presentaréis entonces ante Cristo? Y si vuestros
pecados os impiden acercaros y si nunca vais a dejar de caer —¿quién conoce
sus delitos?, dice el salmo—, ¿os quedaréis sin participar de la
santificación que vivifica para la eternidad?».
52 Benedicto XVI, Discurso durante el encuentro con el Episcopado brasileño
en la Catedral de San Pablo, Brasil (11 mayo 2007), 3: AAS 99
(2007), 428.
53 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo
1992), 10: AAS 84 (1992), 673.
54 Pablo VI, Carta enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964), 19: AAS 56
(1964), 632.
55 San Juan Crisóstomo, De Lazaro Concio II, 6: PG 48, 992D.
56 Cf. Propositio 13.
57 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14
septiembre 1995), 52: AAS 88 (1996), 32-33; id., Carta enc. Sollicitudo rei
socialis (30 diciembre 1987), 22: AAS 80 (1988), 539.
58 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre
1999), 7: AAS 92 (2000), 458.
59 United States Conference of
Catholic Bishops, Ministry to Persons with a
Homosexual Inclination: Guidelines for Pastoral Care (2006), 17.
60 Conférence des Évêques de
France. Conseil Famille et Société, Élargir
le mariage aux personnes de même sexe? Ouvrons le débat! (28 septiembre
2012).
61 Cf. Propositio 25.
62 Azione Cattolica Italiana, Messaggio della XIV Assemblea Nazionale alla Chiesa ed al
Paese (8 mayo 2011).
63 J. Ratzinger, Situación actual de la fe y la teología. Conferencia
pronunciada en el Encuentro de Presidentes de Comisiones Episcopales de América
Latina para la doctrina de la fe, celebrado en Guadalajara, México, 1996,
publicada en L’Osservatore Romano, 1 noviembre 1996. Cf. v conferencia
generaL deL ePiscoPado Latinoamericano y deL caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), 12.
64 G. Bernanos, Journal d’un curé de campagne, Paris 1974, 135.
65 Discurso de apertura del Concilio
Ecuménico Vaticano II (11 octubre 1962),
4, 2-4: AAS 54 (1962), 789.
66 J. H. Newman, Letter of 26 January 1833, en The Letters and
Diaries of John Henry Newman, III, Oxford 1979, 204.
67 Benedicto XVI,
Homilía durante la Santa Misa de apertura del Año de la Fe (11 octubre
2012): AAS 104 (2012), 881.
68 Tomás de Kempis, De Imitatione Christi, Liber Primus, IX, 5: «La
imaginación y mudanza de lugares engañó a muchos».
69 Vale el testimonio de Santa Teresa
de Lisieux, en su trato con aquella hermana que le resultaba particularmente
desagradable, donde una experiencia interior tuvo un impacto decisivo: «Una
tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea para
con la hermana Saint-Pierre. Hacía frío, anochecía... De pronto, oí a lo lejos
el sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy
bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; y en él, señoritas
elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente cumplidos y cortesías mundanas.
Luego posé la mirada en la pobre enferma, a quien sostenía. En lugar de una
melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos lastimeros [...] No puedo
expresar lo que pasó en mi alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó con
los rayos de la verdad, los cuales sobrepasaban de tal modo el brillo tenebroso
de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad» (Manuscrito C,
29 vo-30 ro, en Oeuvres complètes, Paris 1992, 274-275).
70 Cf. Propositio 8.
71 H. de Lubac, Méditation sur l’Église, Paris 1968, 231.
72 Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de
la Iglesia, 295.
73 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 51: AAS 81 (1989), 493.
74 Congregación para la Doctrina
de la Fe, Declaración Inter Insigniores,
sobre la cuestión de la admisión de la mujer al sacerdocio ministerial (15
octubre 1976), VI: AAS 69 (1977) 115, citada en Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles
laici (30 diciembre 1988), 51, nota 190: AAS 81 (1989), 493.
75 Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 27: AAS
80 (1988), 1718.
76 Cf. Propositio 51.
77 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre
1999), 19: AAS 92 (2000), 478.
78 Ibíd., 2: AAS 92 (2000), 451.
79 Cf. Propositio 4.
80 Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
sobre la Iglesia, 1.
81 Meditación en la primera
Congregación General de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los
Obispos (8 octubre 2012): AAS 104
(2012), 897.
82 Cf. Propositio 6; Conc. Ecum. Vat. II,
Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22
83 Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
sobre la Iglesia, 9.
84 Cf. III
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Puebla (23 marzo 1979), 386-387.
85 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 36.
86 Ibíd., 25.
87 Ibíd., 53.
88 Juan Pablo II, Carta ap. Novo Millennio
ineunte (6 enero 2001), 40: AAS 93 (2001), 294-295.
89 Ibíd., 40: AAS 93 (2001), 295.
90 Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 52: AAS
83 (1991), 300. Cf. Exhort. ap. Catechesi Tradendae (16 octubre
1979), 53: AAS 71 (1979), 1321.
91 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22 noviembre
2001), 16: AAS 94 (2002), 384.
92 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14
septiembre 1995), 61: AAS 88 (1996), 39.
93 Cf. Santo
Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.
39, art. 8 cons. 2: «Excluido el Espíritu Santo, que es el nexo de ambos,
no se puede entender la unidad de conexión entre el Padre y el Hijo»; cf.
también ibíd. I, q. 37, art. 1, ad 3.
94 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22 noviembre
2001), 17: AAS 94 (2002), 385.
95 Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia
in Asia (6 noviembre 1999), 20: AAS 92 (2000), 478-482.
96 Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
sobre la Iglesia, 12.
97 Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 71: AAS
91 (1999), 60.
98 III Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento
de Puebla (23 marzo 1979), 450; cf. V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), 264.
99 Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia
in Asia (6 noviembre 1999), 21: AAS 92 (2000), 482-484.
100 N. 48: AAS 68 (1976), 38. 101 Ibíd. 102 Discurso en la
Sesión inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y
del Caribe (13 mayo 2007), 1: AAS 99 (2007),
446-447.
103 V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento
de Aparecida (29 junio 2007), 262.
104 Ibíd., 263.
105 Cf. Santo
Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II,
q. 2, art. 2.
106 V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento
de Aparecida (29 junio 2007), 264.
107 Ibíd.
108 Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
sobre la Iglesia, 12.
109 Cf. Propositio 17.
110 Cf. Propositio 30.
111 Cf. Propositio 27.
112 Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini (31 mayo 1998), 41: AAS 90
(1998), 738-739.
113 Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 78:
AAS 68 (1976), 71.
114 Ibíd.
115 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo
1992), 26: AAS 84 (1992), 698.
116 Ibíd., 25: AAS 84 (1992), 696.
117 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 188, art. 6.
118 Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 76:
AAS 68 (1976), 68.
119 Ibíd., 75: AAS 68 (1976), 65.
120 Ibíd., 63: AAS 68 (1976), 53.
121 Ibíd., 43: AAS 68 (1976), 33.
122 Ibíd.
123 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo
1992), 10: AAS 84 (1992), 672.
124 Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 40:
AAS 68 (1976), 31.
125 Ibíd., 43: AAS 68 (1976), 33.
126 Cf. Propositio 9.
127 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo
1992), 26: AAS 84 (1992), 698.
128 Cf. Propositio 38.
129 Cf. Propositio 20.
130 Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Decreto Inter mirifica,
sobre los medios de comunicación social, 6.
131 Cf. De musica, VI, XIII,
38: PL 32, 1183-1184; Confessiones, IV, XIII, 20: PL 32,
701.
132 Benedicto XVI,
Discurso con ocasión de la proyección del documental «Arte y fe — via
pulchritudinis» (25 octubre 2012): L’Osservatore Romano (27 octubre
2012), 7.
133 Summa Theologiae I-II q. 65, art. 3, ad 2: «propter aliquas dispositiones
contrarias».
134 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre
1999), 20: AAS 92 (2000), 481.
135 Benedicto XVI,
Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010), 1: AAS 102
(2010), 682.
136 Cf. Propositio 11.
137 Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum,
sobre la divina Revelación, 21-22.
138 Cf. Benedicto XVI,
Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010), 86-87: AAS
102 (2010), 757-760.
139 Benedicto XVI, Discurso durante la primera Congregación General del Sínodo
de los Obispos (8 octubre 2012): AAS 104 (2012), 896.
140 Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 17:
AAS 68 (1976), 17.
141 Juan Pablo II, Mensaje a los discapacitados, Ángelus (16 noviembre1980):
Insegnamenti 3/2 (1980), 1232.
142 Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de
la Iglesia, 52.
143 Juan Pablo II, Catequesis (24 abril 1991): Insegnamenti 14/1
(1991), 856.
144 Benedicto XVI,
Motu proprio Intima Ecclesiae natura (11 noviembre 2012): AAS 104
(2012), 996.
145 Carta enc. Populorum Progressio
(26 marzo 1967), 14: AAS 59 (1967), 264.
146 Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 29:
AAS 68 (1976), 25.
147 V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento
de Aparecida (29 junio 2007), 380. Doctrina Social de la Iglesia, 9.
148 Pontificio
Consejo «Justicia
y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la
Iglesia, 9.
149 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in America (22 enero
1999), 27: AAS 91 (1999), 762.
150 Benedicto XVI,
Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 28: AAS 98
(2006), 239-240.
151 Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de
la Iglesia, 12.
152 Carta ap. Octogesima adveniens (14
mayo 1971), 4: AAS 63 (1971), 403.
153 Congregación para la Doctrina
de la Fe, Instrucción Libertatis
nuntius (6 agosto 1984), XI, 1: AAS 76 (1984), 903.
154 Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de
la Iglesia, 157.
155 Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 23: AAS
63 (1971), 418.
156 Pablo VI, Carta enc. Populorum Progressio (26 marzo 1967), 65: AAS
59 (1967), 289.
157 Ibíd., 15: AAS 59 (1967), 265. 158 conferência nacionaL
dos bisPos
do brasiL, Documento Exigências evangélicas e éticas de superação da
miséria e da fome (abril 2002), Introducción, 2.
159 Juan XXIII, Carta enc. Mater et Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS 53
(1961), 402.
160 San
Agustín, De Catechizandis Rudibus,
I, XIV, 22: PL 40, 327.
161 Congregación para la Doctrina
de la Fe, Instrucción Libertatis
nuntius (6 agosto 1984), XI, 18: AAS 76 (1984), 907-908.
162 Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 41: AAS 83
(1991), 844-845.
163 Juan Pablo II, Homilía
durante la Misa para la evangelización de los pueblos en Santo Domingo (11
octubre 1984), 5: AAS 77 (1985), 358.
164 Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre
1987), 42: AAS 80 (1988), 572.
165 Discurso en la Sesión inaugural de
la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 mayo 2007), 3: AAS 99 (2007), 450.
166 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 27, 157, art. 2.
167 Ibíd., I-II, q. 110, art. 1.
168 Ibíd.,
I-II, q. 26, art. 3
169 Juan Pablo II, Carta ap. Novo Millennio
ineunte (6 enero 2001), 50: AAS 93 (2001), 303.
170 Ibíd.
171 Cf. Propositio 45.
172 Congregación para la Doctrina
de la Fe, Instrucción Libertatis
nuntius (6 agosto 1984), XI, 18: AAS 76 (1984), 908.
173 Esto implica «eliminar las causas estructurales
de las disfunciones de la economía mundial»: Benedicto XVI, Discurso al Cuerpo Diplomático (8 enero 2007): AAS 99
(2007), 73.
174 Cf.Commission Sociale des Évêques de France, Declaración Réhabiliter la politique (17 febrero 1999);
Pío
XI, Mensaje, 18 diciembre 1927.
175 Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 2: AAS
101 (2009), 642.
176 Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 37: AAS 81 (1989), 461.
177 Cf. Propositio 56.
178 Catholic Bishops’ Conference of the Philippines, Carta pastoral What is
Happening to our Beautiful Land? (29 enero 1988).
179 Pablo VI, Carta enc. Populorum Progressio (26 marzo 1967), 76: AAS
59 (1967), 294-295.
180 United States Conference of
Catholic Bishops, Carta pastoral Forming
Consciences for Faithful Citizenship (2007), 13.
181 Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de
la Iglesia, 161.
182 Das Ende der Neuzeit, Würzburg 91965, 30-31.
183 Cf. I. Quiles, S.I., Filosofía de la educación
personalista, Buenos Aires 1981, 46-53.
184 Comité
Permanent de la Conférence Episcopale Nationale du Congo, Message sur la situation sécuritaire dans le pays (5
diciembre 2012), 11.
185 Cf. PLatón, Gorgias, 465.
186 Benedicto XVI,
Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2012): AAS 105 (2013),
51.
187 Cf. Propositio 14.
188 Cf. Catecismo de la Iglesia
católica, 1910; Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de
la Iglesia, 168.
189 Cf. Propositio 54.
190 Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 88: AAS
91 (1999), 74.
191 Santo Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, I, VII; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14
septiembre 1998), 43: AAS 91 (1999), 39.
192 Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.
193 Cf. Propositio 52.
194 Catholic
Bishops’ Conference of India, Declaración final de la XXX Asamblea general: The Church’s
Role for a Better India (8 marzo 2012), 8.9.
195 Cf. Propositio 53.
196 Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 56: AAS
83 (1991), 304.
197 Cf. Benedicto XVI,
Discurso a la Curia Romana (21 dicembre 2012): AAS 105 (2013),
51; Conc. Ecum. Vat. II,
Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 9; Catecismo
de la Iglesia católica, 856.
198 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 16.
199 Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones (1996), 72: Ench.
Vat. 15, n. 1061.
200 Ibíd.
201 Cf. ibíd., 81-87: Ench.
Vat. 15, n. 1070-1076.
202 Cf. Propositio 16.
203 Benedicto XVI,
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Medio Oriente (14 septiembre 2012),
26: AAS 104 (2012), 762.
204 Propositio 55.
205 Cf. Propositio 36.
206 Juan Pablo II, Carta ap. Novo Millennio ineunte (6 enero 2001), 52: AAS
93 (2001), 304.
207 Cf. V. M. fernández, «Espiritualidad para la esperanza activa». Acto de apertura
del I Congreso Nacional de Doctrina Social de la Iglesia, Rosario (Argentina),
2011: UCActualidad 142 (2011), 16.
208 Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 45: AAS
83 (1991), 292.
209 Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 16: AAS
98 (2006), 230.
210 Ibíd., 39: AAS 98 (2006), 250.
211 II Asamblea Especial para Europa del
Sínodo
de los Obispos, Mensaje final, 1: L’Osservatore
Romano (23 octubre 1999), 5.
212 Isaac de Stella, Sermo 51: PL 194, 1863.1865.
213 Nican Mopohua, 118-119.
214 Cf. Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre
la Iglesia, cap. VIII, 52-69.
215 Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987), 6: AAS
79 (1987), 366.
216 Cf. Propositio 58.
217 Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987), 17: AAS
79 (1987), 381.
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