–¿Es que me voy a
morir?
–Por supuesto, tú, y
tu nieta, y yo… Pero eso no va a ocurrir ya, sino cuando sea.
Lola estaba acostada
y con la mascarilla del oxígeno aplicada a la cara, de modo que su voz sonaba
como llegada del fondo de una bodega, con sordina. Le indiqué que estaba
deseando estar junta a ella rezando para que su enfermedad fuera más llevadera,
incluso retrocediera, porque no iban a estar solos los médicos, que había que
echarles alguna o las dos manos, si fuera preciso. Y accedió. Estuvimos los
dos, mano a mano; el resto de la familia, el marido, el hijo, la nuera, la
nieta, no se acercaron, pero no se perdieron nada desde algún lugar de la casa.
Tampoco yo les pedí que asistieran, y ahora me arrepiento.
Recitó conmigo las
oraciones rituales, ofreció su frente y sus manos para que se las ungiera, y
rubricamos el acto sacramental juntos con el padrenuestro.
Al terminar entraron
todos, y al salir de su casa me abrazaron cariñosamente.
Esto fue el viernes.
Hoy, domingo, se han pasado Lola y Juan la tarde entera viendo corridas de
toros enlatadas. ¡Y sin la mascarilla!
No hay ningún
milagro. O sí, según se mire. La vida es fuerte, incluso hasta el último
suspiro. Pero en tanto éste llega, cualquier ayuda es buena, en especial si se
desea, se acoge y se agradece. Y Lola es así de natural.
Volverá a pasar por
urgencias, y tras unos apaños regresará de nuevo a casa a seguir al cuidado de
los suyos. Ciertamente ya no nos cruzaremos paseando en las mañanas, nosotros
volviendo y ellos iendo, o viceversa. Nos veremos en su hogar, sentada o
acostada; con ganas de parlar o adormilada. Y me preguntará qué tal estoy
muchas más veces aún, porque Lola tiene cuerda para rato. Hasta que le
abandonen las fuerzas… o se rompa de golpe.
Mientras tanto, es
feliz.
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