Uno de los micros del presbiterio ha fallado y el nuevo, colocado en el ambón,
ha exigido realizar una pequeña transformación en el atril. Aprovechando esta
circunstancia me puse a pensar si convenía colocar algún símbolo y cuál. La
cosa tenía que ser sencilla y barata. Si no, mejor dejarlo como está. Aunque parezca una proa de barco.
Entre lo que recuerdo de haberlo visto por ahí y lo que internet ofrece, sólo se
me ocurría poner una simple cruz de madera. Pero ¡ya tenemos una!, me decía.
Además del crucifijo del altar. ¿No serán demasiadas?
Coger a estas alturas de mi vida la gubia y el formón para tratar de
tallar alguna cosa, tipo libro abierto, pájaro alado o similar, ya no está
entre mis posibilidades. ¡Menos aún representar a los cuatro evangelistas!
Así anduve casi la mañana entera, cavilando. Pero no desistí, porque
mañana, me decía, hay confirmaciones y tiene que estar terminado. A la hora de
comer, entré en casa para fumarme un pitillín y clavé la mirada en el belén de Tere
y Ramón que tengo bajo el reloj de pared. ¿Un belén? ¿En un ambón? ¡Nunca jamás en ningún lugar lo he visto!
Y me decidí. Si a nadie se le ha ocurrido, mejor; que sea novedad. Y con
un par de cuñas y dos pegotones de cola blanca lo avié.
A la hora en punto estaba sentado a la mesa, satisfecho. Si Luis, al
verlo, me pide explicaciones, se las doy: ¡Qué mejor símbolo para un ambón que
la Palabra Encarnada! Y no lo digo yo, lo dice Juan al comenzar su evangelio:
«Y la Palabra se hizo carne» (1, 14).
Así que ya lo he dicho: dentro de un rato, Luis Argüello, nuestro flamante obispo
auxiliar electo, vendrá a pasar un buen rato con nosotros.
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