Se trata de una anécdota sin importancia, de las muchas que acumulamos
los seres humanos a lo largo de la vida y que de vez en cuando, más bien de vez
que en cuando, metemos en nuestras conversaciones como que no viene a cuento;
pero las contamos.
Resulta que a mi padre le gustaba de joven la caza con galgo. Capturó
una liebre una mañana de verano y se la ofreció a un pastor a cambio de una
cachava que él creyó ser de junco marino. Luego devino en simple palo sin más,
pero esta es otra historia. El pastor se ocupó de la pieza cazada, la desolló,
la cocinó y la dispuso para zampársela en grata compañía. No tuvo el cuidado
necesario y los perros, en un descuido, se la robaron.
La noticia corrió por el pueblo casi tanto como la liebre cuando vivía,
y llegó a oídos de papá. Mi padre no era de mala entraña y no gustaba del dolor
ajeno, pero no se pudo sustraer a preguntarle en cuanto se lo echó a la cara: “¿Qué tal resultó la liebre?” A lo que
aquel buen pastor respondió: “¡La liebre,
sí señor, la liebre!” Como insistiera, “¿Salió
tierna?”, recibió como respuesta, “¡La
liebre, sí señor, la liebre!” Hizo un tercer intento, y esta vez
inquiriendo “¿Con quienes te juntaste
para la pitanza?” El pastor, sin embargo, siguió respondiendo “¡La liebre, sí señor, la liebre!”.
Volví a recordar anoche a mi papá repitiendo por enésima vez aquella
vieja historia de su juventud cuando miraba en la tele a Pablo Iglesias
responder a preguntas de cierto compromiso. Aquel pastor entendía de ovejas, y
debía ser bastante bueno. Este otro, profesor de universidad, no carece de
palabras, pero no transmiten nada. ¿O lo explican todo?
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