Cuando mi madre me llevaba de pequeño a oír misa a la iglesia de los agustinos filipinos, al otro lado del Campo Grande, siempre me impresionaba la imponente fachada pétrea del monasterio. El interior del templo, sin embargo, de moderadas dimensiones, era acogedor y silencioso.
En la puerta lateral, a la izquierda, un letrero decía escuetamente: Clausura. Lo que fuera que hubiera dentro, era algo reservado, máxime para un chavalín como yo. Cosas de mayores.
Muchos años después supe que allí dentro, además de frailes que vestían de oscuro, había un museo todo colorido que podían visitar algunas personas escogidas.
Me enteré de que los misioneros agustinos había ido juntando al cabo de los años cosas del lejano Oriente. Algunas fotos sí que vi, pero no me hice una idea, ni siquiera aproximada, de lo que allí podría estar almacenado.
Hace ya una buena porrada de años las chicas del Hogar pidieron visitarlo. Me tocó, como es natural suponer, gestionar con la comunidad agustina el acompañamiento y explicación de todo el recorrido museístico. Pero como buen capitán, las embarqué pero me quedé en tierra. Otros deberes me retenían.
Este año, han vuelto a querer visitarlo. No son las mismas, ley natural. Ya no he sido yo el gestor, simplemente un invitado más. Y como tal he ido. Pero ya que iba, hacía algo de provecho. Y lo he aprovechado como mejor he sabido.
Aquí está el trabajo. Ustedes diréis si ha merecido la pena.
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