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El séptimo cero


Al cumplir los setenta años me he impuesto la siguiente regla de vida: no fumar mientras duermo, no dejar de fumar mientras estoy despierto y no fumar más de un tabaco a la vez.” Mark Twain dixit.
Se ve que tú no eres él, y él no dijo esto para referirse a ti. ¿Estaría pensando en mí?
Este señor escribió una novela con la que tú me endosaste el vicio de la lectura desde bien pequeño. Leyendo aquellas aventuras, sin querer, me indujiste a evadirme de la realidad cuando podía, y a ser un aventurero cuando no quedaba más remedio que quedarse en ella. Aún no habías alcanzado el primer cero, y yo estaba en el camino.
Desde entonces hemos ido superando sucesivos niveles, tú antes que yo, y no parece que hayamos cambiado mucho en el proceso, tal y como siempre has defendido: vivimos como nacemos. ¿Moriremos como hemos vivido?
Puesto que esta última pregunta no va a tener respuesta, supongamos que al final importará poco si tú no has fumado nunca y yo lo he probado todo. Una cosa quedará patente: ambos quedaremos calvos, aunque hayamos sido en vida –¡qué persistencia!– el terror de los peluqueros y la envidia de los alopécicos.
Lo cual bien pudiera querer decir que de concluir vertiéndonos en la mar océana, como dijera nuestro inigualable paisano, ríos al fin y al cabo, cortos y rápidos o largos y lentos, no otra cosa sino agua llevaremos.
Que al menos sirva para refrescar orillas y hacer fértiles los campos.
Roberto, hermano, no corras que no tengo posibilidad de alcanzarte. Ya conoces la vieja paradoja de Aquiles y la tortuga. Así nosotros. Un beso.

La Estadística, esa ciencia inexacta


Samuel Langhorne Clemens, alias Mark Twain: «Hay tres clases de mentiras: las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas»

Hay cosas útiles, y trastos inútiles. Las que sirven, si no para todo al menos para algo, son aprovechables. Las que no valen para nada, esas son las importantes. Por ejemplo, la estadística. Se trata de la ciencia que dice que si tú tienes en el bolsillo cien euros, míos son cincuenta, aunque ande a las tres menos cuartillo. Igualmente afirma que si el monte se quema, algo suyo se quema, señor conde. Y como no podía ser menos, llega a convencerme de que una cosa que hice el domingo pasado me convierte automáticamente en varón menor de treinta y cinco años, lo cual me llena de júbilo y me augura un futuro esplendoroso.
Y bien que lo necesito, porque la estadística también me dice que mi esperanza de vida, dadas mis circunstancias personales y sociales, es… una exageración medida en años. Sólo faltaba que tuviera que transitar por ese largo desierto triste y carente de ilusiones.
Por lo mismo, también estuve interesado por la final del pasado sábado, y me gasté… eso no lo digo porque sería descubrirme demasiado. Pero que nadie haga cálculos irresponsables; exactamente derroché la cantidad en la que está pensando en birras, desplazamientos y cosas que no hice y ahora están pendientes y a mi cargo.
Esa ciencia que lo mismo sirve para un roto que para un descosido; que hay que cursar en Derecho, en Arquitectura, en Económicas o en Medicina, sí o sí o suspendes; es la misma que afirma que de aquí a… digamos unos años, todos los curas estarán casados, porque papa Francisco acaba de abrir la puerta desde lo alto de un avión según volvía a casa de su viaje a Palestina.
Para llegar a tales resultados son necesarios diversos y no siempre fáciles cálculos matemáticos. No se vaya a creer el personal que aquí es sumar y dividir y ya está. No. Además de la media aritmética, están la media ponderada, la mediana, la moda, la varianza, la desviación típica, los percentiles, la dispersión, el coeficiente de Gini, la covarianza y el centro de gravedad. Que si además tenemos el cuenta la desigualdad de Tchebyschev, el diagrama de caja y la curtosis, esta ciencia pasa a ser complejo sistema sólo para eruditos de acertarte la carta astral y hasta tus deseos más íntimos y tus sueños más profundos.
Yo, qué voy a añadir en esta hora de la tarde, voy tranquilo a dar cuartelillo a mis amigos Berto y Gumi, seguro de que estadística en mano me voy a encontrar con todos los perros y perras de mi barrio y para no tener disgustos he de evitar el acercamiento o proximidad, dado que son los míos los que tienen “carácter” y buscan pelea; que los demás están muy bien educados y obedecen dócilmente a sus am@s.
Si eso dice esta ciencia, no me queda otra. Callar. Amén.

The War Prayer

No ocurre todos los días, pero sucede… de vez en cuando. Se acerca un matrimonio que dicen que quieren hablar conmigo. Cuando estamos sentados, su cara de circunstancias explicitan en palabras lo que no pueden esconder porque les bulle por dentro. Su hija tiene cáncer y está en manos de los médicos. Pero, me miran y me dicen que yo, que tengo conexión con las alturas, lo tenga en cuenta en mis oraciones, que seguro que el de arriba también lo tendrá en cuenta.
Más normal y más frecuente es que me pidan que rece por alguien muy cercano que se enfrenta a una oposición y, claro, desean vehementemente que apruebe.
También ocurre con el trabajo, o con una casa en alquiler, o… En fin, con esas cosas que todos alguna vez necesitamos. Es una petición de ayuda. Es también oración. Como lo es orar por los enfermos. Y por supuesto, también me piden orar por los difuntos.
Lo que pasa es que orar, ¿qué es orar?
“No tenéis, porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal”3 recuerda Santiago en su carta (3, 2a-3b). Y San Pablo afirma “Asimismo el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rom 8, 26).
Personalmente hace tiempo que abandoné ese tipo de oración, salvo cuando algo se me extravía y me veo obligado a recurrir a San Antonio. Lo que pasa que lo hago de muy tarde en tarde, porque me resulta un santo demasiado pedigüeño e interesado, y prefiero emplear tiempo en la búsqueda que aflojar el bolsillo y esperar el milagrito. Bueno, ejem, también cuando me siento en un atolladero y no encuentro manera de salir de él.
El caso es que ayer, buscando el texto de Tom Sawyer, me topé con esta preciosidad, también de Mark Twain, y quiero tenerla en mi blog. Ya sé que está multicopiada por todo Internet, y que es casi seguro que todo el mundo la conoce, -salvo yo, que acabo de descubrirla. No me importa, me da igual.

La oración de guerra
[Mark Twain escribió este texto a sabiendas de que no sería publicado en su época. "Nadie entre los muertos tiene permiso para decir la verdad", escribe, consciente de que "En América, como en otros lugares, la libertad de expresión está confinada a los "muertos". "La oración de guerra" fue escrita durante el conflicto bélico entre Estados Unidos y Filipinas (de 1899 a 1913). El 22 de marzo de 1905 Harper's Bazaar lo rechazó "por no ser adecuado para una revista femenina". Twain tenía un contrato en exclusiva con Harper & Brothers, por lo que no pudo publicar "La oración de guerra" en ninguna otra editorial. El texto se mantuvo inédito hasta 1923, cuando su representante literario, Albert Bigelow Paine, lo incluyó en el libro "Europe and Elsewhere" (Europa y otros lugares). Twain había muerto en 1910. Sus palabras, proféticas.]

Fue una época de gran exaltación y emoción. El país se había levantado en armas, había empezado la guerra y en cada pecho ardía el fuego sagrado del patriotismo; se oía el redoble de los tambores y tocaban las bandas de música; tiraban cohetes y un montón de fuegos artificiales zumbaban y chisporroteaban. Allí abajo, a lo lejos de las manos, tejados y balcones, ondeaba al sol una espesura de banderas brillantes. De día, por la ancha avenida, los jóvenes voluntarios desfilaban alegres y hermosos con sus uniformes; a su paso los orgullosos padres, madres, hermanas y enamoradas les vitoreaban con voces ahogadas por la emoción. De noche, en las concurridas reuniones se escuchaba con admiración la oratoria patriótica que agitaba lo más hondo de sus corazones, y que solía interrumpirse con una tempestad de aplausos, al tiempo que las lágrimas corrían por sus mejillas.
En las iglesias los pastores predicaban devoción a la bandera y al país, y en favor de nuestra noble causa imploraban ayuda al Dios de las batallas con una elocuencia tan efusiva y fervorosa que conmovía a todos los oyentes. De hecho, era una época próspera y alegre, y los pocos espíritus temerarios que se aventuraban a desaprobar la guerra y a albergar alguna duda sobre su rectitud, enseguida recibían un castigo tan duro y severo que, para su propia seguridad, inmediatamente retrocedían espantados y no volvían a ofender en ese sentido.
Llegó el domingo por la mañana. Al día siguiente los batallones partirían hacia el frente. La iglesia estaba a rebosar. Y allí estaban los voluntarios, con sus rostros iluminados por visiones y sueños milicianos. ¡El austero avance de tropas, el ímpetu incontenible, el ataque desenfrenado, los sables relucientes, la huida del enemigo, el tumulto, el humo envolvente, la búsqueda feroz y la rendición! ¡Y luego, de regreso al hogar, los héroes condecorados, bienvenidos, venerados, inmersos en un mar de oro de gloria! Al lado de los voluntarios se sentaban sus seres queridos, orgullosos, contentos y envidiados por los vecinos y amigos que no tenían hijos o hermanos a quienes enviar al campo de honor, para vencer por la bandera o, caso contrario, sucumbir a la más noble de las muertes nobles.
El servicio religioso continuó. Se leyó un capítulo del Antiguo Testamento sobre la guerra y se rezó la primera plegaria, seguida de un estallido del órgano que sacudió el edificio. Y de un impulso la congregación se levantó con brillo en los ojos y latidos en el corazón: «¡Dios Todopoderoso! ¡Tú que ordenas, el trueno es tu trompeta y el rayo tu espada!».
Después vino la oración larga. Nadie recordaba algo semejante por lo apasionado de la súplica y lo conmovedor y bello de su lenguaje. En esencia, la oración pedía al Padre de todos nosotros, benigno y siempre misericordioso, que velara por nuestros nobles y jóvenes soldados y les proporcionara auxilio, consuelo y ánimo en el afán de su patriótica tarea; que les bendijera y protegiera con Su poderosa mano en la batalla; que les fortaleciera y les diera confianza para que fueran invencibles en el ataque sangriento; que les ayudara a aplastar al enemigo y les concediera, tanto a ellos como a su patria y su bandera, la gloria y el honor imperecederos.
Un anciano extraño entró y con paso lento y callado avanzó por el pasillo, con los ojos clavados en el clérigo. Tenía un cuerpo alto e iba vestido con una túnica que le llegaba a los pies, llevaba la cabeza descubierta, una vaporosa cascada de cabello cano le caía sobre los hombros y tenía la cara arrugada y exageradamente pálida, casi fantasmal. Llenos de asombro, todos le seguían con la mirada mientras se encaminaba al altar en silencio y sin pausa, hasta que se detuvo a la par del clérigo y se quedó allí esperando de pie.
El clérigo, con los ojos cerrados, no se había percatado de la presencia del extraño y prosiguió con su oración conmovedora hasta terminar con las siguientes palabras, pronunciadas con gran fervor: «¡Bendice nuestras almas, concédenos la victoria, Oh Señor Nuestro, Dios, Padre y Protector de nuestra tierra y, nuestra bandera!».
El extraño le tocó el brazo y le hizo señas para que se apartara —a lo que accedió el desconcertado clérigo— y ocupó su lugar. Durante unos momentos, con ojos solemnes que emanaban una luz extraordinaria, contempló detenidamente a la audiencia embelesada. Entonces con una voz profunda dijo:
—«Vengo del Trono. Soy portador de un mensaje de Dios Todopoderoso».
Las palabras golpearon a la congregación como en un seísmo; si el extraño lo percibió no hizo ningún caso.
—«Él ha escuchado la oración de Su siervo, vuestro pastor, y se concederán sus peticiones si ése es vuestro deseo después que yo, Su mensajero, os haya explicado su significado, es decir, todo su significado. Pues sucede lo que en la mayoría de las oraciones de los hombres; el que las pronuncia pide mucho más de lo que es consciente, salvo que se detenga y se ponga a meditar».
»Vuestro Siervo de Dios ha rezado su plegaria. ¿Ha reflexionado sobre lo que ha dicho? ¿Es acaso una sola oración? No; son dos —una pronunciada y la otra no—. Ambas han llegado a los oídos de Aquel que escucha todas las súplicas, tanto las anunciadas como las guardadas en silencio.
»Ponderad esto y guardadlo en la memoria. Si rezas una plegaria en tu beneficio ¡ten cuidado! no sea que sin querer invoques al mismo tiempo una maldición sobre el vecino. Si rezas una oración para que llueva sobre tu cosecha, mediante ese acto quizá estés implorando que caiga una maldición sobre la cosecha de alguno de tus vecinos que probablemente no necesite agua y resulte así dañada.
»Han escuchado la oración de Vuestro Siervo —la parte enunciada—. Yo he sido encargado por Dios para poner en palabras la otra parte, aquélla que el pastor —al igual que ustedes en sus corazones— rezaron en silencio. ¿Con ignorancia y sin reflexionar? ¡Dios asegura que así fue! Pensasteis estas palabras:
»Concédenos la victoria, Oh Señor Nuestro Dios. Eso es suficiente. La oración pronunciada está íntimamente ligada a esas palabras fecundas. No han sido necesarias las explicaciones. Cuando habéis rezado por la victoria, habéis rezado por las muchas consecuencias no mencionadas que resultan de la victoria —debe ser así y no se puede evitar—. El espíritu atento de Dios Padre acogió también la parte no pronunciada de la oración. Me encargó que la expresara con palabras. ¡Escuchad.
»Oh Señor, Padre nuestro, nuestros jóvenes patriotas, ídolos de nuestros corazones salen a batallar. ¡Mantente cerca de ellos! Con ellos partimos también nosotros —en espíritu— dejando atrás la dulce paz de nuestros hogares para aniquilar al enemigo.
»¡Oh Señor nuestro Dios, ayúdanos a destrozar a sus soldados y convertirlos en despojos sangrientos con nuestros disparos; ayúdanos a cubrir sus campos resplandecientes con la palidez de sus patriotas muertos; ayúdanos a ahogar el trueno de sus cañones con los quejidos de sus heridos que se retuercen de dolor. ayúdanos a destruir sus humildes viviendas con un huracán de fuego; ayúdanos a acongojar los corazones de sus viudas inofensivas con aflicción inconsolable; ayúdanos a echarlas de sus casas con sus niñitos para que deambulen desvalidos por la devastación de su tierra desolada, vestidos con harapos, hambrientos y sedientos, a merced de las llamas del sol de verano y los vientos helados del invierno, quebrados en espíritu, agotados por las penurias, te imploramos que tengan por refugio la tumba que se les niega —por el bien de nosotros que te adoramos.
»Señor, acaba con sus esperanzas, arruina sus vidas, prolonga su amargo peregrinaje, haz que su andar sea una carga, inunda su camino con sus lágrimas, tiñe la nieve blanca con la sangre de las heridas de sus pies!
»Te lo pedimos, animados por el amor a Aquel quien es Fuente de Amor, sempiterno y seguro refugio y amigo de todos aquellos que padecen. A Él, humildes y contritos, pedimos Su ayuda. Amén».
(Después de una pausa)
—«Así es como lo habéis rezado. ¡Si todavía lo deseáis, hablad! El mensajero del Altísimo aguarda».
Más tarde se creyó que el hombre era un lunático porque no tenía sentido nada de lo que había dicho.

Roberto, LXVI

Es la cosa que tratando de recordar lo que te dije hace un año, descubro que una foto que puse prestada voló, así, sin avisar. Y aunque nada me costó tomarla, que ni permiso pedí a su propiedad, tampoco son modales suprimirla a la chita callando.
Ya he tomado medidas, y aquel post está restaurado, aunque ya no es original.
Pues es el caso que, siendo hoy tu cumpleaños, a ti te corresponde ocupar por derecho este lugar. Y lo más a mano que tengo, a parte de fotos que sólo a mí y a ti interesan, son unas referencias tuyas encontradas en Internet.  Algo tienes publicado y tu nombre está citado como colaborador en varios sitios. Como ahora te ha dado por investigar en archivos y bibliotecas, estás rescatando del olvido nombres que tuvieron su qué, pero ahora ya no cuentan.
Tal es, por ejemplo, un comentario tuyo sobre Clara del Rey, villalonense de pro, y tal vez emparentada con nosotros a través del apellido Calvo; fue heroína del 2 de mayo madrileño, y por allá aún la recuerdan. Dijiste sobre ella mucho más de lo que se puede encontrar en Wikipedia.
Y si hablamos de castillos, de los de Palencia también sabes suficiente como para que te lo agradezcan colocándote entre los informadores documentados.
Pues no digamos sobre historia de nuestro pueblo, Castromocho; allí también te has explayado.
Sin embargo, a mí me tira mucho más, y me apetece también, recordar que por tu culpa yo empecé a ser lector. Una de las historias que primero conocí gracias a ti me resultó tan atractiva, divertida y aventurera, que voy a ver si puedo colocar aquí siquiera su principio.
Helo ahí



¡Tom!
Silencio.
-¡Tom!
Silencio.
-¡Dónde andará metido ese chico!... ¡Tom!
La anciana se bajó los anteojos y miró, por encima, alrededor del cuarto; después se los subió a la frente y miró por debajo. Rara vez o nunca miraba a través de los cristales a cosa de tan poca importancia como un chiquillo: eran aquéllos los lentes de ceremonia, su mayor orgullo, construidos por ornato antes que para servicio, y no hubiera visto mejor mirando a través de un par de mantas. Se quedó un instante perpleja y dijo, no con cólera, pero lo bastante alto para que la oyeran los muebles:
-Bueno; pues te aseguro que si te echo mano te voy a...
No terminó la frase, porque antes se agachó dando estocadas con la escoba por debajo de la cama; así es que necesitaba todo su aliento para puntuar los escobazos con resoplidos. Lo único que consiguió desenterrar fue el gato.
-¡No se ha visto cosa igual que ese muchacho!
Fue hasta la puerta y se detuvo allí, recorriendo con la mirada las plantas de tomate y las hierbas silvestres que constituían el jardín. Ni sombra de Tom. Alzó, pues, la voz a un ángulo de puntería calculado para larga distancia y gritó:
-¡Tú! ¡Toooom!
Oyó tras de ella un ligero ruido y se volvió a punto para atrapar a un muchacho por el borde de la chaqueta y detener su vuelo.
-¡Ya estás! ¡Que no se me haya ocurrido pensar en esa despensa!... ¿Qué estabas haciendo ahí?
-Nada.
-¿Nada? Mírate esas manos, mírate esa boca... ¿Qué es eso pegajoso?
-No lo sé, tía.
-Bueno; pues yo sí lo sé. Es dulce, eso es. Mil veces te he dicho que como no dejes en paz ese dulce te voy a despellejar vivo. Dame esa vara.
La vara se cernió en el aire. Aquello tomaba mal cariz.
-¡Dios mío! ¡Mire lo que tiene detrás, tía!
La anciana giró en redondo, recogiéndose las faldas para esquivar el peligro; y en el mismo instante escapó el chico, se encaramó por la alta valla de tablas y desapareció tras ella. Su tía Polly se quedó un momento sorprendida y después se echó a reír bondadosamente.
-¡Diablo de chico! ¡Cuándo acabaré de aprender sus mañas! ¡Cuántas jugarretas como ésta no me habrá hecho, y aún le hago caso! Pero las viejas bobas somos más bobas que nadie. Perro viejo no aprende gracias nuevas, como suele decirse. Pero, ¡Señor!, si no me la juega del mismo modo dos días seguidos, ¿cómo va una a saber por dónde irá a salir? Parece que adivina hasta dónde puede atormentarme antes de que llegue a montar en cólera, y sabe, el muy pillo, que si logra desconcertarme o hacerme reír ya todo se ha acabado y no soy capaz de pegarle. No; la verdad es que no cumplo mi deber para con este chico: ésa es la pura verdad. Tiene el diablo en el cuerpo; pero, ¡qué le voy a hacer! Es el hijo de mi pobre hermana difunta, y no tengo entrañas para zurrarle. Cada vez que le dejo sin castigo me remuerde la conciencia, y cada vez que le pego se me parte el corazón. ¡Todo sea por Dios! Pocos son los días del hombre nacido de mujer y llenos de tribulación, como dice la Escritura, y así lo creo. Esta tarde se escapará del colegio y no tendré más remedio que hacerle trabajar mañana como castigo. Cosa dura es obligarle a trabajar los sábados, cuando todos los chicos tienen asueto; pero aborrece el trabajo más que ninguna otra cosa, y, o soy un poco rígida con él, o me convertiré en la perdición de ese niño.
Tom hizo rabona, en efecto, y lo pasó en grande. Volvió a casa con el tiempo justo para ayudar a Jim, el negrito, a aserrar la leña para el día siguiente y hacer astillas antes de la cena; pero, al menos, llegó a tiempo para contar sus aventuras a Jim mientras éste hacía tres cuartas partes de la tarea. Sid, el hermano menor de Tom o mejor dicho, hermanastro, ya había dado fin a la suya de recoger astillas, pues era un muchacho tranquilo, poco dado a aventuras ni calaveradas. Mientras Tom cenaba y escamoteaba terrones de azúcar cuando la ocasión se le ofrecía, su tía le hacía preguntas llenas de malicia y trastienda, con el intento de hacerle picar el anzuelo y sonsacarle reveladoras confesiones. Como otras muchas personas, igualmente sencillas y candorosas, se envanecía de poseer un talento especial para la diplomacia tortuosa y sutil, y se complacía en mirar sus más obvios y transparentes artificios como maravillas de artera astucia.
Así, le dijo:
-Hacía bastante calor en la escuela, Tom; ¿no es cierto?
-Sí, señora.
-Muchísimo calor, ¿verdad?
-Sí, señora.
-¿Y no te entraron ganas de irte a nadar?
Tom sintió una vaga escama, un barrunto de alarmante sospecha. Examinó la cara de su tía Polly, pero nada sacó en limpio. Así es que contestó:
-No, tía; vamos..., no muchas.
La anciana alargó la mano y le palpó la camisa.
-Pero ahora no tienes demasiado calor, con todo.
Y se quedó tan satisfecha por haber descubierto que la camisa estaba seca sin dejar traslucir que era aquello lo que tenía en las mientes. Pero bien sabía ya Tom de dónde soplaba el viento. Así es que se apresuró a parar el próximo golpe.
-Algunos chicos nos estuvimos echando agua por la cabeza. Aún la tengo húmeda. ¿Ve usted?
La tía Polly se quedó mohína, pensando que no había advertido aquel detalle acusador, y además le había fallado un tiro. Pero tuvo una nueva inspiración.
-Dime, Tom: para mojarte la cabeza ¿no tuviste que descoserte el cuello de la camisa por donde yo te lo cosí? ¡Desabróchate la chaqueta!
Toda sombra de alarma desapareció de la faz de Tom. Abrió la chaqueta. El cuello estaba cosido, y bien cosido.
-¡Diablo de chico! Estaba segura de que habrías hecho rabona y de que te habrías ido a nadar. Me parece, Tom, que eres como gato escaldado, como suele decirse, y mejor de lo que pareces. Al menos, por esta vez.
Le dolía un poco que su sagacidad le hubiera fallado, y se complacía de que Tom hubiera tropezado y caído en la obediencia por una vez.
Pero Sid dijo:
-Pues mire usted: yo diría que el cuello estaba cosido con hilo blanco y ahora es negro.
-¡Cierto que lo cosí con hilo blanco! ¡Tom!
Pero Tom no esperó el final. Al escapar gritó desde la puerta:
-Siddy, buena zurra te va a costar.
Ya en lugar seguro, sacó dos largas agujas que llevaba clavadas debajo de la solapa. En una había enrollado hilo negro, y en la otra, blanco.
«Si no es por Sid no lo descubre. Unas veces lo cose con blanco y otras con negro. ¡Por qué no se decidirá de una vez por uno a otro! Así no hay quien lleve la cuenta. Pero Sid me las ha de pagar, ¡reconcho!»
No era el niño modelo del lugar. Al niño modelo lo conocía de sobra, y lo detestaba con toda su alma.
Aún no habían pasado dos minutos cuando ya había olvidado sus cuitas y pesadumbres. No porque fueran ni una pizca menos graves y amargas de lo que son para los hombres las de la edad madura, sino porque un nuevo y absorbente interés las redujo a la nada y las apartó por entonces de su pensamiento, del mismo modo como las desgracias de los mayores se olvidan en el anhelo y la excitación de nuevas empresas. Este nuevo interés era cierta inapreciable novedad en el arte de silbar, en la que acababa de adiestrarle un negro, y que ansiaba practicar a solas y tranquilo. Consistía en ciertas variaciones a estilo de trino de pájaro, una especie de líquido gorjeo que resultaba de hacer vibrar la lengua contra el paladar y que se intercalaba en la silbante melodía. Probablemente el lector recuerda cómo se hace, si es que ha sido muchacho alguna vez. La aplicación y la perseverancia pronto le hicieron dar en el quid y echó a andar calle adelante con la boca rebosando armonías y el alma llena de regocijo. Sentía lo mismo que experimenta el astrónomo al descubrir una nueva estrella. No hay duda que en cuanto a lo intenso, hondo y acendrado del placer, la ventaja estaba del lado del muchacho, no del astrónomo.
Los crepúsculos caniculares eran largos. Aún no era de noche. De pronto Tom suspendió el silbido: un forastero estaba ante él; un muchacho que apenas le llevaba un dedo de ventaja en la estatura. Un recién llegado, de cualquier edad o sexo, era una curiosidad emocionante en el pobre lugarejo de San Petersburgo.
El chico, además, estaba bien trajeado, y eso en un día no festivo. Esto era simplemente asombroso. El sombrero era coquetón; la chaqueta, de paño azul, nueva, bien cortada y elegante; y a igual altura estaban los pantalones. Tenía puestos los zapatos, aunque no era más que viernes. Hasta llevaba corbata: una cinta de colores vivos. En toda su persona había un aire de ciudad que le dolía a Tom como una injuria. Cuanto más contemplaba aquella esplendorosa maravilla, más alzaba en el aire la nariz con un gesto de desdén por aquellas galas y más rota y desastrada le iba pareciendo su propia vestimenta. Ninguno de los dos hablaba.
Si uno se movía, se movía el otro, pero sólo de costado, haciendo rueda. Seguían cara a cara y mirándose a los ojos sin pestañear. Al fin, Tom dijo:
-Yo te puedo.
-Pues anda y haz la prueba.
-Pues sí que te puedo.
-¡A que no!
-¡A que sí!
-¡A que no!
Siguió una pausa embarazosa. Después prosiguió Tom:
-Y tú, ¿cómo te llamas?
-¿Y a ti que te importa?
-Pues si me da la gana vas a ver si me importa.
-¿Pues por qué no te atreves?
-Como hables mucho lo vas a ver.
-¡Mucho..., mucho..., mucho!
-Tú te crees muy gracioso; pero con una mano atada atrás te podría dar una tunda si quisiera.
-¿A que no me la das?...
-¡Vaya un sombrero!
-Pues atrévete a tocármelo.
-Lo que eres tú es un mentiroso.
-Más lo eres tú.
-Como me digas esas cosas agarro una piedra y te la estrello en la cabeza.
-¡A que no!
-Lo que tú tienes es miedo.
-Más tienes tú.
Otra pausa, y más miradas, y más vueltas alrededor. Después empezaron a empujarse hombro con hombro.
-Vete de aquí -dijo Tom.
-Vete tú -contestó el otro.
-No quiero.
-Pues yo tampoco.
Y así siguieron, cada uno apoyado en una pierna como en un puntal, y los dos empujando con toda su alma y lanzándose furibundas miradas. Pero ninguno sacaba ventaja. Después de forcejear hasta que ambos se pusieron encendidos y arrebatados los dos cedieron en el empuje, con desconfiada cautela, y Tom dijo:
-Tú eres un miedoso y un cobarde. Voy a decírselo a mi hermano grande, que te puede deshacer con el dedo meñique.
-¡Pues sí que me importa tu hermano! Tengo yo uno mayor que el tuyo y que si lo coge lo tira por encima de esa cerca. (Ambos hermanos eran imaginarios.)
-Eso es mentira.
-¡Porque tú lo digas!
Tom hizo una raya en el polvo con el dedo gordo del pie y dijo:
-Atrévete a pasar de aquí y soy capaz de pegarte hasta que no te puedas tener. El que se atreva se la gana.
El recién venido traspasó en seguida la raya y dijo:
Ya está: a ver si haces lo que dices.
-No me vengas con ésas; ándate con ojo.
-Bueno, pues ¡a que no lo haces!
-¡A que sí! Por dos centavos lo haría.
El recién venido sacó dos centavos del bolsillo y se los alargó burlonamente.
Tom los tiró contra el suelo.
En el mismo instante rodaron los dos chicos, revolcándose en la tierra, agarrados como dos gatos, y durante un minuto forcejearon asiéndose del pelo y de las ropas, se golpearon y arañaron las narices, y se cubrieron de polvo y de gloria. Cuando la confusión tomó forma, a través de la polvareda de la batalla apareció Tom sentado a horcajadas sobre el forastero y moliéndolo a puñetazos.
-¡Date por vencido!
El forastero no hacía sino luchar para libertarse. Estaba llorando, sobre todo de rabia.
-¡Date por vencido! -y siguió el machacamiento.
Al fin el forastero balbuceó un «me doy», y Tom le dejó levantarse y dijo:
-Eso, para que aprendas. Otra vez ten ojo con quién te metes.
El vencido se marchó sacudiéndose el polvo de la ropa, entre hipos y sollozos, y de cuando en cuando se volvía moviendo la cabeza y amenazando a Tom con lo que le iba a hacer «la primera vez que lo sorprendiera». A lo cual Tom respondió con mofa, y se echó a andar con orgulloso continente. Pero tan pronto como volvió la espalda, su contrario cogió una piedra y se la arrojó, dándole en mitad de la espalda, y en seguida volvió grupas y corrió como un antílope. Tom persiguió al traidor hasta su casa, y supo así dónde vivía. Tomó posiciones por algún tiempo junto a la puerta del jardín y desafió a su enemigo a salir a campo abierto; pero el enemigo se contentó con sacarle la lengua y hacerle muecas detrás de la vidriera. Al fin apareció la madre del forastero, y llamó a Tom malo, tunante v ordinario, ordenándole que se largase de allí. Tom se fue, pero no sin prometer antes que aquel chico se las había de pagar.
Llegó muy tarde a casa aquella noche, y al encaramarse cautelosamente a la ventana cayó en una emboscada preparada por su tía, la cual, al ver el estado en que traía las ropas, se afirmó en la resolución de convertir el asueto del sábado en cautividad y trabajos forzados.
(Las Aventuras de Tom Sawyer. Mark Twain. Capítulo 1º)

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