Yo soy de los tiempos de Ángel Álvarez. Le acompañé en el vuelo 605 muchas noches, tantas que ni recuerdo.
Ahora disfruto con muchos: Diego A. Manrique, Tomás Fernando Flores, Julián Ruiz, Manolo Ferreras, Chema Rey y Jesús Ordovás. De la tres, por supuesto, cómo se os ocurre preguntar.
Pero yo soy de Ángel Álvarez. Lo soy porque con él descubrí la música, la saboreé, la aprendí, la soñé, la grabé, la tengo guardada y ahora la recuerdo.
Aquel vuelo era mi rincón oculto, mi secreto privado, mi oasis personal.
Durante el día, con la chavalada del pueblo, jugábamos, recorríamos campos y laderas, cantábamos con la guitarra, y escandalizábamos a la personas decentes que movían la cabeza y no pensaban mal, no, que del señor cura no se duda. Pero…
En verano, para más inri, estaba también la piscina de Meneses. Y las fiestas de los pueblos. Y bailar en panda, haciendo corro, dejando a los del otro pueblo flipando en colores. Al grito de que vienen los de Montealegre no había quien nos arrugara, la juerga era segura. No había ánimo caído que no se izara del todo cuando llegábamos en tromba.
Es verdad que los domingos y a falta de otras diversiones, la música atronaba en lo que fue cuadra y todos movíamos el esqueleto con los sones discotequeros que no podíamos disfrutar en La Oca, la sala de fiestas más importante y también la única que existía en toda la zona de Campos. No teníamos edad, pero no nos importaba.
Pero luego, ya solo en casa, era Ángel Álvarez mi compañero. No importaba que fuera en la rectoral. Allí sonaron Emmylou Harris, Peter, Paul and Mary, Pete Seeger, Creedence, Janis Joplin, Donovan, Bob Dylan, King Crimson, Jetro Tull, Joan Baez, los Rolling, los Pink, los Tangerine, Jimi Hendrix, Rick Wakeman, Jim Morrison y The Doors, los Moody Blues, Don Maclean, Joe Cocker, los Doobie Brothers, Alan White, Wiskey David…
Ángel Álvarez hablaba mientras yo, desde la cama (hacía un frío que pelaba), oía su voz pausada y armoniosa, cálida y sugerente, que iba introduciendo cada pieza, cada autor, cada grupo. Y cuando callaba él, yo apretaba el botón de la grabadora, y robaba la canción, me la quedaba. Y ahora la tengo, las tengo todas, muchas, muchísimas. Las he escuchado tantas veces que ya no se pueden oír, que van lentas y deformadas en casetes estiradas y arrugadas, pero sigo soñando con ellas. Aquí las tengo, debidamente colocadas en su estantería de la pared.
Me descargué muchas, y sin pasar por taquilla. Cientos. ¿Cientos? ¡Miles!
Ahora duermen. Hace años que no las pongo. Me acuerdo de él, de Ángel Álvarez, cuando escucho las mismas canciones, que él traía en su vuelo 506 de los Estados Unidos, visionando en youtube, o en descargas que me facilita una tramposa herramienta que me he mercado en Internete.
Estoy seguro que Ángel Álvarez, si hubiera podido hacerlo, no habría cargado bajo el brazo tanto LP en sus vuelos; habría, simplemente, conectado su pc a la red.
Sólo conocí su voz. Ahora sé algo más de él.
Ahora disfruto con muchos: Diego A. Manrique, Tomás Fernando Flores, Julián Ruiz, Manolo Ferreras, Chema Rey y Jesús Ordovás. De la tres, por supuesto, cómo se os ocurre preguntar.
Pero yo soy de Ángel Álvarez. Lo soy porque con él descubrí la música, la saboreé, la aprendí, la soñé, la grabé, la tengo guardada y ahora la recuerdo.
Aquel vuelo era mi rincón oculto, mi secreto privado, mi oasis personal.
Durante el día, con la chavalada del pueblo, jugábamos, recorríamos campos y laderas, cantábamos con la guitarra, y escandalizábamos a la personas decentes que movían la cabeza y no pensaban mal, no, que del señor cura no se duda. Pero…
En verano, para más inri, estaba también la piscina de Meneses. Y las fiestas de los pueblos. Y bailar en panda, haciendo corro, dejando a los del otro pueblo flipando en colores. Al grito de que vienen los de Montealegre no había quien nos arrugara, la juerga era segura. No había ánimo caído que no se izara del todo cuando llegábamos en tromba.
Es verdad que los domingos y a falta de otras diversiones, la música atronaba en lo que fue cuadra y todos movíamos el esqueleto con los sones discotequeros que no podíamos disfrutar en La Oca, la sala de fiestas más importante y también la única que existía en toda la zona de Campos. No teníamos edad, pero no nos importaba.
Pero luego, ya solo en casa, era Ángel Álvarez mi compañero. No importaba que fuera en la rectoral. Allí sonaron Emmylou Harris, Peter, Paul and Mary, Pete Seeger, Creedence, Janis Joplin, Donovan, Bob Dylan, King Crimson, Jetro Tull, Joan Baez, los Rolling, los Pink, los Tangerine, Jimi Hendrix, Rick Wakeman, Jim Morrison y The Doors, los Moody Blues, Don Maclean, Joe Cocker, los Doobie Brothers, Alan White, Wiskey David…
Ángel Álvarez hablaba mientras yo, desde la cama (hacía un frío que pelaba), oía su voz pausada y armoniosa, cálida y sugerente, que iba introduciendo cada pieza, cada autor, cada grupo. Y cuando callaba él, yo apretaba el botón de la grabadora, y robaba la canción, me la quedaba. Y ahora la tengo, las tengo todas, muchas, muchísimas. Las he escuchado tantas veces que ya no se pueden oír, que van lentas y deformadas en casetes estiradas y arrugadas, pero sigo soñando con ellas. Aquí las tengo, debidamente colocadas en su estantería de la pared.
Me descargué muchas, y sin pasar por taquilla. Cientos. ¿Cientos? ¡Miles!
Ahora duermen. Hace años que no las pongo. Me acuerdo de él, de Ángel Álvarez, cuando escucho las mismas canciones, que él traía en su vuelo 506 de los Estados Unidos, visionando en youtube, o en descargas que me facilita una tramposa herramienta que me he mercado en Internete.
Estoy seguro que Ángel Álvarez, si hubiera podido hacerlo, no habría cargado bajo el brazo tanto LP en sus vuelos; habría, simplemente, conectado su pc a la red.
Sólo conocí su voz. Ahora sé algo más de él.
por Iñaki GabilondoPiloto y locutor de radio. Su “Vuelo 605”, programa musical que presentaba y que le hizo popular, es sólo parte de su carrera. Fue cabo de radio durante la Guerra Civil, radiotelegrafista de Iberia, creador del primer servicio meteorológico de dicha compañía y, por fin comentarista musical, oficio que desempeñaría desde 1960.
Yo le llamaba la voz de menta. Es mucho lo que aportó por lo que se refiere al fondo y por lo que se refiere a la forma. Por lo que se refiere al fondo porque nos trajo noticia de un mundo que no conocíamos a través de una música que no podíamos ni imaginar. No nos traía solamente novedades musicales, nos traía junto a ellas la buena nueva de que existía un mundo fuera del nuestro donde se respiraban otros aires, aires de libertad. Yo entonces lo asociaba con esa especie de alma caritativa que entra en una habitación cerrada en la que te asfixias y abre las ventanas de par en par. Respecto a la forma, en esa especie de acrobacia sonora que hacía, porque Ángel Álvarez y su voz de menta era una pequeña impostura radiofónica, porque Ángel Álvarez cuando no hablaba ante el micrófono, ni tenía la misma voz, ni hablaba así, tenía casi la misma voz y hablaba casi así, pero no exactamente. Porque cuando comunicaba esa buena nueva te la comunicaba a ti solo, era una comunicación cálida, directa, personal, y tú tenías la impresión de que todo ese viaje que él había hecho y todo ese saco lleno de tesoros musicales te los había traído sólo para ti. Luego uno iba descubriendo que esa era una gigantesca familia, pero la capacidad de contar las cosas como quien está compartiendo contigo un secreto, como quien te está haciendo una confidencia era la segunda de las aportaciones de este hombre a quien yo tuve la oportunidad de conocer de cerca y de querer mucho.