Esta mañana, al
embozarme en la bufanda blanca, pensé en ti. Te pedí otra bufanda que fuera
larga, y blanca. La marrón, aquella que tejiste cuando me dejaste ir a Madrid,
sigue estando al uso, pero hace mucho tiempo que dejó de abrigar. Ésta, sin
embargo, conserva todo, absolutamente todo lo que se necesita para envolverme
en ella todo entero y sentirme dentro de ella acobijado.
Pero ya no es blanca.
Ahora tira a ceniza. Como esa nieve que tras pisarla una y otra vez sigue
estando fría pero ya no relumbra, casi parece barro. Tengo que lavarla, me dije
mientras dejaba llevarme por los tirones de Gumi. ¿Conseguiré que resplandezca?
Sin embargo, como en esos momentos aún el sol estaba oculto, la luz del
amanecer se reflejaba sobre ella y la hacía resaltar. No lo vi, sólo imaginé.
Luego, dejó de preocuparme su blancura, su limpieza, y si alguien con quien me
cruzara pudiera pensar que soy un descuidado y hasta un poco cerdo. No hubo
ocasión, porque el paseo fue solitario tanto a la ida como a la vuelta.
Te escribo esto
porque necesito decir que ahora existe una cosa que se mete por la cabeza y se
ciñe al cuello, permitiendo una variedad de posiciones que hacen las veces de
pasamontañas, gorro, fular, bufanda, cuello alto, cuello abierto y otras cien
mil cosas más. Hay quien se ofrece a regalármela. Sin embargo quiero seguir con
mis bufandas. La blanca para enroscarme en ella cuando voy en bici o ando por
el campo. La marrón y amarillo para fardar de progre. Como entonces, cuando con
veinte años me largué a Madrid, y no quería parecer un muchachito de
provincias.
Como si el reloj
hubiera dejado de marcar el tiempo, al volver a casa miro en el armario la
colección de jerséis que llevan tu marca y que uso muy de vez en cuando. No
aguanto el calor que dan, y duermen a la espera de que por mi cuerpo la sangre
corra más despacio y los necesite.
Hoy es tu onomástica,
y sigues con la misma edad de siempre. Yo sí avanzo en el tiempo, mientras que
mi espacio parece haberse reducido hasta encogerse en este poquitín. Aún así doy toda la impresión de que
retrocedo en lo primero –estás más joven, cuánto has adelgazado, te mantienes
en forma, no tienes la barriga propia de tu edad– y me extiendo en lo segundo
–te llamé y no contestaste, no estabas en casa, no dimos contigo, nadie pudo
dar explicación de ti.
Pero ni lo uno ni lo
otro. Estoy bien, que es decir mucho. Hago lo que puedo, o casi, que no es
decir demasiado.
Y como ya se me
acaban las palabras, termino como siempre: oyéndote decir que no te bese, que
tienes la cara muy arrugada. Pero como a mí eso no me importa, aguántame, que
soy tu hijo.