He interrumpido la lectura/estudio de un largo artículo de Andrés Torres Queiruga, “Repensar la Resurrección” (Editorial: Trotta, S.A., 2003, 20,00 €), porque tengo que comunicaros que se me ha muerto el pez.
Tal vez os parecerá una bobada, pero es mi bobada.
Hace ya…, ni me acuerdo el tiempo, que llegó a eso del atardecer Francisco, un vecino y parroquiano; traía en una mano la caña y en otra un cubo mediado de agua. El buen hombre se había pasado un buen rato pescando en la charca; él practica lo que llaman pesca sin muerte: devuelve lo que cobra. Claro que lo que cobra son pececillos que no valdrían ni para llenar un bocado.
Dicen que hace tiempo alguien tiró al río la pecera que le regalaron en cierta ocasión. Desde entonces en las acequias de riego hay pececillos, unos de colores y otros grises.
Porque mi barrio tiene, perdón, tenía acequia. Hace de esto ya mucho, mucho tiempo. Porque mi barrio estaba en medio de la nada, una nada cultivada o en erial, porque ya estaban encima, amenazantes, las urbanizaciones de adosados. La acequia atravesaba el barrio, y por ella corría un hilín de agua. Para poder aprovecharlo, un agricultor profundizó y amuralló un cornijal de su tierra y ahí, conectándolo con la acequia, tenía su alberca. Ni grande, ni pequeña, lo justo. Era casi como una piscina de pueblo, tierra todo alrededor. El verano, rebosante; el invierno, un barrizal.
En ese estanque regadil los chavales del barrio se bañaban y pescaban, porque llegaron los peces. Y ahí pescó Francisco lo que me trajo aquel día en el caldero.
La pesca maravillosa de aquel día fueron cinco peces de estanque, más bien de pecera, o sea, de unos tres o cuatro centímetros más o menos.
Cogí el encargo que me traía Francisco, a todo esto emigrante y jubilado en Francia, más teniente que audiente, palentino del norte y casado con la Conso, la mujer más vieja del barrio. Un encargo así no se puede improvisar dónde instalarlo, de modo que en aquel momento lo situé en la bañera, con una cuarta de agua.
Al día siguiente, en el taller de enfrente (que ahora es una iglesia sui generis, la iglesia de mi parroquia) que trajinaban metales, me merqué restos del aluminio con el que hacían cerrajería varia, -puertas, ventanas, galerías- y con unos vidrios y masilla, fabriqué todo un señor acuario. 36 litros, eso es lo que cabía.
Y ahí eché la pesca. No os he dicho que Francisco cuando llenó su cubo con agua de la charca cazó otro pez, más bien pececín, casi invisible, que fue también a la bañera, y después al flamante acuario que me había construido. Medía exactamente medio centímetro, que lo medí, y era tan fino que si estaba de frente, parecía la cabeza de un alfiler, y si estaba de lateral, un trozo de hilo dentro del agua. Nunca había visto una cosa tan pequeña, y tan viva.
Pasó el tiempo, fueron cayendo peces a un ritmo descompasado: uno a los pocos días, otros algunos meses después, y llegó un momento en que sólo quedó el pequeñín.
Ni que decir tiene que le busqué compañeros; en ocasiones pidiéndoselos a los chavales con caña; en otras, en una tienda de animales de la ciudad. No hubo manera de que la compañía fuera duradera. Al final siempre quedaba el pezqueñín.
Y así ha sido hasta ahora, en que acabo de ver que él también se ha muerto.
He de decir en su honor que nunca emitió más sonido que el chapoteo, en la noche, cuando me acercaba con las escamas de alimento que él recibía con ansia.
Nunca le puse nombre. Nunca respondió de manera que fuera inteligible para mí, salvo la ya mencionada. Nunca se quejó ni del agua, ni de la luz artificial que le puse encima, para que en la noche yo pudiera disfrutar mientras cenaba de sus movimientos suaves y armoniosos. Nunca, tampoco, se quejó de la comida. Fue, simplemente, un compañero, cuya presencia nunca fue molesta. Ignoro, a estas alturas, si yo lo fui para él.
Decir ahora cuántos niños y niñas se agacharon en mi cuarto de estar a contemplarlo es hablar de un barrio que fue isla en medio del campo y ahora es la prolongación de la ciudad, que por aquí se ha extendido en construcciones modernas que, barriendo todo lo que había, -acequia, cultivos, fincas-, se ha convertido en una zona guay, que pronto tendrá su campo de golf, que ya tiene clubes sociales varios y de piscinas, ni os cuento. Y dos rondas, la interior y la exterior, que directamente no crucifican.
Y es también hablar de un tiempo en que los niños jugaban en el campo, en la calle, en la acequia. Y los jubilados no tenían que mirar para ambos lados antes de ir a ninguna parte, porque de coches, poquitos. Y las vecinas se sentaban a la puerta a jugar a la brisca después de haber hecho las labores. Y alguien venía con unos tomates de su huerta, y te ofrecía para la cena…
De modo que calculando a ojo de buen cubero, el pobre pez mío, que acaba de morir, puede ser que tuviera unos veinte años. Toda una vida.
¿Qué será ahora del acuario? ¿Cómo ocupar el espacio que hasta ahora ha sido el suyo, y que ya no tiene sentido que mantenga?
¿Dónde buscar algún pez que quiera venirse a vivir conmigo?
That is the question.
Tal vez os parecerá una bobada, pero es mi bobada.
Hace ya…, ni me acuerdo el tiempo, que llegó a eso del atardecer Francisco, un vecino y parroquiano; traía en una mano la caña y en otra un cubo mediado de agua. El buen hombre se había pasado un buen rato pescando en la charca; él practica lo que llaman pesca sin muerte: devuelve lo que cobra. Claro que lo que cobra son pececillos que no valdrían ni para llenar un bocado.
Dicen que hace tiempo alguien tiró al río la pecera que le regalaron en cierta ocasión. Desde entonces en las acequias de riego hay pececillos, unos de colores y otros grises.
Porque mi barrio tiene, perdón, tenía acequia. Hace de esto ya mucho, mucho tiempo. Porque mi barrio estaba en medio de la nada, una nada cultivada o en erial, porque ya estaban encima, amenazantes, las urbanizaciones de adosados. La acequia atravesaba el barrio, y por ella corría un hilín de agua. Para poder aprovecharlo, un agricultor profundizó y amuralló un cornijal de su tierra y ahí, conectándolo con la acequia, tenía su alberca. Ni grande, ni pequeña, lo justo. Era casi como una piscina de pueblo, tierra todo alrededor. El verano, rebosante; el invierno, un barrizal.
En ese estanque regadil los chavales del barrio se bañaban y pescaban, porque llegaron los peces. Y ahí pescó Francisco lo que me trajo aquel día en el caldero.
La pesca maravillosa de aquel día fueron cinco peces de estanque, más bien de pecera, o sea, de unos tres o cuatro centímetros más o menos.
Cogí el encargo que me traía Francisco, a todo esto emigrante y jubilado en Francia, más teniente que audiente, palentino del norte y casado con la Conso, la mujer más vieja del barrio. Un encargo así no se puede improvisar dónde instalarlo, de modo que en aquel momento lo situé en la bañera, con una cuarta de agua.
Al día siguiente, en el taller de enfrente (que ahora es una iglesia sui generis, la iglesia de mi parroquia) que trajinaban metales, me merqué restos del aluminio con el que hacían cerrajería varia, -puertas, ventanas, galerías- y con unos vidrios y masilla, fabriqué todo un señor acuario. 36 litros, eso es lo que cabía.
Y ahí eché la pesca. No os he dicho que Francisco cuando llenó su cubo con agua de la charca cazó otro pez, más bien pececín, casi invisible, que fue también a la bañera, y después al flamante acuario que me había construido. Medía exactamente medio centímetro, que lo medí, y era tan fino que si estaba de frente, parecía la cabeza de un alfiler, y si estaba de lateral, un trozo de hilo dentro del agua. Nunca había visto una cosa tan pequeña, y tan viva.
Pasó el tiempo, fueron cayendo peces a un ritmo descompasado: uno a los pocos días, otros algunos meses después, y llegó un momento en que sólo quedó el pequeñín.
Ni que decir tiene que le busqué compañeros; en ocasiones pidiéndoselos a los chavales con caña; en otras, en una tienda de animales de la ciudad. No hubo manera de que la compañía fuera duradera. Al final siempre quedaba el pezqueñín.
Y así ha sido hasta ahora, en que acabo de ver que él también se ha muerto.
He de decir en su honor que nunca emitió más sonido que el chapoteo, en la noche, cuando me acercaba con las escamas de alimento que él recibía con ansia.
Nunca le puse nombre. Nunca respondió de manera que fuera inteligible para mí, salvo la ya mencionada. Nunca se quejó ni del agua, ni de la luz artificial que le puse encima, para que en la noche yo pudiera disfrutar mientras cenaba de sus movimientos suaves y armoniosos. Nunca, tampoco, se quejó de la comida. Fue, simplemente, un compañero, cuya presencia nunca fue molesta. Ignoro, a estas alturas, si yo lo fui para él.
Decir ahora cuántos niños y niñas se agacharon en mi cuarto de estar a contemplarlo es hablar de un barrio que fue isla en medio del campo y ahora es la prolongación de la ciudad, que por aquí se ha extendido en construcciones modernas que, barriendo todo lo que había, -acequia, cultivos, fincas-, se ha convertido en una zona guay, que pronto tendrá su campo de golf, que ya tiene clubes sociales varios y de piscinas, ni os cuento. Y dos rondas, la interior y la exterior, que directamente no crucifican.
Y es también hablar de un tiempo en que los niños jugaban en el campo, en la calle, en la acequia. Y los jubilados no tenían que mirar para ambos lados antes de ir a ninguna parte, porque de coches, poquitos. Y las vecinas se sentaban a la puerta a jugar a la brisca después de haber hecho las labores. Y alguien venía con unos tomates de su huerta, y te ofrecía para la cena…
De modo que calculando a ojo de buen cubero, el pobre pez mío, que acaba de morir, puede ser que tuviera unos veinte años. Toda una vida.
¿Qué será ahora del acuario? ¿Cómo ocupar el espacio que hasta ahora ha sido el suyo, y que ya no tiene sentido que mantenga?
¿Dónde buscar algún pez que quiera venirse a vivir conmigo?
That is the question.