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Alegoría de la Prudencia. Luca Giordano |
He tenido en mi vida compañeros prudentes. Así decían
de ellos los superiores, así también lo entendíamos nosotros, sus
condiscípulos. Claro que al referirles la prudencia, queríamos decir que eran
medidos en las palabras y en las expresiones, ajustados siempre al debido orden
y de tan en el medio de cualquier cosa que ellos, y sólo ellos, encarnaban la
virtud.
Yo por supuesto que nunca me sentí
próximo ni parecido, aunque en cierto modo envidiara su circunspección; más de una
vez me descubrí pensando ¡quién fuera así! No, yo les rebasaba por la
izquierda. Y no por propia voluntad, tal vez fuera por espíritu de
contradicción, por llevar la contraria. Tal era el montón del grupo que les
superaba por la derecha.
En mi casa nunca se usó esa palabra, y
creo que tampoco el contenido. Quizás fuera mi padre quien estuviera algo
atento a la prudencia, los demás muy poco, o nada.
No sé por qué esta noche me ha dado
por pensar en ella. He vuelto al diccionario, para no errar masivamente,
y esto me ha dicho: Prudente es la persona que discierne y
distingue lo que es bueno o malo, para seguirlo o huir de ello. Y añade además
estas características que le adornan: Templanza, cautela, moderación, sensatez,
buen juicio.
En mi acerbo particular,
la prudencia es esa cualidad por la cual mido mis acciones para no tener que
lamentar sus consecuencias; no me expongo insensatamente al qué dirán; no hago
o realizo actividades peligrosas de las que no pueda salir con bien, o sea sano
y salvo; miro los niveles del corsa antes de salir a la carretera para no correr el
riesgo de quedarme parado en pleno campo; inspecciono y cierro grifos y
ventanas antes de marcharme de casa no vaya a inundarse por avería o diluvio.
Hay al menos dos
cosas que no me entran, o no me salen, y no sé por qué: nunca me acuerdo de los mandos de la
cocina, y es de gas; tampoco suelo tener cuidado con mis palabras, salvo cuando
leo al pie de la letra. Si lo primero es importante, lo segundo es extremadamente
serio. Y si nunca he tenido fuga de gas, sí me he pasado diciendo más de lo que
quería, debía y era conveniente, para aquel momento y ante aquella audiencia.
No, decididamente no
soy prudente. Pero tampoco puedo tildarme de imprudente. Digamos que, a veces,
actúo imprudentemente.
Este fue el caso que
me ocurrió un domingo en la homilía. Tras el exabrupto, apercibido de lo que
acababa de decir, añadí con toda ingenuidad, o idiotez, ante las más de
trescientas personas que ocupaban el templo: esto que acabáis de oír, no lo he
dicho, y vosotros no lo habéis escuchado; borradlo.
Claro, ocurrió
exactamente al revés. Aquello quedó grabado para siempre en sus cabezas. Pero
nadie me lo ha reprochado; es más, ni siquiera me lo han recordado. En realidad
yo ahora desearía que se hubiera quedado incrustado en sus corazones. Me salió
una frase de la que ni me arrepiento, ni me desdigo, aunque fuera inoportuna
entonces.
No recuerdo la
literalidad de la frase, ni me parece oportuno tratar de repetirla ahora,
porque ni es el momento ni es el lugar. Y en cuanto a la audiencia… diría que
tampoco; es algo que requiere mirar a los ojos, y no puedo hacerlo.
Pero sí puedo
enseñar estas fotos que saqué esta mañana, quiero decir la mañana de ayer,
cuando empecé mi paseo por el campo. Es la luna lunera, que se niega a
quitarse del medio, y a quien el sol suavemente y a besos la va sacando del firmamento. Le costó su tiempo, pero lo hizo. Al final el día sucedió a la noche.
También puede que la luna saliera de puntillas sin ofrecer resistencia. También puede. Seguro que fue así.