Y me la dejaste conmigo. Así te fuiste. Ahora el piano calla.
Ya no suenan pasodobles en el hueco de la escalera. Y la vecina ha dejado de tararear al tiempo que hace sus labores. Dice que nunca lo había hecho hasta que se convirtió en “la de enfrente” tuya.
No sólo la vecina y el piano te echan de menos. También en la parroquia, donde armonizabas las misas de las doce. En el centro de Puente Colgante ya ni se acuerdan del “Olé” y de cómo te ponías de seria cuando abrías el armonio y dabas las notas iniciales de cualquier popurrí de ambientación, mientras cantoras y cantores se preparaban para actuar; ya no queda nadie de los de entonces.
Las partituras que con tanto detalle manuscribiste reposan en la pequeña estantería del rincón. Y la llave para afinar hace tiempo que no trabaja. Hasta el polvo que espera, ha perdido la esperanza.
Pero la música que te llevaste sigue por aquí.
Parte de ella la tengo yo. No hay día que no cante mientras barro y friego, cavo el jardín o preparo y organizo salas. Sabes que me acompaña siempre que celebro lo que sea: una eucaristía, un bautizo… un funeral.
Me la diste y la acepté. Te cogí toda la que pude.
Mucho te enseñó aquel sacristán y organista de tu pueblo, Villalón de Campos, para hacer de ti “la señora que toca el piano” sin haber pisado un conservatorio. Y mira que insistimos Roberto y yo para que te apuntaras, cuando ya empezamos a no ser tan dependientes y te fuimos dejando tiempo para tus cosas. Te juzgaste ya mayor para empezar, y no lo hiciste.
Aún así te defendías bien. Pillabas al vuelo las melodías y las transcribías en el primer papel que tuvieras a mano. Así fuiste creando tu archivo particular, variopinto donde los haya; papel de envolver, de estraza, en el reverso de un sobre, en aquel folio que tiré a la papelera, en una hoja de propaganda escrita sólo por un lado, en el margen de una hoja de periódico… Y no ponías pentagrama y notas, que decías llevaba mucho tiempo, no. Ni clave. Lo hacías a la vieja usanza, poniendo do, re, la… en un galimatías que sólo tú podías comprender. Luego, al interpretarlo, sonaba tan bien… que qué importaba de dónde y cómo lo leyeras.
Hace ya más de siete años que no te oigo tocar; puede que sean casi diez. Los últimos años de tu vida te alejaron de la música, en realidad de cualquier sonido, y te sumieron en un silencio cruel. A ti, que te gustaba hablar hasta por los codos. A ti, que con la música nos amansabas a todos. A ti, que lo mismo te metías con un pasodoble, que con un bolero, que con los Sitios de Zaragoza de Cristóbal Oudrid. ¡Cómo me gustaba escucharte esta pieza! Y pasarte torpemente las páginas…