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Don José Delicado Baeza



Aún me sigo preguntando cómo se le ocurriría ordenarme. Don José se volvió y me respondió más o menos estas palabras: Ni tú ni yo nos lo merecemos. Lo hemos recibido gratis para el servicio de Dios y de la Iglesia. E importa mucho cómo lo desempeñemos. Ante tanta responsabilidad, sólo nos queda confiar y dejarnos llevar por el Espíritu.
Acaba de morir. Desgastado del todo, su cuerpo ha dicho basta ya, y se ha dejado ir… Ha terminado su función, ha concluido el espectáculo, ha llevado a término su triple salto mortal.
Doy gracias a Dios por su vida, por el cariño que me profesó, por la estima en que me tuvo, por su confianza en mí cuando ni yo daba unos céntimos de peseta por mis huesos.
Soy lo que soy, y estoy donde estoy porque él lo permitió.
Ahora descansa de todos sus afanes y participa del gozo de la gloria que a todos nos tiene reservado el Señor.
No esperaré a que incoen su expediente. Me importa un bledo si hay proceso o no lo hay. Don José se ha fundido con el Solo Santo. No tengo más que decir.


Como la luz y el viento
desde una torre,
mi corazón Te sueña,
no Te conoce.

Tras las cimas más altas,
todas las noches
mi corazón Te sueña,
no Te conoce.

¿Entre qué manos, dime,
duerme la noche,
la música en la brisa,
mi amor en dónde?

¿La infancia de mis ojos
y el leve roce
de la sangre en mis venas,
Señor, en dónde?

Lo mismo que las nubes,
y más veloces,
¿las horas de mi infancia,
Señor, en dónde?
Leopoldo Panero. La estancia vacía, 1944

Y entonces vio la luz. La luz que entraba
por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba.

Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.

Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;

tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura.
José Luis Martín Descalzo. Testamento del pájaro solitario. 1991


El peso del mundo

 
EL PESO DEL MUNDO

A. Juan Pintor

Llenando el mundo el sol abre
la meseta más y más.
¡Las tapias pardas, los surcos
esponjados, y el volar
de unos gorriones!
Ya todo se puede casi tocar.
La vega se azula; el vaho
y el perfume del habar,
el son del agua los moja,
y adensa el cielo, en el caz
de los molinos, su umbría:
las hojas se oyen temblar.
¡Relente y sol en lo verde
que se entrecruza! ¡Vivaz
sabor del alma hacia el día
profundamente rural
que afirma al hombre en su sitio
y a la muerte en su lugar!
Mi corazón va cantando
y encima de un cerro está
donde las trémulas viñas
parecen aletear.
Respiro, y el pie zahonda
aún la nocturna humedad
de la tierra, que es trabajo
más que paisaje, y frugal
esperanza cotidiana
del hombre que amasa el pan
con el sudor de su frente
y hace de adobes su hogar.

Vuelan alondras. El aire
da a la anchura realidad,
y olor silvestre al espacio
de madreselva y zarzal.

Mudamente, la mirada
se acostumbra a caminar
por la lontananza, y siente
júbilo de libertad
al ver hoy lo que otros ojos
también mañana verán.
Mañana, y hoy, y mañana,
mansamente y siempre igual,
la luz que transcurre ahora
aún más pura volverá
al corazón de otros hombres
como el agua al hontanar.
Mañana, y hoy, y mañana,
sobre Castrillo y Nistal,
descansa el peso del mundo
en la alada suavidad
del paisaje, y corre el tiempo
desde el viejo manantial,
repitiendo, gota a gota,
de sol a sol, la unidad
de lo que miran los ojos
humildemente al mirar.

Los años del mundo tienen
pesadumbre de encinar.

Como un bando de palomas
sobre la tierra estival
se posa en el pensamiento
del hombre la soledad.
Tranquila en la superficie,
como la masa del mar,
que inmóvil en su honda fuerza
torna reposo su afán,
la tierra rueda, y parece
lentamente su rodar
costumbre del horizonte
bajo la luz cenital.
Lejos, las norias humildes
giran en su claridad
entre el rumor de los trillos
que van y vienen y van.
Hoy, y mañana, el sonido
continuo, puro, mortal,
teje la santa armonía
del tiempo, en la eternidad
íntimamente aldeana
del rincón que Dios nos da.
Mañana, y hoy, como ahora,
y siempre, y todo, al azar
de la estación y del día
que hace a los campos cambiar,
tenuemente abandonando
su sombra muerta detrás.

La ilusa quietud del sol
situando las cosas va
entre un azul de penumbra
y un reposo de piedad.
Todo gravita, y se siente
el tenue soplo pasar
del tiempo. Los chopos flotan
en el tiempo, y rumia en paz
el buey la hierba del prado
que aviva el agua al regar.
Los ojos ven hacia dentro,
buscando sombras, y al ras
del rastrojo, los rebaños
se responden al balar.
Todo es despacio, y tan simple
vivir como respirar,
mientras el jugo del tiempo
nos promete que será
lo mismo que este momento
mañana el siempre fugaz.
Todo es mañana, y sin horas,
fluye la vida al compás
del sol, del viento, del agua,
del coger y del sembrar,
la sustancia remejiendo
de un ayer inmemorial.

Vivir, vivir como siempre.
Vivir en siempre, y amar,
traspasado por el tiempo,
las cosas en su verdad.
Vivir desde siempre a siempre.
Vivir hoy siempre, y estar
arraigado aquí y ahora
como Castrillo y Nistal.
Una luz única fluye.
Siempre esta luz fluirá
desde el aroma y el árbol
de la encendida bondad.
Siempre esta luz y este peso
de dulcedumbre natal,
tendido el cuerpo a la orilla
de lo que no tiene edad.
Siempre la hierba de ahora.
Siempre volverla a segar
desde las mismas raíces.
Siempre otra vez a empezar,
al son del gallo en lo oscuro
de las puertas, y al brillar
pálido, de las estrellas
que hacen al campo soñar…

¡Bendito tiempo supremo
sobre Castrillo y Nistal,
y nava triste de Cuevas
donde cruje el centenal,
y agua seca de Barrientos,
y alameda de Carral,
llena de música y sombra
por las noches de San Juan!
¡Oh peso del mundo, dulce,
bajo la tierra al arar,
bajo la nieve al caer,
bajo el resol del trigal,
bajo el aire en primavera
cuando vuela el gavilán,
y vibra el fresno delgado,
ya verde junto al tapial!
¡Oh peso del mundo, peso
de mi cuerpo sobre el haz
del mundo, sobre la masa
tibia de agosto total…!
¡Mañana, y hoy, y mañana,
cuando el oro del almiar,
cuando el son de las estrellas,
cuando el fuego en el pinar
lejano, cuando un silencio
de empañamiento inmortal…!
Todo en rotación diurna
descansa en su más allá,
espera, susurra, tiembla,
duerme y parece velar,
mientras el peso del mundo
tira del cuerpo y lo va
enterrando dulcemente
entre un después y un jamás.

Leopoldo Panero (Astorga, León, 17 de octubre de 1909 – Castrillo de las Piedras, León, 27 de agosto de 1962)


 
La muerte de Leopoldo María Panero, a quien se denominó “el poeta de la trasgresión”, me ha sugerido colocar este poema de su padre, Leopoldo Panero, que llevaba, tiempo ha, esperando en mi almacén a que hubiera un motivo. No me valían las simples ganas de airearlo.
En cuanto a poesía soy muy normalito; me gusta la sencillita, que no requiere saber de métrica ni de rítmica, que se entiende al natural, tanto, que si supiera y tuviera lo que hay que tener, también la podría escribir yo. Panero padre habla el lenguaje que conozco y dice de cosas que yo sé. Lo hace de una manera deliciosa, eso es lo que me maravilla.
Esta de ahora, por ejemplo, El peso del mundo, expresa el transcurrir del tiempo, el devanarse la vida, el gastarse uno mismo en la compleja tarea de existir viviendo. Y parece que, aun siendo consciente del “peso”, e incluso del “costo”, que supone, no destila pesar, sino esperanza; incluso yo diría, alegría.
No es el caso del Panero hijo que acaba de morir. Es demasiado áspero para mi paladar, desabrido y torturado.
Escojo, y lo hago con disgusto, este poema que acabo de conocer, y que me gusta más bien poco.

El Loco

He vivido entre los arrabales, pareciendo
un mono, he vivido en la alcantarilla
transportando las heces,
he vivido dos años en el Pueblo de las Moscas
y aprendido a nutrirme de lo que suelto.
Fui una culebra deslizándose
por la ruina del hombre, gritando
aforismos en pie sobre los muertos,
atravesando mares de carne desconocida
con mis logaritmos.
Y sólo pude pensar que de niño me secuestraron para una alucinante batalla
y que mis padres me sedujeron para
ejecutar el sacrilegio, entre ancianos y muertos.
He enseñado a moverse a las larvas
sobre los cuerpos, y a las mujeres a oír
cómo cantan los árboles al crepúsculo, y lloran.
Y los hombres manchaban mi cara con cieno, al hablar,
y decían con los ojos «fuera de la vida», o bien «no hay nada que pueda
ser menos todavía que tu alma», o bien «cómo te llamas»
y «qué oscuro es tu nombre».
He vivido los blancos de la vida,
sus equivocaciones, sus olvidos, su
torpeza incesante y recuerdo su
misterio brutal, y el tentáculo
suyo acariciarme el vientre y las nalgas y los pies
frenéticos de huida.
He vivido su tentación, y he vivido el pecado
del que nadie cabe nunca nos absuelva.

Leopoldo María Panero (Madrid, 16 de junio de 1948 - Las Palmas de Gran Canaria, 5 de marzo de 2014)

¿Sería una premonición?



La muerte de Juan Luis Panero, el mayor de los tres hijos de Leopoldo Panero, me parece significativa desde el momento en que hace poco recordaba en este blog a su padre, tras estar todo un día rumiando unos versos suyos. Hablaban de tristeza. Pero también de fe y de confianza; en suma, de una esperanza que alcanza mucho más allá de donde llega la mirada.
No soy aficionado a la poesía. Sólo de algunos poemas que me llegan guardo algunos versos. De sus autores voy desgranando en mi pequeño mundo retazos, y si puedo, textos completos.
No parece simple casualidad que de Leopoldo Panero haya hecho mención por partida triple, que resulta cuádruple con ésta. Su expresión no me resulta extraña, ni elitista; sino cercana, con la proximidad que da la misma tierra castellana: palabras justas y adornos los necesarios.
Sus hijos parece que vivieron una desestructuración familiar y personal que hizo de ellos, poetas Juan Luis y Leopoldo María, seres desarraigados, torturados y autodestructivos (?). El caso es que no me han interesado y no les he leído.
Hoy, El País, en la nota necrológica del finado Juan Luis Panero, incluye un poema suyo de 2002 y este epitafio: “Frente a mí, imperturbables, desveladas,/pasan, en silencio, vida y muerte,/evitando, con un rictus cansado,/este fantasma insomne, este papel en blanco,/esta hoguera apagada que perdura”. Son las palabras finales de un poema de su primer libro. Podrían haberlo sido del último porque Juan Luis Panero escribió siempre variaciones sobre un mismo tema: su vida, la vida, la muerte, su muerte.
De ninguno de los dos textos citados puedo decir nada apetitoso. No sólo no me aportan nada; al contrario, me provocan zozobra, incluso miedo.
Por eso, recurro de nuevo a su padre, y, aprovechando la inmensa luna que preside la noche de este día, coloco este rosario de “versos polimétricos en estrofas no isométricas”:



          Tú que andas sobre la nieve

          Ahora que la noche es tan pura y que no hay nadie más que Tú,
          dime quién eres.
          Dime quién eres y qué agua tan limpia tiembla en toda mi alma;
          dime quién soy también;
          dime quién eres y por qué me visitas,
          por qué bajas hasta mí, que estoy tan necesitado,
          y por qué Te separas sin decirme Tu nombre,
          ahora que la noche es tan pura y que no hay nadie más que Tú.

          Ahora que siento mi corazón como un árbol derribado en el bosque,
          y aun el hacha clavada en él siento,
          aun el hacha y el golpe en mi alma,
          y la savia cortada en mi alma.
          Tú que andas sobre la nieve.

          Ahora que alzo mi corazón, y lo alzo
          vuelto hacia Ti mi amor,
          y lo alzo
          como arrancando todas mis raíces,
          donde aún el peso de tu cruz se siente.

          Ahora que el estupor me levanta desde las plantas de los pies,
          y alzo hacia Ti mis ojos,
          Señor,
          dime quién eres,
          ilumina quién eres,
          dime quién soy yo también,
          y por qué la tristeza de ser hombre. Tú que andas sobre la nieve.

          Tú que al tocar las estrellas las haces palidecer de hermosura;
          Tú que mueves el mundo tan suavemente que parece que se me va a derramar el corazón;
          Tú que habitas en una pequeña choza del bosque donde crece tu cruz;
          Tú que vives en esa soledad que se escucha en el alma como un vuelo diáfano;
          ahora que la noches es tan pura,
          y que no hay nadie más que Tú,
          ¡dime quién eres!

          Ahora que siento mi memoria como un espejo roto y mi boca llena de alas.
          Ahora que se me pone en pie,
          sin oírlo,
          el corazón.
          Ahora que sin oírlo me levanta y tiembla mi ser en libertad,
          y que la angustia me oscurece los párpados,
          y que brota mi vida, y que Te llamo como nunca,
          sosténme entre Tus manos,
          sosténme en la tiniebla de tu nombre,
          sosténme en mi tristeza y en mi alma,
          Tú que andas sobre la nieve…

Leopoldo Panero. Escrito a cada Instante, 1949. Poema dedicado a Luis Felipe Vivanco

No sé de dónde brota la tristeza que tengo



Es domingo, sí. ¿Y qué? Llevo todo el día, mañana y tarde incluidas, que tengo por dentro como un “torozón” que me inquieta. Una y otra vez, Leopoldo Panero me viene al pensamiento, y unas palabras que, sin saberlo, resulta que son suyas.
Ya me gustaría saber por qué la Liturgia de las Horas tiene tanta querencia por este poeta, que incluye varios poemas suyos como himnos del rezo diario. Este de ahora lo coloca en las I Vísperas del domingo IV, no entero, sólo los dieciséis primeros versos.
Lo escribo íntegro, tal como lo he encontrado, y sin verificar si realmente es así en su original y tiene la fecha de firma que aparece a primera vista, 1949.
Aprovecho para decir que Leopoldo Panero, nacido leonés, en Astorga, estudió en Valladolid y se perfeccionó como escritor durante su estancia fuera de España. Hermano y padre de poetas, es sin embargo él quien más me llega, quizás porque es el menos torturado de la familia.
No obstante, y a pesar de ello, su estilo, su sentimiento, su halo trágico, muchas veces me descubro sintonizándolos y tan a gusto.
Me brindo, pues, este obsequio, con el deseo de que no me dure demasiado esta tristeza, que mañana es lunes y hay que volver al tajo.

El templo vacío

No sé de dónde brota la tristeza que tengo.
Mi dolor se arrodilla, como el tronco de un sauce,
sobre el agua del tiempo, por donde voy y vengo,
casi fuera de madre, derramado en el cauce.

Lo mejor de mi vida es el dolor. Tú sabes
cómo soy. Tú levantas esta carne que es mía.
Tú, esta luz que sonrosa las alas de las aves.
Tú, esta noble tristeza que llaman alegría.

Tú me diste la gracia para vivir contigo.
Tú me diste las nubes como el amor humano.
Y al principio del tiempo, Tú me ofreciste el trigo,
con la primera alondra que nació de tu mano.

¡Como el último rezo de un niño que se duerme,
y con la voz nublada de sueño y de pureza
se vuelve hacia el silencio, yo quisiera volverme
hacia Ti, y en tus manos desmayar mi cabeza!

Lo mejor de mi vida es el dolor. Tú hiciste
de la nada el silencio y el camino del beso,
y la espuma en el agua para la tierra triste,
y en el aire la nieve donde duerme tu peso.

¡Señor, Señor! Yo he hecho mi voluntad. Yo he hecho
una ley de mi orgullo, pero ya estoy vencido.
Como una madre humilde que me acuna en su pecho
mi espíritu se acuesta sobre el dolor vivido.

Sobre la carne triste, ¡sobre la silenciosa
ignorancia del alma como un templo vacío!
¡Sobre el ave cansada del corazón que posa
su vuelo entre mis manos para cantar, Dios mío!

Soy el huésped del tiempo, soy, Señor, caminante
que se borra en el bosque y en la sombra tropieza,
tapado por la nieve lenta de cada instante,
mientras busco el camino que no acaba ni empieza.

Soy el hombre desnudo. Soy el que nada tiene.
Soy siempre el arrojado del propio paraíso.
Soy el que tiene frío de sí mismo. El que viene
cargado con el peso de todo lo que quiso.

Lo mejor de mi vida es el dolor. ¡Oh lumbre
seca de la materia! ¡Oh racimo estrujado!
Haz de mi pecho un lago de clara mansedumbre.
¡Señor, Señor! Desata mi cuerpo maniatado.

Leopoldo Panero
Del libro "Escrito a cada instante"

Casi una hora de misa, y nadie parecía querer marcharse


No sé cuánto tiempo ha durado ese momento, me ha parecido eterno. De pie habría un centenar de personas. El resto sentado. Yo, las manos extendidas, tenía la sensación de estar haciendo algo que me superaba. No, creo que nadie en ese momento estaba pidiendo un milagro. Lo estábamos realizando.
En el coloquio se dijo que Dios está, pero nosotros también. Que no estamos huérfanos si nosotros ocupamos “esa ausencia” y hacemos lo que está en nuestra mano. Y que si funcionamos como él lo hizo, él está con nosotros y nosotros con él. Y junto con todos, también el Abba y el Aire que llena nuestros pulmones y enardece nuestro ánimo.
La unción, en silencio, imponía. La fila no terminaba nunca. La enfermedad está, pero ni nos da miedo, ni nos derrota. Ungidos en la frente y en las manos, nuestras ideas están claras, y nuestras manos dispuestas.
Tras el temblor opaco de las lágrimas,
tras el profundo velo de la sangre,
tras la primera música del día,
no estamos solos, no estamos solos.
Tras la postrera luz de las montañas,
tras el estéril gozo de las horas,
tras el augurio helado del espejo
no estamos solos, no estamos solos.
No, no estamos solos,
nos acompaña en vela
la pura eternidad de cuanto amamos.
No, no estamos solos,
nos acompaña en vela
la pura eternidad de cuanto amamos.
Tras el vacío gris de las ciudades,
tras la violencia cruel que nos invade,
tras esa soledad en la rutina,
no estamos solos, no estamos solos.
Tras un amanecer en la esperanza,
tras un abrazo cálido y sincero,
tras descubrir que el mundo es un gran reto
no estamos solos, no estamos solos.*
Terminé muy cansado, pero feliz. Cantamos con todas las fuerzas y nos despedimos hasta otra.
Ha sido, una vez más, nuestra Pascua del Enfermo.

* Leopoldo Panero, La Estancia vacía (1944)

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