El Gumi nos ha tenido hoy en ascuas. Y van… No las llevo en cuenta, que sería trabajo en balde, y agotador, pero suman unas cuantas.
Tener perros es una delicia, pero como las buenas rosas no te ahorran espinas. Desde que el Jefe, y la hermana del Jefe, me endilgaron esa prole, es una carga que he de llevar con alegría.
Hoy, Gumi, recién estrenado su segundo año de vida, se me ha escurrido entre las piernas, no le he podido enganchar con el mosquetón, y ha estado de parranda una hora y media larga, a su bola, jugando tras los rastros, enmarañado entre la maleza, mostrando en la lejanía su rabo pizpireto (permítaseme esta licencia, que pizpireta es propiamente adjetivo femenino según el DRAL) y haciéndonos guiños constantes desde su ojillo vivaracho y con defecto. Ha querido pasear con nosotros, pero sin nosotros; o viceversa, qué más da.
Ni voces, ni silbidos, ni chiflato, ni ruegos, ni gritos, ni ladridos… ni silencio esperanzado; nada le ha parecido digno de consideración, y ha querido gozar de autonomía y retozar sin sujeción.
Al final ha vuelto a casa. Decir que ha sido con ayuda ajena no es humillación, pero jode. La voz de su amo, aquel perrito escuchando atento melodías en un gramáfono antiguo, suena muy bien y es hasta bonito. Y a veces envidio a quienes van con sus "mascotas" talmente pegadas a sus piernas, mirando sus gestos, pendientes y alerta a sus órdenes, dóciles como malvas, auténticos objetos de adorno adosados a una figura humana. No son así los míos, de ninguna manera son así.
Moli fue siempre independiente, esquiva en el campo, deliciosa en casa. Si me paraba a saludar a alguien, enseguida llegaba para reclamar el fin de la pausa y exigir más actividad. Nunca le ha parecido suficiente el recorrido, fuera el diario de una hora, se tratara de uno especial de día entero; consistiera el terreno en llano y pelao, fuera bosque alto o bajo, anduviéramos montes y morenas o paseáramos la orilla de la mar. Nunca quería que acabase. Ahora ya se va moderando, y se lo agradezco.
Berto es un auténtico oso de peluche, que en casa parece pura plastilina: así lo pones, así se queda. En campo abierto saca su otro ser, y parece el reverso de sí mismo. Sordo, desconectado, cabezota, incansable, maravillosamente ágil en una envoltura imposible, fuerte y robusto corre sin embargo tan veloz como las liebres, y, visto y no visto, ya ni le ves ni le sientes. Ha desaparecido. Tiene que ir siempre amarrado, es impenitentemente incontrolable.
Gumi, el pequeñín, sale al padre. Ya está más que visto. Juguetón en casa, rompedor de todo lo que abarcan sus mandíbulas juveniles, intranquilo y curiosón, disfruta peleando con Berto y Moli, aún sabiendo que siempre pierde, al menos por ahora. En el campo, sin embargo, todo lo tiene por descubrir, y aún apenas ha empezado, corre tras su abuela queriendo ser ya mayor, y se extravía, o lo simula, y se hace el despistado o se despista, y confía -eso creo yo al menos- en que su amo de la manera que sea dará con él y le devolverá al redil y a la casa propia.
Y hasta ahora ha sido así. Pero ¿hasta cuándo?
Vivir en la gran ciudad es lo que tiene. Nada de perros sueltos aunque lleven chip que suena a perdidos y sin collar (Gilbert Cesbron, dixit) [emejota, valga este guiño amable para tu amable entrada en tu amable blog]. Y estos míos, que no reniegan del suyo, gustan poco sin embargo de la correa y de no poder controlar ellos mismos hacia dónde dirigir los pasos y a qué ritmo hacerlo, y cuándo parar o dónde hacer sus cosas. No saben, o no quieren reconocerlo, que el castigo que les puede sobrevenir tiene nombre de perrera municipal, o de ladrón follón y escriba.
Esta parábola en la que estoy montado bien podría dar lugar a una reflexión sobre la vida y sus circunstancias [mariajesus, apúntate ésta]. Pero no me da la gana hacerla. Que iba a ser de balde, pues que la haga cada quien, si le parece; que si es que no, tampoco pasa nada.
Yo sólo espero que ese higo o breva caiga de una vez, que es que parece que sí, pero que aún no; y esta espera se me hace larga, demasiado, y uno no anda ya para tantos trabajos. Sin embargo, mire usted por cuanto esta mañana me he dado cuenta de que corro como una liebre, y esta tarde comprobaré que nado como un delfín. A la pata coja tampoco lo hago mayormente mal, y por supuesto ya me sé vestir.
Leo lo escrito y compruebo que he llegado a un nivel de ininteligencia suficientemente insorportable, ya era hora. Esta mañana Gumi me ha sacado de mis casillas. No le he pegado ni le he reñido. Sólo le di un achuchón y él me lamió la cara. Las cosas están como deben estar.
Que siga, pues, ese higo donde está. No tengo prisa.
Tener perros es una delicia, pero como las buenas rosas no te ahorran espinas. Desde que el Jefe, y la hermana del Jefe, me endilgaron esa prole, es una carga que he de llevar con alegría.
Hoy, Gumi, recién estrenado su segundo año de vida, se me ha escurrido entre las piernas, no le he podido enganchar con el mosquetón, y ha estado de parranda una hora y media larga, a su bola, jugando tras los rastros, enmarañado entre la maleza, mostrando en la lejanía su rabo pizpireto (permítaseme esta licencia, que pizpireta es propiamente adjetivo femenino según el DRAL) y haciéndonos guiños constantes desde su ojillo vivaracho y con defecto. Ha querido pasear con nosotros, pero sin nosotros; o viceversa, qué más da.
Ni voces, ni silbidos, ni chiflato, ni ruegos, ni gritos, ni ladridos… ni silencio esperanzado; nada le ha parecido digno de consideración, y ha querido gozar de autonomía y retozar sin sujeción.
Al final ha vuelto a casa. Decir que ha sido con ayuda ajena no es humillación, pero jode. La voz de su amo, aquel perrito escuchando atento melodías en un gramáfono antiguo, suena muy bien y es hasta bonito. Y a veces envidio a quienes van con sus "mascotas" talmente pegadas a sus piernas, mirando sus gestos, pendientes y alerta a sus órdenes, dóciles como malvas, auténticos objetos de adorno adosados a una figura humana. No son así los míos, de ninguna manera son así.
Moli fue siempre independiente, esquiva en el campo, deliciosa en casa. Si me paraba a saludar a alguien, enseguida llegaba para reclamar el fin de la pausa y exigir más actividad. Nunca le ha parecido suficiente el recorrido, fuera el diario de una hora, se tratara de uno especial de día entero; consistiera el terreno en llano y pelao, fuera bosque alto o bajo, anduviéramos montes y morenas o paseáramos la orilla de la mar. Nunca quería que acabase. Ahora ya se va moderando, y se lo agradezco.
Berto es un auténtico oso de peluche, que en casa parece pura plastilina: así lo pones, así se queda. En campo abierto saca su otro ser, y parece el reverso de sí mismo. Sordo, desconectado, cabezota, incansable, maravillosamente ágil en una envoltura imposible, fuerte y robusto corre sin embargo tan veloz como las liebres, y, visto y no visto, ya ni le ves ni le sientes. Ha desaparecido. Tiene que ir siempre amarrado, es impenitentemente incontrolable.
Gumi, el pequeñín, sale al padre. Ya está más que visto. Juguetón en casa, rompedor de todo lo que abarcan sus mandíbulas juveniles, intranquilo y curiosón, disfruta peleando con Berto y Moli, aún sabiendo que siempre pierde, al menos por ahora. En el campo, sin embargo, todo lo tiene por descubrir, y aún apenas ha empezado, corre tras su abuela queriendo ser ya mayor, y se extravía, o lo simula, y se hace el despistado o se despista, y confía -eso creo yo al menos- en que su amo de la manera que sea dará con él y le devolverá al redil y a la casa propia.
Y hasta ahora ha sido así. Pero ¿hasta cuándo?
Vivir en la gran ciudad es lo que tiene. Nada de perros sueltos aunque lleven chip que suena a perdidos y sin collar (Gilbert Cesbron, dixit) [emejota, valga este guiño amable para tu amable entrada en tu amable blog]. Y estos míos, que no reniegan del suyo, gustan poco sin embargo de la correa y de no poder controlar ellos mismos hacia dónde dirigir los pasos y a qué ritmo hacerlo, y cuándo parar o dónde hacer sus cosas. No saben, o no quieren reconocerlo, que el castigo que les puede sobrevenir tiene nombre de perrera municipal, o de ladrón follón y escriba.
Esta parábola en la que estoy montado bien podría dar lugar a una reflexión sobre la vida y sus circunstancias [mariajesus, apúntate ésta]. Pero no me da la gana hacerla. Que iba a ser de balde, pues que la haga cada quien, si le parece; que si es que no, tampoco pasa nada.
Yo sólo espero que ese higo o breva caiga de una vez, que es que parece que sí, pero que aún no; y esta espera se me hace larga, demasiado, y uno no anda ya para tantos trabajos. Sin embargo, mire usted por cuanto esta mañana me he dado cuenta de que corro como una liebre, y esta tarde comprobaré que nado como un delfín. A la pata coja tampoco lo hago mayormente mal, y por supuesto ya me sé vestir.
Leo lo escrito y compruebo que he llegado a un nivel de ininteligencia suficientemente insorportable, ya era hora. Esta mañana Gumi me ha sacado de mis casillas. No le he pegado ni le he reñido. Sólo le di un achuchón y él me lamió la cara. Las cosas están como deben estar.
Que siga, pues, ese higo donde está. No tengo prisa.