Hay un texto muy hermoso que, cada vez que lo
escucho o lo leo, me habla de lo que soy, de en qué manos me encuentro y de lo
poco que doy de mí. Es un poema bíblico y se encuentra en el Libro del Profeta
Isaías, y que suelen titular como
La Canción de la Viña
Voy a cantar a mi amigo
la canción de su amor por su viña.
Una viña tenía mi amigo
en un fértil otero.
La cavó y despedregó,
y la plantó de cepa exquisita.
Edificó una torre en medio de ella,
y además excavó en ella un lagar.
Y esperó que diese uvas,
pero dio agraces.
Ahora, pues, habitantes de Jerusalén
y hombres de Judá,
venid a juzgar entre mi viña y yo:
¿Qué más se puede hacer ya a mi viña,
que no se lo haya hecho yo?
Yo esperaba que diese uvas.
¿Por qué ha dado agraces?
Ahora, pues, voy a haceros saber,
lo que hago yo a mi viña:
quitar su seto, y será quemada;
desportillar su cerca, y será pisoteada.
Haré de ella un erial que ni se pode ni se
escarde,
crecerá la zarza y el espino,
y a las nubes prohibiré
llover sobre ella.
Pues bien, viña de Yahvéh Sebaot
es la Casa de Israel,
y los hombres de Judá
son su plantío exquisito.
Esperaba de ellos justicia, y hay asesinatos;
honradez, y hay alaridos.
(5, 1-7)
Llevo todo el domingo dándole vueltas a un texto que
hay colgado en el blog Mesa camilla en Madrid, que presumo obra de su dueño,
Juan Navarro; original, pues.
Su grito “¡Basta!” me recuerda, salvando todas las
distancias que hubieren de ser salvadas, aquella frase de Isaías (7, 10ss)
“Oíd, pues, casa de David:
¿Os parece poco cansar a los hombres,
que cansáis también a mi Dios?
Pues bien, el Señor mismo
va a daros una señal…”
cuando
el profeta se vio hostigado por la pusilanimidad del rey Ajaz, que tras
despreciar la profecía que se le dirige, pone su reino totalmente bajo la
influencia asiria, haciendo lo contrario a la voluntad de Yahvé.
Y abundando, las palabras de Jesús en el evangelio de
hoy, domingo, a propósito de la parábola de la viña (Mateo 21, 33-43)
“Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con
aquellos labradores?”
tras
relatar a los senadores del pueblo de Israel y a la sacerdotes del Templo de
Jerusalén su propia historia de codicia, asesinatos y abandono de pueblo a
ellos encomendado.
El “¡basta!” que Juan Navarro grita, y propone como
condición y exigencia para recobrar nuestra libertad, o para afirmarla y
hacerla consciente, no es sólo de este ahora, por más que ya lo previniera
antesdeayer con un doliente poema de Blas de Otero. No corre ahora la sangre
más que en otros tiempos; no está la libertad encadenada ni la palabra amordazada
tanto que se nos haga imposible sentirnos vivos y dignos.
Es justo al revés. Gozamos de la asepsia clínica, del
don de ser autónomos, y somos dueños de expresarnos como nunca ha ocurrido en
la historia humana.
Otras generaciones penaron más que ésta. Se han dado
crisis de todo tipo, mucho más profundas y duraderas. Siglos enteros fueron
ocupados por guerras y trifulcas, que ahora duermen olvidados en los cantares
de gesta en nuestras (?) bibliotecas. Bien alto se gritó ¡basta! en muchos
momentos, desde la antigüedad más remota hasta este de ahora que estoy
comentando, pasando por la rebelión de los esclavos o el asalto a la Bastilla.
¿Cuál sería, pues, la particularidad de lo de ahora?
La respuesta que ofrezco es sólo mía, y es muy
simple: Quien hoy está diciendo ¡basta! en las calles y en las plazas de España
y del mundo disfrutan de un bienestar que les ha sido dado y por el que no
han tenido que luchar, ni echar una manita, simplemente nacieron y se lo encontraron. Como nunca, han podido alegar en su favor derechos amparados por las leyes, que este ordenamiento democrático ya había prefijado.
No es demérito, qué va, lo que les estoy echando en
cara. No me sorprende que lo hagan. Me alegra y hasta les animo. Es simplemente que me siento perplejo. Y me gustaría que se me ayudara a
salir de ahí, porque solo no sé, no puedo.
Ya adelanto una razón: la culpa la
tiene Hessel, él tiene la culpa; sí, Stéphane Hessel y su manifiesto ¡Indígnate!