La explanada del Templo de
Jerusalén estaba repleta de vendedores. Desde muy temprano balaban las ovejas,
revoloteaban las palomas y los peregrinos, que iban llegando por miles a la
capital para celebrar la fiesta de Pentecostés, subían la escalinata para
ofrecer sus primicias ante el Señor. Recuerdo que en aquellos días de espera,
María, la madre de Jesús, nos contó cuando José y ella también subieron al
Templo llevando al recién nacido, según la costumbre de mis paisanos de
consagrar a Dios todos los primogénitos.(1)
María - Como el niño nació varón, había que cumplir con la ley de ofrecerlo a
Dios, que así es que está mandado. En fin, que a los cuarenta días del parto,
vuelta a viajar al sur. Ya me sabía yo el camino con los ojos vendados. Después
de tres jornadas llegamos a Jerusalén, que entonces no estaba como ahora tan
moderna y con tanto barullo.(2) Descansamos en una posada que tenían unos
galileos, creo que por Siloé, y después fuimos al Templo.
Vendedor - ¡Cambio moneda, cambio moneda! ¡Griega y romana, las cambio!
Vendedora - ¡Al rico pastel! ¡Al rico pastel!
Vendedor - ¡Agua bendita, para limpiar la llaga grande y la chiquita!
Vendedor - ¡Ea, paisana, no se vaya, venga y mire, que por mirar no se cobra!
María - Ay, José, fíjate en estos pañuelos, qué bonitos.
Vendedor - ¡Y de lana fina! Póntelo, muchacha, ya verás qué bien te cae.
María - Aguántame un momento al niño, José.
Vendedor - Eso es… Ni mandado hacer para ti.
María - ¿Te gusta, José?
José - A mí no, pero si a ti te hace gracia… A ver, mercachifle, ¿cuánto
cuesta el pañuelo, dime?
Vendedor - Barato, barato… Tantéelo, amigo, vea, ¡lana fina de Damasco!
José - Que cuánto cuesta te dije.
Vendedor - Un denario y se lo lleva puesto la señora.
José - ¿Un qué? ¿Un denario por este trapo viejo? Pero, ¿tú nos has visto a
nosotros cara de bobos? Vamos, María, ¡quítate eso y vámonos!
María - ¡Ay, José, es que es tan bonito!
Vendedor - Regáleselo a su amada, que con un pañuelo así conquistó el rey David a
Betsabé.
José - Pues la mía ya está conquistada y no me hace falta. Deja eso, anda, y
agarra al niño. ¡Caramba con estas mujeres, se les antoja todo lo que ven!
Según la ley de Moisés había
que ofrecer todos los primogénitos al Señor. Y ya ustedes saben que el precio
del rescate era de una oveja o un ternero si los padres eran ricos. Y si eran
pobres, como nosotros, pues dos pichones.
José - A ver, viejo, que necesito comprar dos pichones.
Simeón - Pues aquí los tienes, muchacho. No busques más.
Era un viejo como de cien
años. Me acuerdo que no tenía cejas ni dientes, y estaba muy arrugado ya como
la hoja de la higuera en otoño. Junto a una columna tenía amontonadas varias
jaulas de paloma.
José - Dame aquellas dos… Sí, la negra y la otra. Eso es. ¿Cuánto te debo,
viejo?
Simeón - Dos pichones,
cuatro ases.
José - ¿Cuatro qué?
Simeón - Dos pichones,
cuatro ases.
José - ¡Al diablo con ustedes los de la capital! ¿Se creen que porque venimos
del norte nos pueden esquilmar así como así?
María - ¡Ay, José, por Dios bendito, no empieces otra vez!
José - Yo no empiezo, María, son estos tramposos que quieren aprovecharse de
que uno es campesino.
Simeón - Pero fíjate, muchacho, son unas lindas palomas.
José - ¡Lindas palomas! ¡Ja! Esta sin plumas y la otra con moquillo. ¡Anda,
viejo zorro, toma un as y me las llevo!
Simeón - ¿Cómo has dicho? ¿Un as? De ninguna manera. Dos pichones, cuatro ases.
José - ¡Maldita sea, pero
que…!
María - José, te lo suplico, ¡no pelees tanto! Dale el dinero y vámonos que se
nos va a hacer tarde.
José - Pero, ¿tú eres tonta, María? ¿Cómo voy a pagarle cuatro ases por estos
pajarracos? ¡Como que me llamo José que no subo más de un as!
Simeón - ¡Como que me llamo Simeón que no bajo de cuatro ases!
José - Pues entonces, adiós, viejo ladrón, y métete tus pichones…
María - ¡José, por favor!
José - …que los metas otra vez en la jaula, digo. ¡Adiós!
Simeón - Espérate, paisano, no te vayas. ¡Caramba con estos galileos, qué genio
se gastan!
José - ¿Qué quieres
ahora?
Simeón - Tampoco hay que ponerse así, hombre. Mira, porque tienes una linda
mujercita, anda, toma, llévate otro más por el mismo precio.
José - ¿Cómo has dicho?
Simeón - Que te dejo tres pichones por los cuatro ases que me ibas a dar.
José - ¡Vaya negocio! ¿Y para qué demonios quiero yo tres pichones? Yo
necesito solamente dos para ofrecerlos en el Templo.
Simeón - Con el tercero le haces una sopita al niño que es muy sabrosa,
¿verdad, muchacha? Claro que sí, eso es lo que hago yo cuando no los vendo.
José - Mira, carcamal, no hablemos más de esto. Toma dos ases y dame los
pichones. ¿De acuerdo?
Simeón - Ni para ti ni para mí. Lo dejamos en tres ases.
José - ¡Al diablo
contigo! De dos no subo.
Simeón - ¡Y de tres no
bajo!
José - ¡Dos!
Simeón - ¡Tres!
José - ¡Dos!
Simeón - ¡Tres!
María - ¡Ay, ya, por Dios santo, dejen eso ya, que el niño se me va a asustar
con tantos gritos! No es nada, cariño mío, no pasa nada.
José - Óyeme bien, viejo tacaño, si yo tuviera dinero no estaría aquí
comprando palomas, ¿entiendes?
Simeón - ¡Vaya chiste! ¡Y si yo tuviera dinero tampoco estaría aquí
vendiéndolas!
José - ¡Tú lo que eres es una sanguijuela que se aprovecha de la necesidad
ajena!
Simeón - ¿Yo? ¿Sanguijuela yo, que ni sangre me queda en el pellejo? Mira, mira
cómo estoy yo, mi hijo: medio muerto, mira…
José - Pues te vas a morir entero cuando venga el Mesías y agarre un látigo y
te espante todas tus palomas y te saque de una patada en el trasero, ¿me oyes?
María - José, no le faltes al respeto a un anciano.
Simeón - ¿A mí? ¿Tú crees que el Mesías me va a hacer eso a mí?
José - ¡Sí, a ti mismo, matusalén, a ti y a todos estos bandidos que negocian
con las cosas de Dios!
Simeón - A mí no, hijo, a mí no. Yo vendo palomas en el templo como si vendiera
berenjenas en la plaza o lo que
aparezca para poder vivir. Mírame bien: yo soy un infeliz. Y no le tengo
miedo al Mesías, ¿sabes? Porque el Mesías tendrá piojos en la cabeza, igual que
yo. Y no habrá comido caliente en siete días, igual que yo. Y no tendrá dónde
reclinar la cabeza, como yo. ¿No te parece entonces que el Mesías y yo podemos
entendernos bien?
José - Bueno, viejo, ahí
sí tiene usted razón.
Simeón - Y tú y yo también podemos entendernos bien, muchacho. Porque mira, los
dos somos unos muertos de hambre, ¿no es eso? Entonces, ¿por qué tenemos que
andar peleando, dime?
María - Eso era lo que yo quería decir desde hace un
rato.
Simeón - Guárdate el látigo para los otros, muchacho, para los que están
repantingados en los palacios. Esos son los que le harán la guerra al Mesías
cuando venga. Mira, ven, ¿ves todas aquellas mesas de monedas, y los corrales
de vacas y todo ese ganado? ¡Todo es de la familia de Beto! Los hijos de Beto,
tan religiosos, tan piadosos… Con la boca llena de Dios y con los bolsillos
llenos de lo que nos roban a nosotros. ¡Ay, mi hijo, si yo te contara! Pero
llegará, llegará el día de la candela, ¡ya lo creo que llegará!
José - ¡Bien dicho,
abuelo, así se habla!
María - ¡No alboroten tanto, caramba, que por aquí hay mucha gente que uno no
conoce!
Simeón - ¡Yo lo grito y no me importa! ¡Mira este templo, muchacho! Hace veinte
años que el pillo de Herodes lo está poniendo bonito, pegándole mármoles y
forrándolo con oro. Y dime tú, ¿para qué? ¿Para que Dios esté más cómodo? No,
Dios no necesita nada de esto. ¡Que cuando el Señor iba con Moisés por el
desierto le bastaba con una tienda de campaña! ¡Todo este lujo es para ellos,
los que levantan las manos a Dios, pero luego doblan la rodilla ante el becerro
de oro!
María - Ya me despertaron al niño con tanta algarabía, ¡caramba con ustedes!
Simeón - Pobrecito, pobrecito… Es que uno se emociona cuando se topa con
jóvenes como ustedes que tienen la mente clara. Ah, caray, en mis tiempos las
cosas eran distintas. Los jóvenes hablábamos del Mesías, discutíamos, nos
peleábamos por ir a conocer a los hijos de los Macabeos. Ahora no. La juventud
de ahora lo que quiere es divertirse y sólo piensan en pasarlo bien. Si ven un
pañuelito nuevo, ya se les van los ojos y quieren comprarlo.
José - Esa va para ti,
María…
Simeón - Aquí vienen algunos y me dicen: Olvídelo, viejo, que este mundo no
tiene arreglo. Usted se morirá y todo seguirá igual. Y yo digo que eso es lo
que ellos quieren, hacernos tragar el cuento de que las cosas no se pueden
cambiar. ¡Claro que se pueden! ¡Con jóvenes como ustedes se puede sacudir la
mata!
José - Con nosotros y con los que vienen empujando detrás, abuelo. Mire a
este morenito… ¿Sabe qué nombre le hemos puesto? Jesús, nombre de valiente. Y
lo vamos a criar con leche de camella para que salga terco como Moisés ante el
faraón, ¿verdad que sí, mi niño, verdad?
Simeón - Jesús… Bonito el nombre y más bonito el muchacho. Se parece a los míos
cuando estaban así pequeñitos.
María - ¿Usted tiene
hijos, abuelo?
Simeón - Tuve dos, muchacha. Uno se me murió muy joven. Cogió una fiebre y yo
no tenía ni un céntimo para pagarle al médico. Al otro me lo mataron. Cuando
tenía tus años se metió con los grupos de Perea. Le echaron mano los guardias
de Herodes y… Ah, prepárate, muchacha, que si a este morenito lo crías
luchador, un día una espada te partirá el corazón. Como a mí.
María - Ay, abuelo, por
Dios, no diga esas cosas…
José - ¡Vamos, viejo, no se ponga triste ahora, que con el calor que hace, le
puede dar un tabardillo!
Simeón, aquel viejo vendedor
de palomas, con los ojos aguados, me pidió al niño para cargarlo.
Simeón - ¡Qué niño tan hermoso has tenido, muchacha! ¡Que el Dios de Israel te
lo bendiga desde la coronilla hasta el dedo meñique del pie!
María - ¡Ay, sí, que Dios
lo oiga!
Simeón - Y que lo puedas criar bien, y lo veas crecer y hacerse un hombre!
José - Y que usted
también lo vea, abuelo.
Simeón - Ay, hijo, yo tengo ya un pie en la tumba y el otro a medio entrar. Ya
estos ojos míos han visto demasiado. He visto todas las dolencias que se
cometen bajo el sol. Tanto llanto de inocentes esperando un consuelo que no
llega. Tanta risa de sinvergüenzas sin que nadie les ajuste las cuentas. Llevo
cien años esperando la liberación de mi pueblo. Pero, mira, cuando los oigo
hablar a ustedes, es como si una lucecita se me encendiera en mitad de la
noche. Sí, yo estoy seguro. Dios no faltará a su promesa. Nuestro pueblo será
libre algún día.
El viejo Simeón le dio un beso
al niño y me lo devolvió.
Simeón - Tómalo, muchacha. Ya puedo morirme tranquilo. En este niño y en los
que vengan detrás está la salvación de Israel y la esperanza de tantos pueblos
que sufren igual que el nuestro. ¡Sí, sí, pronto seremos libres, me lo da el
corazón! ¡El Mesías está cerca, muy cerca de nosotros!
María - ¡Viejo, por Dios, no grite! Por ahí anda una mujer un poco rara… Yo
creo que desde hace un rato nos está acechando.
Simeón - ¿Quién? ¿Esa vieja? No, hija, esa es de confianza. ¡Ana, ven acá!
Se llamaba igual que mi madre
y era una vieja gorda, toda vestida de negro, con una cara redonda y risueña.
Ana - ¿Qué te pasa
ahora, Simeón?
Simeón - Nada, mujer, aquí dándole a la lengua con este par de galileos que han
venido a presentar a su niño.
Ana - Deja ver… Ay, qué muñeco tan lindo… Enséñale a rezar, muchacha, que el
árbol se endereza desde pequeño.
Simeón - Eso es lo único que sabes hacer tú, reza que reza, como si con tanta
oración fueras a sonsacar a Dios.
Ana - Por lo menos, tengo entretenida la quijada, ¿saben? Y así se olvida
una del hambre.
José - ¿Y qué le pide
usted a Dios, abuela?
Ana - ¿Y qué le voy a pedir, mi hijo? Llevo ochenta y cuatro años pidiéndole
siempre lo mismo. Desde que me quedé viuda, y de eso hace ya mucho, le digo a
Dios: Escoge: o me mandas otro marido o me mandas al Mesías para que me haga
justicia, ¡porque así no hay quien aguante! ¡Y les juro que primero se va a
cansar Dios de oír mi monserga que yo de echársela!
Simeón - Pues, ¿sabes lo que te digo, Ana? Yo creo que Dios ya te está oyendo.
Con jóvenes como éstos saldremos adelante. Nosotros ya vamos para atrás, Ana.
¡Pero la antorcha de Israel no se apagará! ¡Ea, muchacho, toma tus dos pichones
y ofrécelos por este niño! ¡Y vayan pronto, que les van a cerrar la puerta!
José - Espérese, abuelo, mire, tome… los cuatro ases que me pidió antes.
Simeón - No, muchacho, te los regalo… Que sí, que son
tuyos.
José - Que no, abuelo, que usted tiene que comer. Tome los cuatro ases.
Simeón - ¡Que no, que te los
regalo he dicho!
María - ¡Válgame Dios,
ahora el pleito es al revés!
Y subimos por la escalinata
que da al atrio de las mujeres para cumplir la ceremonia de la purificación y
presentar a nuestro hijo ante el altar del Señor. A la salida del Templo, en la
explanada, ya no vimos al viejo Simeón. Al otro día, lo buscamos, pero Ana, la
rezadora, nos dijo que no había ido porque estaba enfermo. Al año siguiente,
cuando viajamos a Jerusalén, preguntamos por él, pero nadie nos supo decir qué
había sido del vendedor de palomas.