Castillo de Loarre, Huesca |
A mi gente casi la
tengo convencida de que utopía, lejos de ser algo imposible por más que
deseable, es aquello que aún no está al alcance de la mano pero bien podría
estarlo si, convencidos y decididos, nos proponemos alcanzarlo realizándolo.
Mi trabajo me está
costando, porque, dada la circunstancia actual y la anterior y la que se
sospecha llegará mañana, suena sinceramente a música celestial.
En esas estoy y me
llega otra palabra complicada, que desconocía hasta ahora: distopía.
Tiro de diccionario y
veo que no la reconoce. Indago un poco más y compruebo que tiene su lugar,
aunque no es demasiado extenso. La mejor definición de esta palabra que me
encuentro es: La distopía, el antónimo de la utopía, es un género que da mucho juego para
criticar, en clave de ficción, situaciones actuales.
O sea,
dicho de otro modo, si utopía es aquel futuro idílico universalmente deseable,
distopía se refiere a un horizonte apocalíptico del que más nos conviene huir.
Parece
ser que la palabra positiva, utopía, la acuñó Tomás Moro en su libro Dē Optimo Rēpūblicae Statu dēque Nova Insula Ūtopia, en el siglo XVI. La negativa,
distopía, tiene por autor a John Stuart Mill, que se apoyó para crearla en otra
de Bentham, cacotopía, allá por el siglo XIX. Y no quiero remontarme más,
porque entonces llegaríamos a Platón, y no es plan.
Menudo follón se me
presenta a partir de ahora. ¿Peor aún que esto? ¡Dios nos coja confesados!