No se lo voy a poner ahora que ya no le hace falta. Le bastó mi sola
presencia para romper a cantar. Y sólo aquí, para hablar de él, he usado “Mi
canario” o “Pichurri”, pero sólo por que no pareciera huérfano o abandonado.
Nunca lo estuvo. Lo adquirí para que mi mamá estuviera entretenida en
sus últimos tiempos, en que la vista, la audición y hasta el habla se le fueron
anulando. Luego mi papá simplemente dijo “llévatelo, hijo”. Y me lo traje.
Me ha acompañado durante nueve años. Alegre siempre, sus baños eran una
fiesta, no importa que salpicara cuanto pillara. En el mismo sitio donde ahora
se ve la jaula vacía, avisaba de alguien que entraba o salía, porque entonces
redoblaba sus trinos.
Lo he enterrado al pie del cedro, donde puse a mi jilguero hace ya
demasiado tiempo.
Ahora tengo el amplio ventanal expedito para ver entero el jardín y ya
no volverán a mojarse los cristales, ni las plantas del alfeizar a llenarse de
cáscaras de alpiste y de neguilla. No es ganancia.
Sólo querría saber la respuesta a esta pregunta: ¿Dónde van los
animalitos cuando se les agota la vida? ¿Tendrán su cielo particular o seguirán
acompañándonos?