Por cuestiones que no viene ahora el caso tener en cuenta ni comentar, hube de matricularme en la Escuela Universitaria de Estudios Empresariales, todavía en plan experimental. No era posible en Valladolid cursar estudios de economía en aquella época de otra manera que a través de la remozada Escuela de Comercio.
En el programa del primero de los tres cursos de que constaba la carrera existía una asignatura de relleno que se llamaba precisamente Historia del Comercio. La asistencia al par de horas a la semana que se dedicaban a esta materia era más bien escasa, y al clima desangelado que resultaba de la inmensa aula semivacía se unía la ramplona dicción del profesor ayudante que habitualmente la impartía.
Un día, qué se yo si era invierno o primavera, cuando llegué a la escuela encontré una animación y bullicio anormales, no sólo éramos muchos más, es que además había público completamente nuevo, incluso gente mayor salida de no se sabe dónde.
Yo tenía el prurito de ser ya un joven recio, codo con codo con la chiquillería recién salida del COU. Pero aquella tarde -las clases de la mañana estaban reservadas en aquel edificio para otros menesteres- pasé a situarme más o menos en la media aritmética en cuanto a los años vividos de los que llenábamos el salón tipo anfiteatro en que nos tenían cobijados a los de primero.
Como quiera que fuese, logré ocupar el mismo sitio que me era habitual: en el asiento izquierdo de la primera mesa de la fila del extremo derecho. Cuando Don Miguel entró, estaba el aula a rebosar. ¡Cielos!, me dije, ¿qué día es hoy y qué hago yo aquí con esta ropa?
A partir del momento en que Don Miguel Delibes comenzó a hablar, me sentí transportado a un séptimo cielo del goce y del disfrute. Y puedo presumir y presumo que no fui el único, que lo fueron muchos más, casi la totalidad.
No recuerdo qué fue lo que dijo al dictar aquella lección, hace ya demasiado tiempo, que corría el año del Señor de 1973. Sí creo que habló del comercio, de fenicios y romanos, de mercaderías y de trueque, de progreso y de riqueza… Para nada hizo alusión a la caza, ni a los campos castellanos, no citó a Mario ni a Lorenzo, tampoco comentó por qué cinco horas o si ratas o perdices. Sí se lió ante nuestra vista -entonces no era políticamente incorrecto hacerlo- un caldo de gallina tan gordo como sus enormes dedos, en tanto que yo (y mi compa Manuel) nos fumábamos una cachimba de aromático americano (aquel día me invitó él).
Leer cualquiera de las novelas de Delibes es gozar. Estar en una clase por él impartida, no importa sobre qué, es mismamente levitar, es salir de los estrechos márgenes del propio cuerpo y danzar entre arabescos de palabras.
Tras cuatro años de cursar sagrada teología en una universidad católica de postín, por primera vez en mi vida disfruté de un atisbo de eternidad. Así debe ser esa realidad allende el tiempo, donde todo sea luz y no se digan maravillas, pero todo resulte maravilloso.
Hoy, en la ciudad de Valladolid, a las 7:30 horas ha muerto en la discreción y humanidad que le fueron naturales Don Miguel Delibes Setién.
Ahora «podrá descansar de sus trabajos, porque va acompañado de sus obras» (Libro del Apocalipsis 14, 13), pero mucho me temo que en aquel bendito lugar sin espacio ni tiempo no le permitan callar, ansiosos todos de escuchar su verbo cálido y sencillo.
Abba se pondrá su bata más confortable y sus pantuflas de diario, por los juanetes, y ocupará, seguro, primera fila, que los puestos de presidencia no le van, ¡qué va!
4 comentarios:
DESCANSE EN PAZ.
Todo se ha dicho ya. Y tu has contado tu personal encuentro con un cariño muy especial.
Seguro que se habrá cumplido su último deseo, estoy segurísima.
Un abrazo muy fuerte.
Tuviste la suerte de ver a un maestro que no sabía que lo era. Y ahí es donde empieza a engrandecerse la figura humana e intelectual de los que de verdad, sin aparente esfuerzo, son grandes. Creo que Miguel Delibes siempre vio la vida como una metáfora, o mejor, como una parábola. Siempre te contaba algo para que aprendieses qué lugar ha de concederse a la memoria y cuál otro a la reflexión sobre la experiencia. Hace poco releía "El camino". Reí como entonces, pero vi mucho más claro todo aquel paisaje animado y el sentido trascendente, iniciático, de un simple viaje en tren.
Es tremendo ver a los políticos de turno colgar medallas a ancianos venerables. ¿Por qué personas como don Miguel no tenían ya todas las que merecían?
somos de aquí, pues en esas estamos…
Laura, desconozco qué deseo último pudiera haber tenido Don Miguel, pero no hace falta imaginar demasiado para aventurar que el encuentro con Ángeles, a la que hace más de 50 años que no ve, le puede haber animado a dar el gran y definitivo salto.
M.M.Clares, magnífica lección la que él dio, de corrido, con su sobada cazadora de ante, mate del todo, y su aire entre desgarbado y pueblerino. Eso sí, se quitó la visera al entrar, que nunca salía de casa sin ponérsela.
Así le veíamos los pucelanos transitar por la ciudad. Todo el mundo le reconocía, pero sólo algunas personas osaban incordiarle con el saludo, incluso inoportuno.
Ese reconocimiento, del que era manifiestamente consciente, no necesitaba de más medallas.
Así era él. Si incluso en su discurso al recibir el premio Cervantes dio muestras del desapego con que lo recibía. Lo que en ninguna manera quiere decir que no lo apreciara y agradeciese.
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