«En Solentiname, un retirado archipiélago en el Lago de Nicaragua, de población campesina, teníamos los domingos en vez de un sermón sobre el evangelio, un diálogo. Los comentarios de los campesinos solían ser de mayor profundidad que la de muchos teólogos, pero de una sencillez como la del mismo evangelio. No es de extrañarse: el evangelio o 'buena nueva' (la buena noticia a los pobres) fue escrito para ellos, y por gente como ellos.
Algunos amigos me aconsejaron que estos comentarios no los dejara perder, sino que los recogiera y los publicara en forma de libro. Por eso fue este libro […]
Este libro habla de una situación particular que tuvo Nicaragua, y de la situación internacional de aquel entonces, cuando hubo una mitad del mundo que creía en el comunismo. La realidad ha cambiado mucho, pero me parece que este libro no ha perdido actualidad, y que lo que en él se dice sigue siendo válido como el mismo evangelio. La utopía de entonces es la misma de ahora, y es la que se ha venido teniendo desde los profetas. La fe y la esperanza en un mundo mejor las tienen muchos ahora más que nunca, y me parece que aquellos que no las tienen también las deberían tener» (de la 'Introducción' de Ernesto Cardenal).
Corrían los últimos 70 y allí estábamos, en La Cañada de Puenteduero, “La Cañada”, (¿dónde dices?, preguntaban en la ciudad…) Un barrio hecho de ocupas sobre terreno público. Familias numerosas. Peones del campo y de la ciudad. Gentes llegadas de allende los límites provinciales en busca del bum industrial fasero. Casas manufacturadas en breves horas para que la autoridad no pudiera derribarlas al atardecer ya que a esa hora ya tenían colocado su tejado. ¿Tejado?, es un decir.
Aquella pequeña escuelita, que servía para aprender a leer, para entretener el ocio infantil y juvenil, para jugar al ajedrez o al parchís, para echar un bailoteo dominical, para enfrentarse a las carencias urbanísticas, para organizarse como barrio de las afueras y no reconocido, para acordar comunicados programáticos, para soñar con salidas culturales y campestres, para visionar pelis en super 8, para trabajar el barro y para cien mil cosas más, que cambiaba de fisonomía al cabo del día tropecientas veces según el público que fuera a acoger, los domingos se revestía de solemnidad para celebrar la Eucaristía. Y cuando no se cabía en el recinto, estaba disponible la campa, que ahí sí entrábamos todos.
En torno a la Mesa y la Palabra surgía un diálogo pequeño, muy pequeño, pero el nuestro, que así éramos. Y a falta de otras referencias, teníamos “El Evangelio en Solentiname”, 350 pelas, de la colección Pedal de Sígueme, Salamanca, 1978. Lo firmaba Ernesto Cardenal, pero era una colaboración de otro colectivo de allende el mar, que tenía otra singladura humana y social, pero que salvando las distancias, perseguía lo mismo que nosotros, y se apañaban como podían, tal que nosotros.
Aquella pequeña escuelita, que servía para aprender a leer, para entretener el ocio infantil y juvenil, para jugar al ajedrez o al parchís, para echar un bailoteo dominical, para enfrentarse a las carencias urbanísticas, para organizarse como barrio de las afueras y no reconocido, para acordar comunicados programáticos, para soñar con salidas culturales y campestres, para visionar pelis en super 8, para trabajar el barro y para cien mil cosas más, que cambiaba de fisonomía al cabo del día tropecientas veces según el público que fuera a acoger, los domingos se revestía de solemnidad para celebrar la Eucaristía. Y cuando no se cabía en el recinto, estaba disponible la campa, que ahí sí entrábamos todos.
En torno a la Mesa y la Palabra surgía un diálogo pequeño, muy pequeño, pero el nuestro, que así éramos. Y a falta de otras referencias, teníamos “El Evangelio en Solentiname”, 350 pelas, de la colección Pedal de Sígueme, Salamanca, 1978. Lo firmaba Ernesto Cardenal, pero era una colaboración de otro colectivo de allende el mar, que tenía otra singladura humana y social, pero que salvando las distancias, perseguía lo mismo que nosotros, y se apañaban como podían, tal que nosotros.
Pues, nada, que ahora lo recuerdo, ya que Laura se ha puesto también a recordar. Y los recuerdos tienen eso, que hilvanas cosas, que añoras otras, que la nostalgia aparece, que echas en falta lo jóvenes que éramos, que imaginas cómo serán ahora aquellas caras, que ya las cosas no son como fueron, que ¡cuánto esfuerzo realizado!, que si mereció la pena, que ¡por supuesto que sí!, que ¡fíjate, si esta niña es lo mismo que su madre cuando le limpiaba los mocos!, que si entonces sólo una fuente para tantas familias, que ¡cuánta gente se nos ha ido para siempre!, que qué fiestas aquellas del 79 cuando cortamos las calles porque no aguantábamos el polvo de los domingueros…
En fin, que muchas gracias, Laura, porque me has dado esta oportunidad para que no me olvide.
4 comentarios:
Es curioso como se enlazan las cosas en la vida.
Me animé a contar el primer viaje a Nicaragua gracias a tu entrada anterior, y ahora tu has enlazado con la mía. El puzzle de la vida, que coloca las fichas, unas al lado de otras para terminar el cuadro.
El Solentiname de Ernesto estaba en el archipiélago, el tuyo en La Cañada y el mío...en el 78, aprendiendo a instrumentar transplantes cardiacos con Luis y Payo.
Un abrazo muy muy fuerte
Pues sí, Laurita, qué de sorpresas te da la vida. Yo no es que esté curado de espanto, ¡qué va!, pero ya voy juntando un buen puñado de "casualidades" de este tipo como para pensar que las cosas suceden porque sí.
Tampoco es que crea que todo está pre-programado y tele-dirigido, como si fuéramos de alguna manera meros monigotes de feria.
Algún tipo de conexión interna y oculta debe existir, porque de otra manera no consigo explicármelo.
Aunque, bien mirado, ¿pará qué buscar explicaciones? ¡Disfrutemos de lo que sucede, aunque sea con las lágrimas a punto de brotar!
Ya sabes, besos.
Querido Miguel Ángel, hoy me tomo un rato para visitar a los amigos más queridos, que ahora después iré a ver a Laura en su jardín. Ese libro debe de ser una delicia, me puedo imaginar las palabras, que los de allá hablan como los ángeles hablarían el español si lo hablaran. Yo a veces leo el Evangelio, no con la ingenuidad y hermosura de la gente sencilla, que ya no puedo, sino como yo soy. Hay cosas que me fascinan. Uno de mis episodios preferidos es el del centurión con su niña enferma; me quedo ahí, en esa mente cuadrada del soldado obediente, con su fe pasmosa en el mundo espiritual, un mundo que le es ajeno en la rudeza de los cuarteles. Uf, es pura profundidad humana. Y otras cosas más que me asombran y me conmueven.
Un abrazo muy fuerte, amigo.
¡Hola! Clares, ya te estabas tardando en dar señales…
Sí, en Evangelio es inmenso; Jesús saca de las personas lo mejor que tienen dentro. Y el nivel de cada una no es transportable a otras, es sencillamente el suyo. El centurión vive en su esquema, la hemorroísa en el suyo, y así… Y Jesús también va aprendiendo cómo es cada ser humano, irrepetible y único. Y así nos trata a todos, personalmente.
¡A ver cuándo te vemos en tu blog!
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