Toda la semana estuvo la montaña soltando babas, como si fuera la espuma, el verrón que sale del puchero cuando hierve el buen cocido en la lumbre.
Estábamos acampados en Zuriza. Habíamos hecho varias cosas, incluida la mesa (Mesa de los Tres Reyes, esto para lo no iniciados. Hiru Erregen Mahaia para los vascos. Table des Trois Rois, su nombre en bearnes. Oye tú, el resto lo miras en Internet).
Pero amaneció claro, clarísimo. De un sol, vamos como para ir a los toros. Y la línea de la vecina Francia limpia a más no poder.
¡Este es el día! Vamos a por él. Él era el D´Anie. Un pico solo, aislado, hermoso, desafiante, fácil, muy fácil. Sólo tiene una puñeta: está rodeado de desierto de roca y hielo.
Muy de mañana, primero en coche, hasta la Piedra de San Martín. Luego, zapatilla, digo mejor, bota. Sin problemas. A la hora de la hora, arriba. Nos sentamos, disfrutamos, miramos, descansamos. ¿A comer? A comer. Los profesionales de la montaña no hacen tal, llegan, se paran, sólo un rato, y se bajan. Yo (nosotros) soy (somos) novato (novatos). De los de fardel, sentarse, abrir, comer, fumar y, luego, mucho luego después, volver bajando.
En mi ignorancia sentí extrañeza de que ese día no hubiera nadie arriba de los que yo vi subiendo. Ostras, qué pasará, ¿se irán porque tienen fiesta?
Y empezamos a bajar, despacio, con calma, disfrutando, pie pie, pie pie, como siempre, vamos.
Pero a media bajada llegó la muy puñetera: la niebla. Ni avisó, cayó. Vamos, como una piedra. No hay problema, hay señales, que los franceses son muy precavidos y tal. Pero ¡ya! No se veía ni torta más allá de las narices.
Oye, ¿por dónde? Qui lo sá, por acá. Pero ná. Nos paramos, dudamos, titubeamos… Y entonces la perrilla, vamos la Moli movió con gracia su rabo, ladró como ella solo sabe, trotó a mi alrededor y se puso por delante. Con ella de guía sorteamos las dolinas (huecos de gigante abiertos en la montaña donde la nieve anida y hasta se hace hielo) y encontramos el sendero. Un cruce. Piedra de San Martín al frente, Pierre du Saint Martain, a derecha, y Piedra, ya sabes de quién, a la izquierda. Otra vez, ostras.
Cogimos una, ya ni me acuerdo cuál. Otro cruce, e igual. O sea, lo mismo. La Moli tiraba adelante, pues a seguirla. Al final, una choza. Risas, parloteo en arameo, hay gente, llama. Y llamé. Y abrieron, y te juro que no hubo manera de entendernos. Ni francés, ni vasco (que algo me suena) ni por supuesto castellano. Por gestos, a saltos, haciendo muecas…, total que se enteraron por fin de que no sabíamos dónde estábamos. Una moza sanota, con la cara arrebolada por el anís que se estaban mamando dentro, cogió una furgoneta, nos metió como si fuésemos cabras, y nos dejó, después de recorrer una pista que dejó mis huesos golpeados, en una plaza asfaltada. Nos mandó bajar, todo esto a gruñidos ininteligibles, cerró la puerta, dio media vuelta y marchó.
Nos quedamos en la nada, asfaltada, pero nada. Pues a andar. Y anduvimos, y descubrimos unas sombras muy altas, que no eran rocas, no, que eran edificios.
¡Zas! Ésta nos ha dejado en la estación, de La Piedra de San Martín, por supuesto. Una familia de turistas no nos entiende, otro que va suelto tampoco, y yo venga decir carretera, route, coche, voiture, puerto, port, nada, ni pamplona.
¿Son ustedes de Valencia? dice una voz alto y claro en perfecto castellano. No, de Valladolid. Ah claro, que también Valladolid empieza por uve. No se preocupe, que ya he visto su R-6 solo allá arriba. Y nos coge a todos, Moli incluida, y nos lleva en su todo terreno hasta lo alto del puerto, (de La Piedra de San Martín qué te habías creído), justo junto al coche (R-6, por supuesto).
El tal pavo era un francés que tenía alquilado en lo alto del puerto (ya no lo repito que puede sonar a pitorreo, y seguro que te sabes de qué puerto hablo) una choza a los ganaderos. Pasa allí temporadas, aislado, solitario no, sí meditando (supongo que de lo divino y lo humano). Aquella mañana, o tarde, o lo que ya qué sé yo qué era, vio nuestro coche solitario en medio de la niebla y sospechó lo que pasaba. Así que se puso en movimiento y nos encontró. Porque bajó a la estación de esquí, -de La Piedra de San Martín, qué te creías- no a comprar no, no a tomarse una copa que tampoco, bajó sólo sólo para buscarnos.
Luego van y dicen, oye los ángeles, eso es magia, eso es fantasía, eso es un comecocos, vamos ni que estuviéramos en la era de las alucinaciones. Que no, que no hay ángeles.
Pues bueno. Tal vez no los haya, pero a mí al menos aquel día (y otros muchos que os contaré) me salieron al camino tres ángeles: La Moli, la muchacha gabacha y el también gabacho del todo terreno.
Hoy, esta mañana, la Moli se ha largado antes del paseo pinariego tras un gato (el jodido duerme en el patio, y estaba la pobre inquieta, que ya me di cuenta). Abrí la puerta y salió como loca. Dimos el paseo sólo con Pancho, que es un bendito. Volvimos a casa y nada. Me fui al centro de papeleos, voy al Tanatorio a achuchar a Chuchi que se le ha muerto su madre. Salgo del Tanatorio, hosti, empieza a llover. Pobre Moli, como una sopa. Ni baño ni leches, me voy para casa. Llego calado, que del tanatorio a mi casa hay que atravesar toda la ciudad, y lloviendo poco pero lloviendo, lo dicho, mojado hasta el calzoncillo. Y llego y ahí está la tunanta.
Abro la puerta, entra, la doy una galleta, la seco con su toalla, se tumba en el sofá y yo la tapo.
¿Qué iba a hacer? Es la Moli, uno de mis ángeles más preciados.
Estábamos acampados en Zuriza. Habíamos hecho varias cosas, incluida la mesa (Mesa de los Tres Reyes, esto para lo no iniciados. Hiru Erregen Mahaia para los vascos. Table des Trois Rois, su nombre en bearnes. Oye tú, el resto lo miras en Internet).
Pero amaneció claro, clarísimo. De un sol, vamos como para ir a los toros. Y la línea de la vecina Francia limpia a más no poder.
¡Este es el día! Vamos a por él. Él era el D´Anie. Un pico solo, aislado, hermoso, desafiante, fácil, muy fácil. Sólo tiene una puñeta: está rodeado de desierto de roca y hielo.
Muy de mañana, primero en coche, hasta la Piedra de San Martín. Luego, zapatilla, digo mejor, bota. Sin problemas. A la hora de la hora, arriba. Nos sentamos, disfrutamos, miramos, descansamos. ¿A comer? A comer. Los profesionales de la montaña no hacen tal, llegan, se paran, sólo un rato, y se bajan. Yo (nosotros) soy (somos) novato (novatos). De los de fardel, sentarse, abrir, comer, fumar y, luego, mucho luego después, volver bajando.
En mi ignorancia sentí extrañeza de que ese día no hubiera nadie arriba de los que yo vi subiendo. Ostras, qué pasará, ¿se irán porque tienen fiesta?
Y empezamos a bajar, despacio, con calma, disfrutando, pie pie, pie pie, como siempre, vamos.
Pero a media bajada llegó la muy puñetera: la niebla. Ni avisó, cayó. Vamos, como una piedra. No hay problema, hay señales, que los franceses son muy precavidos y tal. Pero ¡ya! No se veía ni torta más allá de las narices.
Oye, ¿por dónde? Qui lo sá, por acá. Pero ná. Nos paramos, dudamos, titubeamos… Y entonces la perrilla, vamos la Moli movió con gracia su rabo, ladró como ella solo sabe, trotó a mi alrededor y se puso por delante. Con ella de guía sorteamos las dolinas (huecos de gigante abiertos en la montaña donde la nieve anida y hasta se hace hielo) y encontramos el sendero. Un cruce. Piedra de San Martín al frente, Pierre du Saint Martain, a derecha, y Piedra, ya sabes de quién, a la izquierda. Otra vez, ostras.
Cogimos una, ya ni me acuerdo cuál. Otro cruce, e igual. O sea, lo mismo. La Moli tiraba adelante, pues a seguirla. Al final, una choza. Risas, parloteo en arameo, hay gente, llama. Y llamé. Y abrieron, y te juro que no hubo manera de entendernos. Ni francés, ni vasco (que algo me suena) ni por supuesto castellano. Por gestos, a saltos, haciendo muecas…, total que se enteraron por fin de que no sabíamos dónde estábamos. Una moza sanota, con la cara arrebolada por el anís que se estaban mamando dentro, cogió una furgoneta, nos metió como si fuésemos cabras, y nos dejó, después de recorrer una pista que dejó mis huesos golpeados, en una plaza asfaltada. Nos mandó bajar, todo esto a gruñidos ininteligibles, cerró la puerta, dio media vuelta y marchó.
Nos quedamos en la nada, asfaltada, pero nada. Pues a andar. Y anduvimos, y descubrimos unas sombras muy altas, que no eran rocas, no, que eran edificios.
¡Zas! Ésta nos ha dejado en la estación, de La Piedra de San Martín, por supuesto. Una familia de turistas no nos entiende, otro que va suelto tampoco, y yo venga decir carretera, route, coche, voiture, puerto, port, nada, ni pamplona.
¿Son ustedes de Valencia? dice una voz alto y claro en perfecto castellano. No, de Valladolid. Ah claro, que también Valladolid empieza por uve. No se preocupe, que ya he visto su R-6 solo allá arriba. Y nos coge a todos, Moli incluida, y nos lleva en su todo terreno hasta lo alto del puerto, (de La Piedra de San Martín qué te habías creído), justo junto al coche (R-6, por supuesto).
El tal pavo era un francés que tenía alquilado en lo alto del puerto (ya no lo repito que puede sonar a pitorreo, y seguro que te sabes de qué puerto hablo) una choza a los ganaderos. Pasa allí temporadas, aislado, solitario no, sí meditando (supongo que de lo divino y lo humano). Aquella mañana, o tarde, o lo que ya qué sé yo qué era, vio nuestro coche solitario en medio de la niebla y sospechó lo que pasaba. Así que se puso en movimiento y nos encontró. Porque bajó a la estación de esquí, -de La Piedra de San Martín, qué te creías- no a comprar no, no a tomarse una copa que tampoco, bajó sólo sólo para buscarnos.
Luego van y dicen, oye los ángeles, eso es magia, eso es fantasía, eso es un comecocos, vamos ni que estuviéramos en la era de las alucinaciones. Que no, que no hay ángeles.
Pues bueno. Tal vez no los haya, pero a mí al menos aquel día (y otros muchos que os contaré) me salieron al camino tres ángeles: La Moli, la muchacha gabacha y el también gabacho del todo terreno.
Hoy, esta mañana, la Moli se ha largado antes del paseo pinariego tras un gato (el jodido duerme en el patio, y estaba la pobre inquieta, que ya me di cuenta). Abrí la puerta y salió como loca. Dimos el paseo sólo con Pancho, que es un bendito. Volvimos a casa y nada. Me fui al centro de papeleos, voy al Tanatorio a achuchar a Chuchi que se le ha muerto su madre. Salgo del Tanatorio, hosti, empieza a llover. Pobre Moli, como una sopa. Ni baño ni leches, me voy para casa. Llego calado, que del tanatorio a mi casa hay que atravesar toda la ciudad, y lloviendo poco pero lloviendo, lo dicho, mojado hasta el calzoncillo. Y llego y ahí está la tunanta.
Abro la puerta, entra, la doy una galleta, la seco con su toalla, se tumba en el sofá y yo la tapo.
¿Qué iba a hacer? Es la Moli, uno de mis ángeles más preciados.
1 comentario:
Pues sí, tres ángeles :-))
Pero esta buena gente (y buena perrita) no salen en los Telediarios y en los programas-basura esos... puajsss
A mi madre también se le aparecen a veces ángeles así... un día igual cuento una historia suya que me gusta mucho :-)
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