Internet es un medio público. Internet es neutro. Internet ni manda ni prohíbe. Es un lugar donde todo es recibido. Es también un medio sobre el que convergen millones de ojos. Curiosidad. ¿Sólo curiosidad? También hay sed de información, afán de aprender, necesidad de encontrar respuestas; y sus recíprocas: informar, enseñar, responder…
De todo ello y de mucho más he usado y disfrutado desde que, hace apenas unos meses, navego por este mar inmenso de posibilidades.
Esta noche quiero volver a tentar a la suerte, volver a tirar otra botella al agua para que llegue al puerto que sea o simplemente se llene de líquido y se hunda hasta el fondo.
Anoche terminé de leer un libro que me ha ayudado sobremanera. Su autora, Dolores Aleixandre; título, Las puertas de la tarde; subtítulo: Envejecer con esplendor. Editado por Sal Terrae. No. No es publicidad. Tampoco tengo permiso para usarlo en público, pero no creo que lo que ahora escriba vaya a causar infracción de la ley de propiedad intelectual, como reza en una de las primeras páginas. En todo caso, asumiré mi responsabilidad. Necesito decir algo y lo voy a hacer.
Me lo han regalado. Al cumplir 60 años una amiga entrañable juzgó que yo entraba en la etapa que solemos etiquetar como Tercera Edad. Me vendría bien, me dijo, que empezara a pensar en ello. Y me lo dio.
Empecé a leerlo por el único motivo de que su autora me deleita y me maravilla con su manera de interpretar la Sagrada Escritura, por su dominio para relacionar lo que nunca yo relacionaría, por la profundidad a la que llega en el estudio de personajes y situaciones; en suma, porque me hacía gustosos textos a simple vista áridos para mí.
Y empecé poco a poco, como con desgana (yo ¿tercera edad? Pero ¡si corro como una liebre y nado como un delfín!); cinco páginas una noche, otras cinco o seis la siguiente… En fin, todo el verano para llegar a la página 174.
Anoche fue distinto. Empecé el capítulo 17, Ensayo general. Dolores fue introduciéndome en eso que ahora está tan desfasado y hasta ocultado: cómo prepararse para morir. Y ahí me cogió del todo y de repente. Y lo acabé. Y pasé al siguiente, el 18, Las manos del trapecista, y me derrumbé (lloré con calma y suavemente, me llené de paz y me perdoné). Terminé el capítulo, apagué la luz y me dormí plácidamente. La noche vino a mí con toda su luminosidad.
El libro me había ayudado a entender la muerte de mamá. Ojalá me ayude a preparar la mía.
Hace tres años y medio, exactamente el 7 de mayo de 2005, mi madre se moría. Había perdido la vista al deteriorarse la mácula. Estaba prácticamente sorda. El cáncer había destruido su lengua. Creo que sólo nos reconocía a papá y a sus hijos por el olor y por el tacto. Habíamos decidido ella y nosotros que nada de cortar, ni rajar ni especular con su cuerpo; lo que había es lo que había, y a esperar en casa, por supuesto.
Aquella tarde, sobre las 4 más o menos, con una voz que no era voz me dijo ¡ayúdame, me muero! Apenas la oí, pero entendí. Agarré más fuerte su mano, pegué mi boca a su oreja menos mala y dije: ¡Mamá, confía en Dios, déjate llevar! Lo repetí muchas veces. Papá asistía en silencio, me dejaba hacer. Mi hermano estaba en otra parte de la casa. En ningún momento se me ocurrió ofrecerla una plegaria, un salmo, leer algún pasaje bíblico, recitar jaculatorias de las que ella sabía… Simplemente ¡Mamá, confía en Dios, déjate llevar! Como si fuera un mantra. Eso fue lo que hice.
Era sábado. Llegaba la hora de la misa en la parroquia y como ella ya no hablaba ni se movía, sólo respiraba, avisé a mi hermano de que tenía que irme. Después de la misa, cuando volvía en bici para casa, mi hermano me llamó para decirme: no corras demasiado, acaba de morir. Ha dicho algo, pregunté. Desde que te fuiste no se ha movido, respondió; solamente una expiración profunda y ya.
Murió papá a los pocos días, exactamente el 10 de junio. Se durmió.
Sus muertes han sido como sus vidas: discretas, aleccionadoras, fortificantes, mejor revitalizantes. Sus presencias las siento muy vivas aún.
Sin embargo, yo tenía una pena metida en alguna parte del alma. Sentía que la súplica de mi madre pidiéndome ayuda estaba ahí, como insatisfecha, como cuando de pequeño me reñía: ¡qué te he dicho (ella quería decir enseñado)! ¡sabes más de lo que expresas! ¡sé capaz de sacar más de ti!
No era un rum-rum permanente; sólo de vez en cuando; tampoco había motivo para notarlo, simplemente lo sentía.
Anoche, leyendo a Dolores Aleixandre en el párrafo que empieza diciendo: «Saber caer, soltar…» caí en la cuenta, sentí la aprobación de mamá y yo me convencí de mi acierto. Lo había hecho bien. No tenía que sentir ni culpa ni pena. Hice lo que ella quería y todo lo que yo sabía y podía hacer. Y al sentir la mirada cariñosa de mamá, corrieron mis lágrimas hasta la sábana y me concedí el perdón.
Y porque quiero que esto ayude a quien lo necesite lo voy a transcribir a continuación. Es sólo una parte del capítulo 18, págs. 185 a 187. Dolores cita en este texto a R. M Rilke, Cartas a un joven poeta, Siglo XX, Buenos Aires, 1959, 54 y a Henry Nouwen, Escritos esenciales, Sal Terrae, Santander 1999, 146-147.
»Cuando algo se me cae desde la ventana,
aunque sea lo más menudo,
¡cómo se precipita la ley de gravedad,
fuerte cual el viento del mar,
sobre cada brizna; sobre cada baya,
y las conduce al corazón del mundo!
Cada cosa está vigilada por un hada pronta a volar:
Así cada piedra, y cada flor,
y cada niño por la noche.
»Solamente a nosotros, henchidos de soberbia,
nos urge abandonar estas correspondencias
para ir al vano espacio de alguna libertad,
en lugar de entregarnos a las fuerzas prudentes
y de elevarnos como un árbol.
En vez de acomodarnos, dóciles y tranquilos,
a las rutas amplísimas,
nos enlazamos de muchas maneras,
y el que se aparta de los círculos
queda indeciblemente solo.
Debe aprender entonces de las cosas,
a empezar nuevamente como un niño.
Pues ellas, que pendían del corazón de Dios,
de él nunca se alejarán.
El que osó superar
en el vuelo a los pájaros,
otra vez una cosa debe saber: ¡caer!
Pacientemente descansar
en la gravedad».
»Saber caer, soltar… Difícil aprendizaje para nosotros, que nacemos con un fuerte instinto prensor y a lo largo de nuestra vida solemos ejercitarlo en sus mil modalidades de agarrar, apoderarnos, retener, sujetar, asir, prender, hacer presa, aferrar, controlar… Nada nos es tan ajeno como ese «pacientemente descansar en la gravedad» y «pender del corazón de Dios». Como en aquella historia del alpinista que, en medio de la noche, se deslizó por un helero agarrado a su cuerda, quedando suspendido en el vacío. Cuando le pidió a Dios que acudiera en su auxilio, escuchó su voz que le decía: «¡Suelta la cuerda!» No se atrevió a hacerlo hasta que, al amanecer, ya casi congelado, se dio cuenta de que sólo la distancia de medio metro le separaba del suelo. Pero preferimos «morir congelados» antes de hacer ese gesto sencillo de abrir las manos y soltar.
»Quizá fue eso lo que más debió de deslumbrar a Pablo de Jesús: aquello de que, «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente ser igual a Dios…». El término que emplea podría traducirse como «aferrar una presa o un botín», algo que nuestras manos posesivas conocen bien, mientras que Él parecía ignorar en qué consiste ese gesto, porque en Él todo era apertura, abandono, descentramiento, capacidad de entrega y de acogida. Y es ése el gran aprendizaje que tenemos que ir haciendo a lo largo de nuestra vida, algo que el Salmo 46 llama «rendirse»: «Rendíos y reconoced que yo soy Dios» (46, 11); y el verbo empleado significa también abandonar, soltar, ceder, cejar, permitir, consentir…
Lo refleja bien esta anécdota que cuenta Henry Nouwen: «Los Flying Rodleigh son unos trapecistas que actúan en el circo alemán Simoneit-Barum. Cuando el circo llegó a Friburgo hace dos años, mis amigos Franz y Reny nos invitaron a mi padre y a mí a ver el espectáculo. Nunca olvidaré cuán extasiado quedé cuando vi por primera vez a los Rodleigh moverse en el aire, volando y agarrándose como elegantes bailarines. Al día siguiente, regresé al circo para verlos de nuevo y me presenté a ellos como uno de sus grandes admiradores. Me invitaron a asistir a sus sesiones de práctica, me dieron billetes de entrada gratis, me invitaron a cenar y me sugirieron que viajara con ellos durante una semana en un futuro próximo. Lo hice, y nos convertimos en buenos amigos. Un día, estaba yo sentado con Rodleigh, el jefe del grupo, en su caravana, hablando sobre los saltos de los trapecistas. Y me dijo : “Como saltador, tengo que confiar por completo en mi portor. El público podría pensar que yo soy la gran estrella del trapecio, pero la verdadera estrella es Joe, mi portor. Tiene que estar allí para mí con una precisión instantánea, y agarrarme en el aire cuando voy a su encuentro después de saltar”. “¿Cuál es la clave?”, le pregunté. “El secreto –me dijo Rodleigh- es que el saltador no hace nada, y el portor lo hace todo. Cuando salto al encuentro de Joe, no tengo más que extender mis brazos y mis manos y esperar que él me agarre y me lleve con seguridad al trampolín”. “¿Qué tú no haces nada?”, pregunté sorprendido. “Nada –repitió Rodleigh-. Lo peor que puede hacer el saltador es tratar de agarrar al portor. Yo no debo agarrar a Joe. Es él quien tiene que agarrarme a mí. Si yo aprieto las muñecas de Joe, podría partírselas, o él podría partirme las mías, y eso tendría consecuencias fatales para los dos. El saltador tiene que volar, y el portor agarrar; y el saltador debe confiar, con los brazos extendidos, en que su portor esté allí en el momento preciso”.
»Cuando Joe dijo esto con tanta convicción, en mi mente brillaron las palabras de Jesús: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”. Morir es confiar en el portor. Cuidar de los moribundos es decir: “No temáis. Recordad que sois los hijos amados de Dios. Dios se hará presente cuando deis el salto. No tratéis de agarrarlo; él os agarrará a vosotros. Lo único que debéis hacer es extender vuestros brazos y vuestras manos y confiar, confiar, confiar».
De todo ello y de mucho más he usado y disfrutado desde que, hace apenas unos meses, navego por este mar inmenso de posibilidades.
Esta noche quiero volver a tentar a la suerte, volver a tirar otra botella al agua para que llegue al puerto que sea o simplemente se llene de líquido y se hunda hasta el fondo.
Anoche terminé de leer un libro que me ha ayudado sobremanera. Su autora, Dolores Aleixandre; título, Las puertas de la tarde; subtítulo: Envejecer con esplendor. Editado por Sal Terrae. No. No es publicidad. Tampoco tengo permiso para usarlo en público, pero no creo que lo que ahora escriba vaya a causar infracción de la ley de propiedad intelectual, como reza en una de las primeras páginas. En todo caso, asumiré mi responsabilidad. Necesito decir algo y lo voy a hacer.
Me lo han regalado. Al cumplir 60 años una amiga entrañable juzgó que yo entraba en la etapa que solemos etiquetar como Tercera Edad. Me vendría bien, me dijo, que empezara a pensar en ello. Y me lo dio.
Empecé a leerlo por el único motivo de que su autora me deleita y me maravilla con su manera de interpretar la Sagrada Escritura, por su dominio para relacionar lo que nunca yo relacionaría, por la profundidad a la que llega en el estudio de personajes y situaciones; en suma, porque me hacía gustosos textos a simple vista áridos para mí.
Y empecé poco a poco, como con desgana (yo ¿tercera edad? Pero ¡si corro como una liebre y nado como un delfín!); cinco páginas una noche, otras cinco o seis la siguiente… En fin, todo el verano para llegar a la página 174.
Anoche fue distinto. Empecé el capítulo 17, Ensayo general. Dolores fue introduciéndome en eso que ahora está tan desfasado y hasta ocultado: cómo prepararse para morir. Y ahí me cogió del todo y de repente. Y lo acabé. Y pasé al siguiente, el 18, Las manos del trapecista, y me derrumbé (lloré con calma y suavemente, me llené de paz y me perdoné). Terminé el capítulo, apagué la luz y me dormí plácidamente. La noche vino a mí con toda su luminosidad.
El libro me había ayudado a entender la muerte de mamá. Ojalá me ayude a preparar la mía.
Hace tres años y medio, exactamente el 7 de mayo de 2005, mi madre se moría. Había perdido la vista al deteriorarse la mácula. Estaba prácticamente sorda. El cáncer había destruido su lengua. Creo que sólo nos reconocía a papá y a sus hijos por el olor y por el tacto. Habíamos decidido ella y nosotros que nada de cortar, ni rajar ni especular con su cuerpo; lo que había es lo que había, y a esperar en casa, por supuesto.
Aquella tarde, sobre las 4 más o menos, con una voz que no era voz me dijo ¡ayúdame, me muero! Apenas la oí, pero entendí. Agarré más fuerte su mano, pegué mi boca a su oreja menos mala y dije: ¡Mamá, confía en Dios, déjate llevar! Lo repetí muchas veces. Papá asistía en silencio, me dejaba hacer. Mi hermano estaba en otra parte de la casa. En ningún momento se me ocurrió ofrecerla una plegaria, un salmo, leer algún pasaje bíblico, recitar jaculatorias de las que ella sabía… Simplemente ¡Mamá, confía en Dios, déjate llevar! Como si fuera un mantra. Eso fue lo que hice.
Era sábado. Llegaba la hora de la misa en la parroquia y como ella ya no hablaba ni se movía, sólo respiraba, avisé a mi hermano de que tenía que irme. Después de la misa, cuando volvía en bici para casa, mi hermano me llamó para decirme: no corras demasiado, acaba de morir. Ha dicho algo, pregunté. Desde que te fuiste no se ha movido, respondió; solamente una expiración profunda y ya.
Murió papá a los pocos días, exactamente el 10 de junio. Se durmió.
Sus muertes han sido como sus vidas: discretas, aleccionadoras, fortificantes, mejor revitalizantes. Sus presencias las siento muy vivas aún.
Sin embargo, yo tenía una pena metida en alguna parte del alma. Sentía que la súplica de mi madre pidiéndome ayuda estaba ahí, como insatisfecha, como cuando de pequeño me reñía: ¡qué te he dicho (ella quería decir enseñado)! ¡sabes más de lo que expresas! ¡sé capaz de sacar más de ti!
No era un rum-rum permanente; sólo de vez en cuando; tampoco había motivo para notarlo, simplemente lo sentía.
Anoche, leyendo a Dolores Aleixandre en el párrafo que empieza diciendo: «Saber caer, soltar…» caí en la cuenta, sentí la aprobación de mamá y yo me convencí de mi acierto. Lo había hecho bien. No tenía que sentir ni culpa ni pena. Hice lo que ella quería y todo lo que yo sabía y podía hacer. Y al sentir la mirada cariñosa de mamá, corrieron mis lágrimas hasta la sábana y me concedí el perdón.
Y porque quiero que esto ayude a quien lo necesite lo voy a transcribir a continuación. Es sólo una parte del capítulo 18, págs. 185 a 187. Dolores cita en este texto a R. M Rilke, Cartas a un joven poeta, Siglo XX, Buenos Aires, 1959, 54 y a Henry Nouwen, Escritos esenciales, Sal Terrae, Santander 1999, 146-147.
»Cuando algo se me cae desde la ventana,
aunque sea lo más menudo,
¡cómo se precipita la ley de gravedad,
fuerte cual el viento del mar,
sobre cada brizna; sobre cada baya,
y las conduce al corazón del mundo!
Cada cosa está vigilada por un hada pronta a volar:
Así cada piedra, y cada flor,
y cada niño por la noche.
»Solamente a nosotros, henchidos de soberbia,
nos urge abandonar estas correspondencias
para ir al vano espacio de alguna libertad,
en lugar de entregarnos a las fuerzas prudentes
y de elevarnos como un árbol.
En vez de acomodarnos, dóciles y tranquilos,
a las rutas amplísimas,
nos enlazamos de muchas maneras,
y el que se aparta de los círculos
queda indeciblemente solo.
Debe aprender entonces de las cosas,
a empezar nuevamente como un niño.
Pues ellas, que pendían del corazón de Dios,
de él nunca se alejarán.
El que osó superar
en el vuelo a los pájaros,
otra vez una cosa debe saber: ¡caer!
Pacientemente descansar
en la gravedad».
»Saber caer, soltar… Difícil aprendizaje para nosotros, que nacemos con un fuerte instinto prensor y a lo largo de nuestra vida solemos ejercitarlo en sus mil modalidades de agarrar, apoderarnos, retener, sujetar, asir, prender, hacer presa, aferrar, controlar… Nada nos es tan ajeno como ese «pacientemente descansar en la gravedad» y «pender del corazón de Dios». Como en aquella historia del alpinista que, en medio de la noche, se deslizó por un helero agarrado a su cuerda, quedando suspendido en el vacío. Cuando le pidió a Dios que acudiera en su auxilio, escuchó su voz que le decía: «¡Suelta la cuerda!» No se atrevió a hacerlo hasta que, al amanecer, ya casi congelado, se dio cuenta de que sólo la distancia de medio metro le separaba del suelo. Pero preferimos «morir congelados» antes de hacer ese gesto sencillo de abrir las manos y soltar.
»Quizá fue eso lo que más debió de deslumbrar a Pablo de Jesús: aquello de que, «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente ser igual a Dios…». El término que emplea podría traducirse como «aferrar una presa o un botín», algo que nuestras manos posesivas conocen bien, mientras que Él parecía ignorar en qué consiste ese gesto, porque en Él todo era apertura, abandono, descentramiento, capacidad de entrega y de acogida. Y es ése el gran aprendizaje que tenemos que ir haciendo a lo largo de nuestra vida, algo que el Salmo 46 llama «rendirse»: «Rendíos y reconoced que yo soy Dios» (46, 11); y el verbo empleado significa también abandonar, soltar, ceder, cejar, permitir, consentir…
Lo refleja bien esta anécdota que cuenta Henry Nouwen: «Los Flying Rodleigh son unos trapecistas que actúan en el circo alemán Simoneit-Barum. Cuando el circo llegó a Friburgo hace dos años, mis amigos Franz y Reny nos invitaron a mi padre y a mí a ver el espectáculo. Nunca olvidaré cuán extasiado quedé cuando vi por primera vez a los Rodleigh moverse en el aire, volando y agarrándose como elegantes bailarines. Al día siguiente, regresé al circo para verlos de nuevo y me presenté a ellos como uno de sus grandes admiradores. Me invitaron a asistir a sus sesiones de práctica, me dieron billetes de entrada gratis, me invitaron a cenar y me sugirieron que viajara con ellos durante una semana en un futuro próximo. Lo hice, y nos convertimos en buenos amigos. Un día, estaba yo sentado con Rodleigh, el jefe del grupo, en su caravana, hablando sobre los saltos de los trapecistas. Y me dijo : “Como saltador, tengo que confiar por completo en mi portor. El público podría pensar que yo soy la gran estrella del trapecio, pero la verdadera estrella es Joe, mi portor. Tiene que estar allí para mí con una precisión instantánea, y agarrarme en el aire cuando voy a su encuentro después de saltar”. “¿Cuál es la clave?”, le pregunté. “El secreto –me dijo Rodleigh- es que el saltador no hace nada, y el portor lo hace todo. Cuando salto al encuentro de Joe, no tengo más que extender mis brazos y mis manos y esperar que él me agarre y me lleve con seguridad al trampolín”. “¿Qué tú no haces nada?”, pregunté sorprendido. “Nada –repitió Rodleigh-. Lo peor que puede hacer el saltador es tratar de agarrar al portor. Yo no debo agarrar a Joe. Es él quien tiene que agarrarme a mí. Si yo aprieto las muñecas de Joe, podría partírselas, o él podría partirme las mías, y eso tendría consecuencias fatales para los dos. El saltador tiene que volar, y el portor agarrar; y el saltador debe confiar, con los brazos extendidos, en que su portor esté allí en el momento preciso”.
»Cuando Joe dijo esto con tanta convicción, en mi mente brillaron las palabras de Jesús: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”. Morir es confiar en el portor. Cuidar de los moribundos es decir: “No temáis. Recordad que sois los hijos amados de Dios. Dios se hará presente cuando deis el salto. No tratéis de agarrarlo; él os agarrará a vosotros. Lo único que debéis hacer es extender vuestros brazos y vuestras manos y confiar, confiar, confiar».
2 comentarios:
Realmente precioso. La imagen del trapecista portor como símbolo de Dios que nos ama y que no nos dejará caer es magnífica :-)
¡Qué bonito!
Saltar y confiar...es toda la propuesta.
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