Siete lazos verdes

 
SIETE LAZOS VERDES

Habían quedado en un banco, frente a la escultura de Miguel Íscar. Era la hora de la siesta de una tarde primaveral del mes de junio. Ella hacía ya catorce minutos que esperaba impaciente la llegada de Miguel. Le conoció un día haciendo senderismo en una de las muchas excursiones que organizaba la asociación cultural El Corro. No era muy guapo ni destacaba por su físico, más bien esmirriado; ni por casi nada por lo que una mujer, a primera vista, se sintiera atraída por un hombre; pero tenía algo especial que le hacía estar cómoda a su lado. Además, era tímidamente simpático y ella repudiaba todo aquello que sonara a machismo y fanfarronería sin más. Las cabezas huecas y minipensantes nunca le agradaron; y los chulos prepotentes, menos. Se sentía querida, mimada y respetada.
Iba a ser la primera vez que se verían a solas como novios formales. Uno al otro se lo habían dicho el día anterior a la salida del cine. Podían haber concertado la cita en cualquier plaza, en cualquier bar de pinchos, en cualquier sitio más rutinario de la ciudad como lo hacían las demás parejas; pero a los dos les iba la naturaleza, la soledad, el romántico silencio y la frescura salvaje y recóndita del Campo Grande. Estaba ensimismada. La temperatura, en aquel rincón, no era demasiado sofocante; pero le sudaban las manos y notaba cierto calor por detrás de las orejas; sería algo de nervios, pensó.
- Perdona, Ángeles, por llegar un poco tarde. Venía por el Paseo de los Castaños pensando en nuestro primer encuentro sin amigos de por medio; y antes de llegar a la Fuente de la Fama, me paré un momento y me ocurrió algo curioso.
- No importa. Anda, dame un beso y cuéntame qué te ha pasado.
El muchacho, que esperaba una cariñosa reprimenda por parte de su novia, se quedó bastante cortado. Él, de por sí, era algo tímido, introvertido, poco dado a la palabrería sin más. Casi como un autómata, se sentó al lado de la chica. Ella le puso ambas manos en las mejillas y suavemente le atrajo hacia sí. Miguel, todavía no se enteraba demasiado, pero aceptaba de buen grado las pequeñas carantoñas e insinuantes arrumacos que Ángeles, un poco más atrevida, le proporcionaba.
- Gracias, cariño. Lo siento, pero estoy todavía bastante confundido con lo que me ha pasado según venía hacia aquí.
- Bueno, está bien. Tranquilízate un poco y me lo cuentas.
- No, si seguramente es una tontería sin importancia. Serán los exámenes. Claro, cómo no había caído.
- ¡Qué cosas tienes!, llevas cinco años haciendo exámenes y nunca, que yo sepa, habías estado así. Por favor, Miguel, dime qué te ha ocurrido; no seas tonto.
- Vale, pero me tienes que prometer que no se lo vas a decir a tu querido hermanito. Ya le conoces. Es capaz de contarlo mañana, en la Universidad, a toda la clase.
Tímidamente, el espigado joven cogió las manos de la chica y mirándola a los ojos, comenzó el relato.
- Había salido de casa con tiempo suficiente para llegar un poco antes que tú. Quería coger un pequeño ramo de margaritas silvestres que vi ayer en uno de mis paseos por el parque para traértelo porque sé que te gustan. Estaba agachado, arrancando las primeras flores, cuando oí una voz que venía de los matorrales que hay al lado del pruno chino, cerca del Paseo de los Castaños.
- Bueno, haciendo buen tiempo, eso es normal. A estas horas suele entrar gente a descansar y comer algo. Hay veces que se esconden detrás de los árboles más frondosos o de algún seto para hacer sus necesidades. - Eso mismo pensé yo. Me puse de pie y me acerqué hasta el sitio de donde procedía la voz, pero allí no había nadie. Volví a agacharme para seguir cogiendo las margaritas; y al poco, otra vez la misma voz.
- Puede que viniera de la plaza de la Fuente. Antes de sentarme en el banco, he pasado por allí y había un par de excursiones.
- Ya, pero no eran voces de niños alborotando. Tampoco era alguien al que yo pudiera reconocer, en un principio, aunque me llamó más de una vez por mi nombre. La cosa es que luego la oí más lejana y creí que era la de mi amigo Nicolás, pero cuando me puse de pie y me volvió a llamar me resultó más conocida, si cabe. Sonaba grave, profunda, cálida; como de una persona bastante cercana y familiar.
- Mira que eres. Cuéntame de una vez qué es lo que te decía esa voz misteriosa, que me tienes intrigadísima.
- No estoy muy seguro, pero creo que dijo cascada; y luego, buscar. Sí, eso: cascada y buscar.
- Y nada más ... Pero, ¿no viste a nadie?, ¿estás seguro que te dijo cascada? Y ... buscar; porque también te dijo buscar, no.
- Que sí, cariño. Ves, ahora la que estás un poco alucinada eres tú.
- Claro, y cómo quieres que me ponga después de lo que me estás contado. La verdad, es que es un poco raro.
Estuvieron los dos jóvenes hablando un buen rato sobre las distintas opciones que podían tomar. En un principio, pensaron seguir con los mimos y caricias propios de dos chicos enamorados; y así lo hicieron. Para eso habían quedado. Un celoso multicolor pavo real, abierta la cola, dio un chirriante graznido detrás del banco donde estaban acurrucados los dos novios que, sorprendidos, dejaron instintivamente de abrazarse.
- ¡Lárgate, pajarraco! ¡Vaya susto que me ha dado!
- ¡Pues anda que a mí! Ya podía habernos dejado otro ratito; ¡estabas tan cariñoso!
- Tampoco ha sido para tanto. Bueno, y qué hacemos ahora.
- Pues qué vamos a hacer, ir hasta la cascada a ver si encontramos algo, dijo Ángeles, en tono bastante resolutivo.
- Lo que tú quieras; pero solo echamos un vistazo, que mañana tengo dos exámenes a primera hora y hay algún tema que necesito darle un último repaso.
Hacía bastante calor, pero la espesura salvaje del parque les protegía y refrescaba. Él, más alto, llevaba el brazo por encima de los hombros de ella. Ella le miraba ensimismada mientras le daba leves cachetes cariñosos en la parte izquierda de las caderas. De vez en cuando, metía la mano en el bolsillo del pantalón vaquero dejando que el brazo le colgara flácidamente. Se sentía relajada, tranquila; era una sensación nueva y única. Casi se le olvida la historia de Miguel. Con la mano derecha se atusó instintivamente la melena. Tenía el pelo moreno, ensortijado; un poco largo para lo que se llevaba, pero no demasiado. Habían dejado la Pajarera atrás y sorteando palomas y pavos reales llegaron a la Fuente de la Fama. Todavía se dieron un intenso abrazo debajo del cedro del Líbano antes de salir al Paseo del Príncipe para desde allí acceder, por detrás, a la Cascada. - Si quieres, buscamos primero por la parte de abajo. No sé si podremos entrar dentro de lo que era el bar, en la gruta. Desde el borde superior caía agua formando una cascada artificial. Si no encontramos nada, subimos por las escaleras a la explanada que hay en la parte de arriba. Parece un mirador.
- Vale.
- Mira ahí aliado de ese plátano de sombra, antes de subir, no siendo que haya alguna señal; yo qué sé.
- Aquí no hay nada; venga, vamos.
Buscaron y rebuscaron por los matorrales, por los troncos de los árboles, por los laterales de la gruta; incluso debajo de alguna piedra suelta que había por el paseo, y ni rastro. Lo mismo sucedió cuando reanudaron las pesquisas en la parte superior, nada de nada.
- Venga, vámonos. Será una broma que algún gracioso nos ha querido gastar.
- Oye, Miguel; tú oíste lo que dices o te lo estás inventando, casi le gritaba Ángeles con los brazos en jarras.
- Que sí, que lo oí perfectamente. No hace falta que te pongas así.
- Es que a veces estás en la inopia, cariño.
Habían desistido ya de su empeño, cuando al bajar las escaleras, colgando de una flor de saúco, se veía una especie de lazo verde. Miguel lo observó, pero pasó de largo; sería algún trozo de plástico, que con el viento habría quedado enredado en la rama. Ángeles, más intuitiva, se acercó al árbol y llamó a su novio.
- Miguel, acércate un momento. Ahí, en ese saúco, hay un lazo verde un poco raro.
- Ya, ya me he fijado antes y pensé que sería de algún regalo de las comuniones y que con los remolinos de la tormenta de ayer había venido a parar hasta aquí.
- Anda, acércate y alcánzalo tú, que yo no llego.
Miguel, obediente, se arrimó todo lo que pudo al saúco, estiró su juncal figura y recogió el lazo. Ángeles tenía razón: aquel lazo no era un plástico ni un adorno normal. Antes de deshacerlo, los dos se dieron cuenta que en la parte menos brillante de la tela había algo escrito. Las letras eran negras y rojas, no muy grandes, pero perfectamente dibujadas. Aquello tenía su emoción, verdaderamente. Sin acuerdo previo, los dos tiraron a la vez de cada uno de los extremos de la cinta, dejando al descubierto un claro e insinuante mensaje:
“Doña Gregoria pasó muchos días ocupada con el retrato de la niña. Según creo, el pobre fotógrafo hubo de repetir varias veces el ensayo hasta que mi patrona le concedió el visto bueno. Fríamente analizada, aquella obra de arte no respondía a la realidad. Martina había salido favorecida en el trasplante”.
- ¡Qué pasada, Miguel! Ves, tenía o no tenía razón yo. Bueno, y qué querrá decir esto. Tendremos que estudiarlo y seguir, o no.
- Pues claro, será interesante. Lo que pasa, es que estos días con los exámenes… Bueno, ya sacaremos el tiempo de donde sea.
Al día siguiente, después de la última prueba de la mañana, en los jardines de la universidad, Ángeles y Miguel intentaban buscar una explicación al escrito del lazo verde. Después de un buen rato dándole vueltas, fue a él, gran conocedor del parque, al que se le ocurrió que podría tener relación con una escultura, cerca del palomar, dedicada al fotógrafo que en los años sesenta y setenta ejercía de retratista para todo aquél que quisiera tener una instantánea de su visita.
- Si te parece, mañana después de comer, podemos dar una vuelta por la escultura a ver si encontramos algo.
- Lo que tú digas, cariño.
No eran aún las tres de la tarde cuando los dos jóvenes llevaban ya un buen rato merodeando por las inmediaciones de la escultura. Una chica morena con el pelo lacio y una pequeña mochila se paró un momento a observarles. Había entrado desde el Paseo de Zorrilla al Campo Grande, casi enfrente de la Academia de Caballería. Como nadie le hacía caso, se encogió de hombros y siguió por el sendero hasta el Paseo del Príncipe. Miguel había visto una especie de trapo verde que asomaba por debajo de uno de los zapatos del fotógrafo, pero esperó a que la chica del pelo lacio se alejara para decírselo a su novia.
- Mira, Ángeles, creo que he encontrado otro lazo verde.
Según estaba hablando se agachó y tiró del extremo de la tela que asomaba por entre la tierra: era otro lazo y también de color verde con un nuevo mensaje escrito en negro y rojo, como el anterior. Limpiaron un poco la tela y, casi al unísono, leyeron:
“El vale más prevenir que curar puede ser receta útil para la vida, pero no a buen seguro para construir con ella una película, de lo que concluimos que la “vis atractiva” de una narración fílmica o literaria radica en buena medida en el morbo, en lo patológico”.
- Bueno, y ahora qué; dónde encontramos un cine o una película, porque esto quiere decir algo de eso, o no.
- Sí, supongo que sí, porque otra cosa ...
La verdad es que esperaban encontrar algo más interesante en el segundo lazo, pero ninguno de los dos pensó, ni por un momento, darse por vencido. Salieron a la Plaza de Zorrilla y se sentaron en el borde de la fuente circular. El termómetro marcaba 30 grados y se agradecía estar cerca del agua. Miguel se rascaba el colodrillo y Ángeles, con las piernas cruzadas, observaba sin mirar el monótono y anónimo pasear de grandes y chicos. Los dos cavilaban en silencio y se miraban rutinariamente, de vez en cuando, pero sin encontrar solución al texto del segundo lazo verde.
- Ahora caigo -dijo Ángeles- un día en la universidad me dijiste que a la entrada del Campo Grande, hace años, había un cine llamado Pradera.
- Anda, pues es verdad. Mis padres iban allí a ver las “pelis”. Mira, estaba ahí enfrente; justo donde el escudo de Valladolid hecho con plantas y flores. Si quieres, podemos acercarnos.
Al llegar se encontraron con unas verjas verdes que le impedían el paso. Dieron la vuelta por la parte de atrás y vieron a un jardinero que se disponía a entrar para reponer algunas flores. Ángeles se acercó y le dijo que si podían acompañarle. El obrero miró de soslayo a la muchacha, luego a Miguel y sin mediar palabra asintió con la cabeza. En la parte superior del escudo, enredado al mástil de la bandera, estaba el tercer lazo verde. El jardinero, creyendo que era un trapo, lo metió en la bolsa de la basura con intención de tirarlo. Ángeles le dijo que aquella cinta le gustaba y se la dio sin más; total, a él no le servía para nada.
A ciencia cierta, no sabían qué buscaban ni dónde les llevarían las pistas de los lazos verdes. Esa misma inoperancia les comenzó a crear una inusitada ansiedad y cansancio. Allí mismo, aliado de la verja verde, lo leyeron y anotaron el mensaje en el cuaderno. Decía así:
“Y por si fuera poco la prole, el tallercito de Andrés, el zapatero, estaba siempre lleno de verderones, canarios y jilgueros enjaulados y en primavera aturdían con su cri-cri desazonador y punzante más de una docena de grillos”.
- Yo creo que esta vez no hay ninguna duda, dijo Miguel. Habla de pájaros y jaulas, tiene que ser la pajarera. Venga, vamos a ver si damos con la solución.
- Sí, porque la verdad yo también empiezo a estar un poco harta de tanto lacito para nada.
No tardaron demasiado en llegar a la placita de la Pajarera. Dos señores de avanzada edad con sombrero gris, corbata roja y chaqueta de punto charlaban animadamente con unas jovencitas. Parecían dos gotas de agua. Uno de ellos, llamado también Miguel, les vio llegar y les llamó:
- ¡Eh, muchachos!; acercaos un momento, por favor. Seguro que sois Ángeles y Miguel. No os asustéis, que no vaya pediros nada. Lo que venís a buscar no está en la Pajarera, lo tengo yo en este bolsillo. No hace ni cinco minutos, un mozalbete, más o menos de vuestra edad, me dio este lazo para vosotros; porque sois Ángeles y Miguel, o no.
- Sí, sí; muchas gracias. Oiga, señor ¿sabría decirnos cómo era el chico?
- Pues la verdad, no me fijé demasiado; solo sé que me hizo el encargo y salió corriendo como alma que lleva el diablo.
Aquel cuarto lazo también era verde, pero a diferencia de los demás no tenía un texto largo. Solo una palabra, un número y una firma: Ratas, 14 y Max.
Miguel escribió en el cuaderno el escueto mensaje. Ambos decidieron verse al día siguiente en el monumento que la ciudad dedicó al poeta Núñez de Arce con motivo del centenario de su muerte en el año 2003. El sitio era agradable. Había una fuente, pensamientos, petunias y algún arco lleno de rosas rojas y rosas. Así les daría tiempo para pensar en el enigma del cuarto lazo. Ángeles lo copió en un pañuelo de papel y lo guardó en el bolso de mano. Antes de salir del parque, pasaron por la Pérgola y se tomaron un par de cañas. A esas horas, todavía no había demasiada gente en la plaza de la fuente del Cisne. Solo unos músicos ensayando para la verbena de la noche y unas cuantas mesas ocupadas por padres jóvenes que se tomaban un respiro después de haber estado casi toda la tarde con sus hijos en los toboganes del Parque o en el Lago echando de comer a los patos y dando un paseo en la barca del Catarro.
La tarde, la noche y la mañana siguiente pasaron sin pena ni gloria. Ninguno de los dos jóvenes había sido capaz de descifrar el último mensaje. Estuvieron tomando una sepia, cerca de la Plaza Mayor, a eso de la una. Después se sentaron, por sentarse, un ratito frente a la escultura del Conde Ansúrez. No hablaban demasiado: pensaban, cavilaban; se miraban inquisidoramente. Nada de nada.
Iban paseando por la calle Santiago cuando se encontraron de sopetón con Jesús, un compañero y amigo desde siempre. Ella, más cercana y habladora, le contó lo que se traían entre manos. En un principio, Jesús se quedó un poco sorprendido, pero luego se interesó vivamente por el tema; sobre todo por el último mensaje.
- No sé los otros, pero éste seguro que se trata de un fragmento del libro de Miguel Delibes, Las Ratas; el número, probablemente sea la página; y MAX, el seudónimo que utilizaba don Miguel cuando era caricaturista del Norte de Castilla. Tenéis que buscar, en esa página, algo que esté en el Campo Grande.
- Claro que sí. Seguro que Jesús tiene razón, dijo Ángeles. Si ya te dije yo el martes pasado que podían ser textos de Delibes; pero tú, ni caso.
- Bueno, si os parece bien, me dejáis los demás lazos. Luego lo miro en internet y mañana os digo de qué libros se trata exactamente.
- Vale, nosotros buscamos lo de las Ratas. A las cinco, en la Fuente de la Fama, concluyó Miguel.
Jesús, cinco minutos antes de la hora, ya estaba sentado debajo del cedro del Líbano rodeado de pavos reales. Miguel y Ángeles llegaron un poco más tarde. Cada uno, por su parte, llevaba el encargo resuelto. Efectivamente, como había dicho Jesús, todos los textos de los lazos verdes eran fragmentos de distintos libros de don Miguel: LA SOMBRA DEL CIPRÉS ES ALARGADA, EL OTRO FÚTBOL y EL CAMINO. Ángeles y Miguel leyeron la página 14 de una de las ediciones de las Ratas y anotaron como pista: “junto al Pajero se alzaba el palomar de Justino, y el niño, al cruzar frente a él, palmeó fuerte dos veces y el bando de palomas se arrancó alborotadamente con un ruido frenético de ropa sacudida”.
- Si os parece, nos acercamos hasta el palomar; insinuó Ángeles.
- Vale, respondieron Jesús y Miguel.
Jesús era el que ponía un poco más de entusiasmo; Ángeles y Miguel estaban ya un poco cansados de tanta rutinaria búsqueda para nada. La salvaje vegetación del Campo, llena de todo tipo de arbustos y árboles -pinsapos, fotimias, magnolias, árboles del amor, cedros del Líbano, tilos, tejos, abedules, álamos, chopos, fresnos, ciruelos rojos, nísperos del Japón, celindas, nogales, encinas, plátanos de sombra, castaños de Indias acacias…- hacían más entretenido y refrescante el detectivesco paseo.
Según se estaban acercando al palomar, vieron como, culebreando, caía desde lo alto del tejado una cinta verde, atada a un palo, a modo de serpentina. Alguien lo había lanzado desde la parte de atrás. Ángeles anotó el escrito: “Ha hecho un día de primavera. Fuimos en el tren a San Miguel y de allí al río meneando las tabas. Había dos que nos tomaran la delantera y tenían los puestos al norte de la isla, pera el barquero dijo que tanto daba la parte porque la querencia varía y todo es cuestión de acertar”-YA OS QUEDA MENOS, ESTÁIS A PUNTO- Los tres se miraron y se dirigieron al estanque. Cuando llegaron, dos patos cucharas, un pato porrón y un cisne escoltaban a la barca del Capitán del lago: Luis Gallego “El Catarro” Entre los tripulantes, Nicolás flameando otro lazo verde; el sexto: “¿Quiere decir vuesa paternidad que nuestros sacrificios, nuestros sufragios, nuestras oraciones son inútiles, carecen de sentido?”
Sí, he sido yo. No te enfades Miguel, dijo Nicolás. Solo quería que Ángeles conociera mejor el Campo Grande y los libros de don Miguel. El lazo número siete, el que queda de esta historia, será el homenaje que la ciudad de Valladolid dedique todos los años a su ESCRITOR UNIVERSAL: “El 17 de octubre, escritores de todas las latitudes vendrán a la Fuente de la Fama para regalar un lazo verde y un libro a todo el que visite el Campo Grande. Será el DÍA DEL LIBRO DE CASTILLA y LEÓN”.

Andrés C. Bermejo

2 comentarios:

Laura dijo...

Bueno y bueno, Andrés nos ha dado un repaso genial al Campo Grande, no solo a Ángeles .

Ojalá cuadrara el día y estuviera por ahí el 17 de octubre, me pondría el lazo a modo de collar en homenaje al Sr. Delibes.

Besos

Miguel Ángel Velasco Serrano dijo...

Andrés me lo entregó como un cuento; no sé si eso del 17 de octubre será real o un artificio literario. Sería bonito, desde luego aparecer por el Campo Grande con lacitos verdes y recibir a cambio cualquiera de las muchas obras de Don Miguel. El Campo Grande en octubre está que te mueres de precioso.

Besos, pues.

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