Este es un día muy para gestos, gestos de “enamor”, de personas que se
quieren y celebran su amor sin pudor ni cortapisas. Hay quienes gesticulan y
quienes no, quienes lo celebran y quienes pasan totalmente de esas cosas, pero ¿quién
se reconoce insensible ante un beso, un abrazo, un apretón de manos? Si nos
place que nos besen, nos abracen o nos den la mano, también nos duele que nos
los nieguen. Incluso aunque conozcamos la razón.
Muy comentado ha sido en estos últimos días el no saludo de Rajoy a Pedro.
Todo el mundo ha visto intencionalidad, salvo los propios interesados. Mejor
dejarlo pasar.
No tan conocido ha sido el encuentro entre Carlos y Rita, él arzobispo
de Madrid y ella concejala madrileña. Uno disculpa, otra dice desconocer. Bien
está, es suficiente. ¿Por qué llevar las cosas más allá?
Con luz y taquígrafos ha ocurrido, en hora de máxima audiencia, la
aparición de doña Espe para publicar, urbi et orbe, su dimisión… no su volatilización.
Seguirá, no me cabe la menor duda. ¿Dónde y cómo emergerá? Cuando lo haga, allí
no estaré.
El gesto, con todo, que más me hace pensar es el de Francisco papa,
encerrado a solas con la Guadalupana, tras un banderón de México lindo y rodeado
de obispos pretorianos mitra en ristre, en tanto el pueblo llano estaba fuera,
al fresco de la calle. El personal en el interior no parecía orar, como
Francisco, sino intentar sacar la mejor instantánea del momento. Veinte minutos
dicen que ha durado, aunque yo sólo he podido acceder a 2´53´´.
Francisco es persona de gestos, sencillos, significantes, epatantes e
impactantes. No parece, sin embargo, que sean contagiosos. Al menos en lo que
yo he podido deducir de las imágenes que me llegan. Por eso la cúpula episcopal
se la ve inquieta, no sé si preguntándose si le ha dado un patatús, si medita,
si descansa, si está pensando la siguiente jugada…
Yo estoy seguro de que ha aprovechado esos veinte minutos con la virgen
morenita para comentar el contenido de la preciosa, enjundiosa, aleccionante
homilía que ha “soltado” ante una concurrencia tan preclara.
No recuerdo haber escuchado algo semejante en mis ya muchos años sobre
María, la muchachita de Nazaret, traspasada en este caso a la fe “morena, color
de gente pequeña”. Tendría que remontarme a un poema de Casaldáliga, pero ya
sabemos que se trata de un progresauro que está desaparecido y que muy pronto
desaparecerá por completo, no en vano el próximo martes llega a los ochenta y
ocho.
Todo está en internet, todo está al alcance de un click. Valga también
este gesto para facilitárselo a quien esté sin ganas.
Poema guadalupano, de Pedro Casaldáliga, año 1991
Señora
de Guadalupe,
patrona de estas Américas:
por todos los indiecitos
que viven muriendo, ruega.
¡Y ruega gritando, madre!
La sangre que se subleva
es la sangre de tu Hijo,
derramada en esta tierra
a cañazos de injusticia
en la cruz de la miseria.
¡Ya
basta de procesiones
mientras se caen las piernas!
Mientras nos falten pinochas
¡te sobran todas las velas!
Ponte la
mano en la cara,
carne de india morena:
¡la tienes llena de esputos,
de mocos y de vergüenza!
¡La
justicia y el amor:
ni la paz ni la violencia!
Señora
de Guadalupe:
por aquellas rosas nuevas,
por esas armas quemadas,
por los muertos a la espera,
por tantos vivos muriendo,
¡salva a tu América!
Homilía de papa Francisco, basílica de Santa María de Guadalupe, 13 de febrero
de 2016.
Escuchamos cómo María fue al encuentro de su prima
Isabel. Sin demoras, sin dudas, sin lentitud va a acompañar a su pariente que
estaba en los últimos meses de embarazo.
El encuentro con el ángel a María no la detuvo,
porque no se sintió privilegiada, ni que tenía que apartarse de la vida de los suyos. Al contrario,
reavivó y puso en movimiento una actitud por la que María es y será reconocida
siempre como la mujer del «sí», un sí de entrega a Dios y, en el mismo momento,
un sí de entrega a sus hermanos. Es el sí que la puso en movimiento para dar lo
mejor de ella yendo en camino al encuentro con los demás.
Escuchar este pasaje evangélico y en esta casa tiene
un sabor especial. María, la mujer del sí, también quiso visitar a los
habitantes de estas tierras de América en la persona del indio San Juan Diego.
Y así como se movió por los caminos de Judea y Galilea, de la misma manera caminó
al Tepeyac, con sus ropas, usando su lengua, para servir a esta gran Nación. Y
así como acompañó la gestación de Isabel, ha acompañado y acompaña la gestación
de esta bendita tierra mexicana. Así como se hizo presente al pequeño Juanito,
de esa misma manera se sigue haciendo presente a todos nosotros; especialmente
a aquellos que como él sienten «que no valían nada» (cf. Nican Mopohua, 55). Esta elección
particular, digamos preferencial, no fue en contra de nadie sino a favor de
todos. El pequeño indio Juan, que se llamaba a sí mismo como «mecapal,
cacaxtle, cola, ala, es decir sometido a cargo ajeno» (cf. ibíd, 55), se volvía «el embajador, muy
digno de confianza».
En aquel amanecer de diciembre de 1531 se producía el
primer milagro que luego será la memoria viva de todo lo que este Santuario
custodia. En ese amanecer, en ese encuentro, Dios despertó la esperanza de su
hijo Juan, la esperanza de un Pueblo. En ese amanecer Dios despertó y despierta
la esperanza de los pequeños, de los sufrientes, de los desplazados y
descartados, de todos aquellos que sienten que no tienen un lugar digno en
estas tierras. En ese amanecer, Dios se acercó y se acerca al corazón sufriente
pero resistente de tantas madres, padres, abuelos que han visto partir, perder
o incluso arrebatarles criminalmente a sus hijos.
En ese amanecer, Juancito experimenta en su propia
vida lo que es la esperanza, lo que es la misericordia de Dios. Él es elegido
para supervisar, cuidar, custodiar e impulsar la construcción de este
Santuario. En repetidas ocasiones le dijo a la Virgen que él no era la persona
adecuada, al contrario, si quería llevar adelante esa obra tenía que elegir a
otros ya que él no era ilustrado, letrado o perteneciente al grupo de los que
podrían hacerlo. María, empecinada —con el empecinamiento que nace del corazón
misericordioso del Padre— le dice: no, que él sería su embajador.
Así logra despertar algo que él no sabía expresar,
una verdadera bandera de amor y de justicia: en la construcción de ese otro
santuario, el de la vida, el de nuestras comunidades, sociedades y culturas,
nadie puede quedar afuera. Todos somos necesarios, especialmente aquellos que
normalmente no cuentan por no estar a la «altura de las circunstancias» o por
no «aportar el capital necesario» para la construcción de las mismas. El
Santuario de Dios es la vida de sus hijos, de todos y en todas sus condiciones,
especialmente de los jóvenes sin futuro expuestos a un sinfín de situaciones
dolorosas, riesgosas, y la de los ancianos sin reconocimiento, olvidados en
tantos rincones. El santuario de Dios son nuestras familias que necesitan de
los mínimos necesarios para poder construirse y levantarse. El Santuario de
Dios es el rostro de tantos que salen a nuestros caminos.
Al venir a este Santuario nos puede pasar lo mismo
que le pasó a Juan Diego. Mirar a la Madre desde nuestros dolores, miedos,
desesperaciones, tristezas y decirle: Madre, «¿Qué puedo aportar yo si no soy
un letrado?». Miramos a la madre con ojos que dicen: son tantas las situaciones
que nos quitan la fuerza, que hacen sentir que no hay espacio para la
esperanza, para el cambio, para la transformación.
Por eso creo que hoy nos va a servir un poco de
silencio. Mirarla a ella, mirarla mucho y calmadamente, y decirle como hizo
aquel otro hijo que la quería mucho:
«Mirarte simplemente, Madre,
dejar abierta sólo la mirada;
mirarte toda sin decirte nada,
decirte todo, mudo y reverente.
No perturbar el viento de tu frente;
sólo acunar mi soledad violada,
en tus ojos de Madre enamorada
y en tu nido de tierra transparente.
Las horas se desploman; sacudidos,
muerden los hombres necios la basura
de la vida y de la muerte, con sus ruidos.
Mirarte, Madre; contemplarte apenas,
el corazón callado en tu ternura,
en tu casto silencio de azucenas».
(Himno litúrgico)
Y en silencio y, en este estar mirándola, escuchar
una vez más que nos vuelve a decir: «¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿Qué
entristece tu corazón?» (cf. Nican Mopohua,
107.118). «¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?» (ibíd., 119).
Ella nos dice que tiene el «honor» de ser nuestra
madre. Eso nos da la certeza de que las lágrimas de los que sufren no son
estériles. Son una oración silenciosa que sube hasta el cielo y que en María
encuentra siempre lugar en su manto. En ella y con ella, Dios se hace hermano y
compañero de camino, carga con nosotros las cruces para no quedar aplastados
por nuestros dolores.
¿Acaso no soy yo tu madre? ¿No estoy aquí? No te
dejes vencer por tus dolores, tristezas, nos dice. Hoy nuevamente nos vuelve a
enviar; como a Juanito, hoy nuevamente nos vuelve a decir, sé mi embajador, sé
mi enviado a construir tantos y nuevos santuarios, acompañar tantas vidas,
consolar tantas lágrimas. Tan sólo camina por los caminos de tu vecindario, de
tu comunidad, de tu parroquia como mi embajador, mi embajadora; levanta
santuarios compartiendo la alegría de saber que no estamos solos, que ella va
con nosotros. Sé mi embajador, nos dice, dando de comer al hambriento, de beber
al sediento, da lugar al necesitado, viste al desnudo y visita al enfermo.
Socorre al que está preso, no lo dejes solo, perdona al que te lastimó,
consuela al que está triste, ten paciencia con los demás y, especialmente, pide
y ruega a nuestro Dios.
Y en silencio le decimos lo que nos venga al corazón
¿Acaso no soy yo tu madre? ¿Acaso no estoy yo aquí?, nos vuelve a decir María.
Anda a construir mi santuario, ayúdame a levantar la vida de mis hijos, que son
tus hermanos.