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Pilato lavándose las manos. Luca Giordano, 1660. Museo del Prado |
Llegué al fin a una gran plaza en la que se amontonaba una gran turba aullando. Y sobre la gran plaza, en medio de la turba, vi una mujer desnuda que lloraba. Algunos, de lo más bajo de la turba, la injuriaban y le arrojaban piedras.
-¿Por qué has venido entre nosotros?… ¿Por qué has venido a traer la desgracia entre nosotros?… Tú eres peor que la peste… Los que se saturaron de tu soplo impuro mueren de males desconocidos y horribles… ¡Nosotros no queremos alimentarnos de ese fluido infecto!… Merece la muerte… ¡Muere!… ¡Muere!…
De su frente, de su seno, de su vientre, manaba sangre… Innobles salivazos cubrían su cuerpo, su bello cuerpo, tan bello como el de una hada.
Yo inquirí por aquella mujer y el motivo del por qué se le injuriaba.
Un cura me dijo:
-¿Por qué?… ¿Tú no sabes quién es ella? ¡Es la Mentira!
Un soldado que blandía el sable agregó:
-Mírala mejor… ¿No ves que es la Mentira?
Después los jueces, los políticos, los comerciantes… y aún los filósofos, los literatos, los artistas, los amantes, desfilaron ante mí, y todos, con sus bocas babeantes, gritaron:
-¡Es la Mentira! Nosotros no la queremos!… ¡Muerte a la Mentira!
Y la turba, con los puños tendidos y los pies levantados, vociferaba cada vez con más fuerza:
-¡Muerte a la Mentira!
Entonces, exaltado por aquellas voces desesperantes, ebrio por aquellos gritos de odio, preso de la cólera, sentí en mi recóndito el rumor exacerbado de todas las voces de la turba… y sin saberlo me encontré en mi mano un acerado cuchillo… ¿Cómo había obtenido el arma? No lo sé… Por la sola potencia del furor homicida, aquel cuchillo había germinado espontáneamente en mi mano… o, lo más posible, por la sola fuerza del entusiasmo, había extendido mi mano hacia el cuchillo…
-¡Largo!… ¡Largo!… -grité- ¡Hacedme largo!… ¡Quiero matar a la Mentira!… Y me lancé hacia adelante… No distinguía ya los rostros de la muchedumbre que me empujaba, que me arrollaba; veía solo mezclas confusas de seres con horribles bocas, con miradas felinas, con vientres sacudidos por la alegría de la sangre…
-¡Largo!… ¡Largo!…
Llegué ante la mujer que lloraba, levanté el brazo y de un solo golpe, en que parecía que todas las fuerzas de la muchedumbre se hubiesen reconcentrado en mí, hundí el cuchillo en su garganta, con tal profundidad, que creí por un momento que mi brazo hubiera
penetrado todo entero en la herida… La mujer cayó exhalando un suspiro doloroso.
Y fue une exclamación inmensa, formidable, que desencadenó estrépitos de tempestad y levantó a la turba en olas rojas.
-¡La Mentira ha muerto!… ¡La Mentira ha muerto!…
Se me llevó en triunfo por toda la ciudad, interminablemente, hasta el anochecer… Se me cubrió
de flores, de palmas cívicas, de oro… Los músicos me celebraban, los poetas y las doncellas en coro cantaban a mi alrededor con sonidos de arpa.
-¡Gloria eterna al que mató la Mentira!
No me enorgullecí por tales honores. Por la noche pude desaparecer y continuar mi camino… Caminé mucho… hasta que, encontrándome cansado y lejos de la ciudad, me senté sobre una piedra, al margen de una calle…
Era una noche dulce y serena, los astros resplandecían en el horizonte inmenso… Yo tenía el corazón inflamado de tristeza y congoja, porque una duda había asaltado mi espíritu.
-He matado la Mentira, ¿y si matando la Mentira hubiera matado la Vida? ¿No sería quizás horrible?
Esta idea se engrandeció y se fortificó en mí como una obcecación.
-¡Sí, es cierto!… ¡He matado la Vida!… La Vida reposa únicamente en la Mentira… Los gobiernos, las religiones, las filosofías, las morales, y todas las instituciones sociales… y el amor… y el arte… ¡Y todo! Sí: todo vive sólo por el imperio de la Mentira… He destruido el equilibrio de la Vida, he roto sus vínculos… Todo está por caer, todo se desmorona… ¡La noche ha caído sobre el mundo, la muerte nos invade!… el cataclismo se aproxima…
Y temblando, arrebatado por trágicas sacudidas, no osé mirar a mi alrededor, no osé mirarme a mí mismo. Tenía miedo de ver los astros entrechocarse, el suelo abrirse, y ser transportado al abismo.
La luna aparecía de una desnudez siniestra… Una a una iban apagándose las estrellas, y el alba iba cubriendo los campos con su doloroso sudario… Me toqué las piernas, el pecho, la frente, para asegurarme si aún vivía, y levantándome de improviso, me puse a correr
por el campo.
-¡Piedad!… ¡Piedad!… ¡He muerto la Mentira!… ¡Y todo ha muerto!…
Y al correr aturdido, sintiendo ya sobre mi nuca, el soplo de la nada, oí una voz que me decía:
-¡Nada ha muerto!… Y todo vive más que nunca… No es la Mentira la que tú mataste… Yo conozco la Mentira. Ella no es como tú crees… Ante todo, ella jamás está desnuda, no… Viste de seda maravillosa, de terciopelo, de raso y de perfumadas estofas… como los comediantes
y las cortesanas; tiene embellecido el rostro, los ojos pintados y la cabellera postiza adornada con diademas y guirnaldas de perlas… Sus brazos, sus manos, están cubiertas de joyas falsas… Ella jamás llora… Ríe, canta y baila… Nadie le arroja piedras… El cura la adora, el soldado se le hinca delante piadosamente, el juez todos los días le ofrece la carne de los inocentes, el rico la carne de los pobres… Ella es inmortal.
-No. ¡Yo he matado la Mentira!
-No ¡Tú has matado la Verdad!
-¡La Verdad!… ¡He matado la Verdad!…
-¡Sí!… ¡Sí!…
Entonces, por la sola virtud de esta mágica palabra, una gran conmoción se apoderó de mi ser. La alegría, el entusiasmo, la sublime esperanza, y el ruido de la fuente, y el viento que mueve las hojas, y el canto de los pájaros… todo ello suscitó en mí como una
armonía divina…
-¡Se puede vivir ahora! ¡Se puede vivir siempre, siempre!
Y siguiendo mi camino por el reverdecido campo, anuncié a todos la buena nueva.
-¡Curas, soldados, jueces, ricos! ¡Vosotros todos los que sois los maestros de los hombres y de los pueblos: matad, saquead, torturad, sed felices!… La Verdad ya no estorba… La Verdad ha muerto… La Verdad ha muerto…