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Ardor guerrero


Bien viene alguna vez, pero ojito con él. Te inflama y luego de explotado te das cuenta de que la has pifiado.
Viene esto a cuento de un correo que he recibido esta mañana. La foto y la información que la acompañaba me indignaron de tal forma que no lo pensé: en lugar de reenviarlo a todas mis direcciones, como se me “exigía” bajo amenaza de “obligación moral”, lo colgué de este blog para pública exposición. La firma de la misiva y el firmante del contenido eran de toda solvencia. Esto hecho, me relajé. Y descansé.
Tras el momento de alivio, me dio por pensar. Esto no puede estar oculto, tiene que haber una fuente original. E indagué. Así fue como descubrí que el asunto ya era viejo. La foto, real ciertamente, no correspondía al suceso que se denunciaba, sino a otra situación desgraciada en que murió carbonizada mucha gente a consecuencia de una explosión de gas. Nada de asunto terrorista. Y el firmante tampoco era quien decía, sino una suplantación de personalidad. Y además viejo, de hace cinco años, o sea de 2010.
Reaccioné de nuevo con parecida indignación y borré la entrada. Pero no la “desaparecí”. Ahí colea en los artilugios que existen en la red para “robar” cuanto se publica, y eternizarlo en el limbo. Así, pues, por más que se desmienta, esta información ahí sigue, aunque sea falsa y torticera.
No debiera haberme ocurrido, porque este desliz ya es recidiva en mi haber. Otras veces he cometido el mismo error. ¡Con lo relativamente fácil que es confirmar la información antes de aceptarla como indubitable!
Quien persiste en lo suyo es Codorniz, que ha vuelto a dejarme ahorita mismo su regalo. Con este ya van doce. Y con cuatro de ésos voy a aderezarme el condumio vespertino.
Así han quedado tras su paso por el micro…
Me entusiasma que este animalito se muestre en su agradecimiento a la acogida recibida con este frenesí, nada aguerrido. No le diré que no espere descendencia, para que no se frustre, el pobre.
No puedo decir lo mismo de las bajas temperaturas que estamos aguantando en estos días. Hay gente que disfruta en la fría nieve, y se apunta en cuanto alguien grita ¡nos vamos a esquiar! Tengo más que suficiente contemplando estos charcos helados-, no son ibones pirenaicos aunque lo parezcan–, y procurando no caerme cuando ando por aceras del sombrío.
Termino colocando la foto que motivó el artículo censurado, para avisar a otros incautos que hayan recibido o reciban en cualquier momento un mensaje falseando los hechos e incitando a la agresión.
Kinshasa, 3 de julio. Al menos 230 personas murieron cuando un camión cisterna con combustible volcó y estalló en el este de la República Democrática del Congo
Es un malhadado accidente y no un acto terrorista. Aún así, muchas personas murieron de forma cruel e inútil.

Trampantojo



Como no es ilusión, y tampoco pretende ser trampa, en realidad no le cuadra este nombre. Pero como cubre sin ocultar, y cierra pero no impide, me parece que resulta oportuno utilizarlo.
Así, pues, he colocado este trampantojo[1] en el balcón de la vieja casa familiar, para que una paloma no vuelva a anidar en él.
Ya he dejado dicho aquí que me gusta que las casas estén abiertas, que nadie tenga que venir a robar. Pero, –y siempre hay algún pero, qué mundo éste–, me disgusta que quien llegue no tenga modales. ¿Será que allí donde se ofrezca confianza tenga que resultar un asco?
Asco me dio ver en lo que una paloma había transformado el balcón de mi madre. No me molestó su nido, menos aún el huevo, y qué decir del palomino volandero que llegó a ser y que no quise convertir en bocado exquisito. Sí aborrecí la suciedad con que lo invadió todo. Esos no son modales. Puesto a prueba, puedo responder con contundencia. Y, si primero hubo hospitalidad, ahora hay abiertamente rechazo.
Cuando las imágenes hablan por sí solas, sobran palabras. No quiero cazar. No es jaula. Es espantapájaros, simplemente. Si no quieres comportarte, mejor no vengas. Tienes todo el ancho mundo para ti. Vete a anidar a otro lugar y a mí déjame ser yo mismo. Y si no sabes cómo, tiempo has tenido; porque desde que yo sé de este lugar, más de cincuenta años, habéis sobrevolado tejados, paseado terrazas, ensuciado tendederos y cristales, y sois la causa de que nos visiten con harta frecuencia cucarachas y puede que hasta roedores.
Con discreción, pero sin miramientos; sin dar tres cuartos al pregonero, mas tampoco haciéndome de miel. No quiero que me coman las moscas[2], que ya se sabe que no están equivocadas cuando se dice que disfrutan con la mierda[3].
Ya me habría gustado no tener que actuar así. Un balcón que se precie no merece verse de esta guisa. Tal vez utilizando otras medidas menos drásticas… Mucho más se consigue con miel que con hiel[4], lo tengo comprobado. Y en verdad que lo intenté. No hubo manera.
Que esta red, que ni se oculta ni se exhibe, sirva de recordatorio, para escarnio propio mío y advertencia ajena, de que cuando no hay manera, no hay manera; que no siempre consigo lo que deseo; que las más de las veces me sale el tiro por la culata; y que en realidad, compruebo que tengo muchos más fallos que aciertos en todo aquello que me empeño en emprender.
Sí, a veces imagino que todo yo[5] estoy colocado tras un enorme y engañoso trampantojo.
¡Otro pensamiento malsano de una tarde de domingo!

[1] Trampantojo: (De trampa ante ojo), m. coloq. Trampa o ilusión con que se engaña a alguien haciéndole ver lo que no es.
[2] Es conocido el dicho: “Come mierda, diez mil millones de moscas no pueden estar equivocadas”. Resulta más que interesante pegar esta frase en el busca del navegador y visitar las 61.300 páginas, localizadas en 0,56 segundos.
[3] No menos apreciado es este otro refrán, repetido por mi madre con insistencia: “Hazte de miel, y te comerán las moscas”. Que, por si necesitara explicación, viene a decirnos: Se abusa con facilidad de la persona de carácter demasiado blando o complaciente, por lo que resulta perjudicial la mucha suavidad y complacencia.
[4] Refrán que encarece las virtudes de la educación y la amabilidad para conseguir los objetivos que se pretendan, especialmente porque las personas somos más propensas a confiar en quien nos trate con buenas maneras.
[5] No podría negar que ese yo del que hablo incluye también un tú y un ellos, de manera que todos estuviéramos implicados. ¿Este mundo nuestro será un puro y trapacero trampantojo? ¿Todo una gran mentira?

Te equivocaste, paloma



Encontrado en mi balcón, ayer, 21 de febrero, por la tarde
Fue verlo y venirme al pensamiento y a la boca las palabras de Rafael Alberti:
Se equivocó la paloma.
Se equivocaba.
Por ir al norte, fue al sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.
Creyó que el mar era el cielo;
que la noche, la mañana.
Se equivocaba.
Que las estrellas, rocío;
que la calor; la nevada.
Se equivocaba.
Que tu falda era tu blusa;
que tu corazón, su casa.
Se equivocaba.
(Ella se durmió en la orilla.
Tú, en la cumbre de una rama.)
Esta mía, en concreto, pensó que el balcón de la casa familiar era su nido, y que las cintas de obra que he colocado para impedirle el paso son guirnaldas de bienvenida. Que el fregoteo al que someto a las viejas baldosas para erradicar sus excrementos, es limpieza en su honor. En fin, que mi casa es su casa.
Y no. Con perdón. Que ni es bienvenida, ni bien recibida. Que estoy harto de quitar sus inmundicias y de ver cómo se herrumbra el hierro del balaustre. ¡Hasta la pintura de pared y ventanal se fue al garete!
Y no, no puede ser, por más que sea símbolo de paz.
Que por otra parte, ya sé yo lo que pasa con estas historias de las conveniencias sociales. Fue Noé y soltó una paloma, y ya todos a decir que volvió con aquel ramito de olivo porque empezó a reinar el arco iris, señal de que todo acabó y ya no volverá nunca jamás a suceder.
No volvió aquel diluvio, pero inundaciones sí ha habido. Algunas de tanto empuje, que aún colean sus consecuencias. Me han dicho que Nueva Orleans no ha vuelto aún a su ser. Ignoro si también su música sigue callada.
No creo en la paloma de la paz. Es más, cada vez que alguien la invoca, me incomodo. Prefiero que me hablen de águilas que surcan las alturas, o de gallinas que picotean en los corrales. Las primeras, porque me quedan lejos; estas otras, porque ponen unos huevos que saben deliciosos.
Seguiré poniéndotelo difícil, paloma. No te quiero ni en aquel balcón, ni en esta fachada; tampoco sobre mi tejado, y mucho menos junto a la ventana. Eres sucia y descarada. Disimulas lo que eres. Y no se te reconoce ningún beneficio salvo los palominos y tu palomina. Bueno, sí, y también los palomares que adornan los campos llanos de mi tierra; pero eso no es obra tuya, bien lo sabes.
Y a la postre, hasta los cazadores cuando no consiguen presa, a lo último que tiran es a las torcaces. Luego, lejos de ufanarse por la percha, la ocultan vergonzosamente.
Ya va siendo hora de que llamemos a las cosas por su nombre; que tanto medir las palabras, exhibir gestos inocuos y hacer ver que todo está bien y que todo el mundo es bueno, terminaremos por creérnoslo.

Me quedó absoluta y meridianamente clara

 

Fue una explicación de novela, concretamente de El nombre de la Rosa, con crímenes de por medio junto a una biblioteca del medioevo, en lo alto de un monte pelado. Y un rastreator escocés, ¿o irlandés?, un perverso anciano toledano y muchos otros personajes inconfundibles e ¿inimitables? Bueno, y también un ingenuo jovenzuelo de nombre corto, Adso, que sale de narrador, y mucho tiempo después de penitente anciano y descreído. ¡El único inocente!
Así es, así está, la factura de la luz.
No es que me gustara demasiado la comparación. Más bien nada en absoluto. Salvo lo de los turbios manejos, que en eso ¿cuándo no van a existir coincidencias, al menos una sola por lo menos?
Me preocupa, muy mucho, los personajes que intervienen. Son siempre los mismos. Están en todas partes, donde interesa. El interés lo puede todo. Lo organiza todo. Decide por mí, por ti, por aquel… por el que quedó sin saber.
Una cosa es segura: si en aquel oscuro y profundo siglo hubiera existido la energía eléctrica, la abadía se habría incendiado de igual modo. Basta con ver lo que ha ocurrido con el templo de A Virxe da Barca. Claro que Galicia también es profunda.

Una cencellada de la que no queda ni rastro



Y yo, inútil de mí, fui sin cámara con la que dejar constancia. No me percaté de ello en la primera salida, dada la poca luz con que hoy amaneció. Pero en la segunda, camino viejo adelante, podía verse en todo su esplendor. A derecha e izquierda iba dejando la blancura inquietante camino de La Arbolada, adentrándome tras la niebla en lo más profundo. Pude, sin embargo, llegar a ella sin peligro porque no encontré a nadie que viniera o marchara. Soledad absoluta.
A la vuelta el sol había vencido a las nubes, y el color devino en dorado. Del blanco, sólo en mi retina.
Eso mismo tengo de otras muchas cosas, imágenes mentales, sólo recuerdo, pura nostalgia. Absoluta falta de documento que de fe y constancia de su existencia. Tanto que a veces pienso si fue real aquello, si ocurrió o fue apenas un sueño.
Algo tendrá que persistir, me digo; algún rastro siquiera. Habrá testigos que lo vieron y puedan ahora hablar de su existencia. No puede ser que se niegue.
Eso mismo pensaba anoche, mientras visionaba por la dos el reportaje sobre el apartheid sudafricano. Me impresionó ver abrumado al imponente obispo Desmond Tutu, llorando mientras escuchaba los testimonios de una y otra parte acerca de los horrores, la inhumanidad desatada en aquella mala época en la que blancos anulaban a negros, indios y mestizos porque sí, en la especie de comisión de la verdad y de la reconciliación que propugnó Nelson Mandela siendo presidente. Lo lograron allí y en otros lugares también, pero en tantos otros no. ¿Faltó valor, iniciativa, decisión? En muchos se truncó apenas iniciado. En demasiados, ni se planteó siquiera.
Es lo que tienen estas cosas, duran poco tiempo. Impresiona su belleza y dejan el corazón cálidamente confortado, aunque el termómetro indique seis grados bajo cero.

Ni un huevo es igual a otro huevo, ni hay salsa mayonesa si no ponen las gallinas


¿Donde hay confianza da asco?

Está a punto de acabar el mes que mejor define al verano, agosto. Y tras un largo período de sequía meteorológica y de cualquier otro tipo; mareados todos con el rescate, que aún está por ver en qué queda; con el enigma de los dos hermanos cordobeses por resolver; el paro que no sólo no cesa, sino que va aumentando; la vida política y social amuermada y a la espera de un otoño bien caliente; la eclesial en silencio ominoso; y los incendios forestales en su máximo histórico; hete aquí que a servidor le da por rebuscar la veracidad de unas frases que todo el mundo repite y repite, repite y repite, sin saber de dónde vienen y a quien hay que atribuírselas.
Pues esta ha sido mi obsesión de los últimos días.
Antes no ocurría, o al menos no me percaté de ello. Si alguien decía “he visto un buey volando”, lo creía. Me fiaba. Como dicen que hacía Santo Tomás, el de Aquino; porque el otro, el Apóstol, ya quedó claro que no, que él, ver para creer.
Así voy a tener que actuar a partir de ahora. No como lo he venido haciendo. Sabes, Míguel, dicen¿Quién dice? atajaba. Dependiendo de quien estuviera en el origen del dicho o la murmuración, lo tenía o no en cuenta. Para mí siempre ha  primado el argumento llamado de autoridad. Hay personas de fiar, y otras que no.
Bueno pues ya eso se está acabando. Necesito que, sea quien sea el que diga o escriba algo, aporte pruebas.
¡Ya está bien de repetir las cosas, copiando y pegando!
El que quiera tener credibilidad, que se la trabaje.
¡Más rigor, por favor!

Titulares

 

Debe ser todo un arte; esa especialidad periodística que consiste en buscar el meollo de la noticia, o la idea principal del discurso, o como un a modo de resumen del evento, para plasmarlo en una sola línea que sirva de título y se pueda poner en la cabecera, tiene que ser una encomienda sólo posible de realizar por profesionales de mucha categoría. Porque además ha de tener gancho, claro, que el negocio es el negocio.
Lo malo es que no siempre aciertan. Lo bueno… que te ahorran muchas veces seguir leyendo.
Últimamente debo haberme topado con periodistas en período de prueba, por culpa de las vacaciones claro, y han hecho los pobres lo que han podido. Para enterarme de las cosas he tenido que leer más de la cuenta. Valga por ejemplo el Sermón de las Siete Palabras de mi ciudad, que empecé a escuchar por la radio mientas conducía, y luego tuve que volver a él en letra impresa. «Arremete contra la “moral a la medida”», fue el encabezamiento en la prensa. Exactamente siete palabras, ¡qué tío! El canónigo dijo muchas cosas más, pero parece que ese fue el resumen… o el “anzuelo”. Luego está lo de la tele, otra homilía en Alcalá de Henares. Pero esa no la quise ni ver ni leer. Allá cada cual saque sus propias conclusiones. O que no las saque, que va a ser mucho mejor.
A mí me lleva mucho tiempo preparar las homilías que cada domingo o festivo dirijo a mi gente en la parroquia. Espero que no me saquen titulares al estilo de lo que vengo comentando, porque si ese va a ser el resultado final de mi trabajo, mejor improviso. Así no tengo que releer lo escrito para comprobar que lo que dicen yo no lo dije porque no está en el papel.
Claro que como generalmente no leo lo que tengo redactado, nunca estaré del todo seguro de no haber dicho lo que se dice que pude decir.
En fin, que me alegro de no ser importante, así no tengo que rectificar o desdecirme o reafirmarme, que también pudiera ser.
El domingo pasado, o sea el de Pascua, hice en público una afirmación que me tocó retirar porque mi gente me convenció de que era inapropiada además de falsa. Corteses y valientes que estuvieron para no callarse. Tuve que corresponder. Era obligado.
No. Hay cosas que no se pueden decir, punto. Y en público, mucho menos.

¿Y… qué es la verdad? ¡La verdad ha muerto!

Pilato lavándose las manos. Luca Giordano, 1660. Museo del Prado
 
Llegué al fin a una gran plaza en la que se amontonaba una gran turba aullando. Y sobre la gran plaza, en medio de la turba, vi una mujer desnuda que lloraba. Algunos, de lo más bajo de la turba, la injuriaban y le arrojaban piedras.
-¿Por qué has venido entre nosotros?… ¿Por qué has venido a traer la desgracia entre nosotros?… Tú eres peor que la peste… Los que se saturaron de tu soplo impuro mueren de males desconocidos y horribles… ¡Nosotros no queremos alimentarnos de ese fluido infecto!… Merece la muerte… ¡Muere!… ¡Muere!…
De su frente, de su seno, de su vientre, manaba sangre… Innobles salivazos cubrían su cuerpo, su bello cuerpo, tan bello como el de una hada.
Yo inquirí por aquella mujer y el motivo del por qué se le injuriaba.
Un cura me dijo:
-¿Por qué?… ¿Tú no sabes quién es ella? ¡Es la Mentira!
Un soldado que blandía el sable agregó:
-Mírala mejor… ¿No ves que es la Mentira?
Después los jueces, los políticos, los comerciantes… y aún los filósofos, los literatos, los artistas, los amantes, desfilaron ante mí, y todos, con sus bocas babeantes, gritaron:
-¡Es la Mentira! Nosotros no la queremos!… ¡Muerte a la Mentira!
Y la turba, con los puños tendidos y los pies levantados, vociferaba cada vez con más fuerza:
-¡Muerte a la Mentira!
Entonces, exaltado por aquellas voces desesperantes, ebrio por aquellos gritos de odio, preso de la cólera, sentí en mi recóndito el rumor exacerbado de todas las voces de la turba… y sin saberlo me encontré en mi mano un acerado cuchillo… ¿Cómo había obtenido el arma? No lo sé… Por la sola potencia del furor homicida, aquel cuchillo había germinado espontáneamente en mi mano… o, lo más posible, por la sola fuerza del entusiasmo, había extendido mi mano hacia el cuchillo…
-¡Largo!… ¡Largo!… -grité- ¡Hacedme largo!… ¡Quiero matar a la Mentira!… Y me lancé hacia adelante… No distinguía ya los rostros de la muchedumbre que me empujaba, que me arrollaba; veía solo mezclas confusas de seres con horribles bocas, con miradas felinas, con vientres sacudidos por la alegría de la sangre…
-¡Largo!… ¡Largo!…
Llegué ante la mujer que lloraba, levanté el brazo y de un solo golpe, en que parecía que todas las fuerzas de la muchedumbre se hubiesen reconcentrado en mí, hundí el cuchillo en su garganta, con tal profundidad, que creí por un momento que mi brazo hubiera penetrado todo entero en la herida… La mujer cayó exhalando un suspiro doloroso.
Y fue une exclamación inmensa, formidable, que desencadenó estrépitos de tempestad y levantó a la turba en olas rojas.
-¡La Mentira ha muerto!… ¡La Mentira ha muerto!…
Se me llevó en triunfo por toda la ciudad, interminablemente, hasta el anochecer… Se me cubrió de flores, de palmas cívicas, de oro… Los músicos me celebraban, los poetas y las doncellas en coro cantaban a mi alrededor con sonidos de arpa.
-¡Gloria eterna al que mató la Mentira!
No me enorgullecí por tales honores. Por la noche pude desaparecer y continuar mi camino… Caminé mucho… hasta que, encontrándome cansado y lejos de la ciudad, me senté sobre una piedra, al margen de una calle…
Era una noche dulce y serena, los astros resplandecían en el horizonte inmenso… Yo tenía el corazón inflamado de tristeza y congoja, porque una duda había asaltado mi espíritu.
-He matado la Mentira, ¿y si matando la Mentira hubiera matado la Vida? ¿No sería quizás horrible?
Esta idea se engrandeció y se fortificó en mí como una obcecación.
-¡Sí, es cierto!… ¡He matado la Vida!… La Vida reposa únicamente en la Mentira… Los gobiernos, las religiones, las filosofías, las morales, y todas las instituciones sociales… y el amor… y el arte… ¡Y todo! Sí: todo vive sólo por el imperio de la Mentira… He destruido el equilibrio de la Vida, he roto sus vínculos… Todo está por caer, todo se desmorona… ¡La noche ha caído sobre el mundo, la muerte nos invade!… el cataclismo se aproxima…
Y temblando, arrebatado por trágicas sacudidas, no osé mirar a mi alrededor, no osé mirarme a mí mismo. Tenía miedo de ver los astros entrechocarse, el suelo abrirse, y ser transportado al abismo.
La luna aparecía de una desnudez siniestra… Una a una iban apagándose las estrellas, y el alba iba cubriendo los campos con su doloroso sudario… Me toqué las piernas, el pecho, la frente, para asegurarme si aún vivía, y levantándome de improviso, me puse a correr por el campo.
-¡Piedad!… ¡Piedad!… ¡He muerto la Mentira!… ¡Y todo ha muerto!…
Y al correr aturdido, sintiendo ya sobre mi nuca, el soplo de la nada, oí una voz que me decía:
-¡Nada ha muerto!… Y todo vive más que nunca… No es la Mentira la que tú mataste… Yo conozco la Mentira. Ella no es como tú crees… Ante todo, ella jamás está desnuda, no… Viste de seda maravillosa, de terciopelo, de raso y de perfumadas estofas… como los comediantes y las cortesanas; tiene embellecido el rostro, los ojos pintados y la cabellera postiza adornada con diademas y guirnaldas de perlas… Sus brazos, sus manos, están cubiertas de joyas falsas… Ella jamás llora… Ríe, canta y baila… Nadie le arroja piedras… El cura la adora, el soldado se le hinca delante piadosamente, el juez todos los días le ofrece la carne de los inocentes, el rico la carne de los pobres… Ella es inmortal.
-No. ¡Yo he matado la Mentira!
-No ¡Tú has matado la Verdad!
-¡La Verdad!… ¡He matado la Verdad!…
-¡Sí!… ¡Sí!…
Entonces, por la sola virtud de esta mágica palabra, una gran conmoción se apoderó de mi ser. La alegría, el entusiasmo, la sublime esperanza, y el ruido de la fuente, y el viento que mueve las hojas, y el canto de los pájaros… todo ello suscitó en mí como una armonía divina…
-¡Se puede vivir ahora! ¡Se puede vivir siempre, siempre!
Y siguiendo mi camino por el reverdecido campo, anuncié a todos la buena nueva.
-¡Curas, soldados, jueces, ricos! ¡Vosotros todos los que sois los maestros de los hombres y de los pueblos: matad, saquead, torturad, sed felices!… La Verdad ya no estorba… La Verdad ha muerto… La Verdad ha muerto…

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