En el siglo XIX tenía
doscientas casas, o sea las mismas que mi pueblo, Castromocho, por las mismas
fechas. Ahora aquél ha ascendido a 2083 habitantes, y éste se ha reducido a
283. Curioso que un cero, que no vale nada, produzca tal efecto.
Mi pueblo no tiene
nada reseñable, salvo lo que ya he ido indicando en este blog. Y Canena,
supongo que tampoco. Ha tenido que ser una frase en una homilía del cura
párroco de la villa el motivo para que yo me interesara y descubriera las
semejanzas y las diferencias entre ambos.
Son mesetarios.
Equidistantes del mar. Clima riguroso. De secano; uno olivarero, otro
cerealista. En el andaluz, castillo en pie; en el castellano, castillo en
tierra. Terrible paradoja. En el mío ni un árbol; en el otro, un bosque lo
circunda, aunque parezca tratarse de repoblación.
En iglesias gana el
palentino, pero pierde en plazas hoteleras. Y un festival de música marca
claramente diferencias a favor del de Jaén. Tiene lugar en verano y es muy
versátil; ópera, jazz, bandas, piano, guitarra… En el patio de Columnas o en el
de Armas, a elegir.
Si don Miguel
Hernández tildó de “aceituneros altivos” a los andaluces de Jaén, a nosotros
nadie nos homenajeó jamás por ser palentinos. Y eso que de por aquí eran entre otros,
doña Ximena, esposa de mío Cid, y Jorque Manrique, poeta largo y profundo.
¡Y Victorio Macho,
que esculpió el santo Cristo del Otero!