Tal vez sea esta la imagen que mantengo en la retina, o quizás fuera alguna otra, ya no recuerdo. Vi en la tele todo el recorrido de la cámara, en vivo y en directo, como si alguien hubiera estado esperando que sucediera, para ofrecérnoslo en tiempo real. Porque fue así. Miento al decir “recorrido”, porque la escena estaba quieta, sólo el humo se movía.
Mi mamá ya comía muy malamente, que la boca le daba mucha guerra. Para que estuviera tranquila, dejé que comiera ella sola en su cuarto, con la tele puesta para que estuviera tranquila y relajada. Estábamos en 2001, era el 11 de septiembre. Comíamos mi padre y yo aquel martes en silencio, con la tele puesta pero sin mirarla, para qué, siempre decía lo mismo.
En esto la emisión cambió de rollo y salió uno de los edificios de las torres gemelas de Nueva York, del que salía humo por una de sus fachadas. No le dimos mayor importancia y seguimos a lo nuestro. Como la imagen se mantenía quieta y el humo aumentaba y hasta se veían llamas, fijamos nuestra atención. El locutor decía algo sobre un incendio de origen desconocido y llenaba el espacio con palabras y palabras, como buenamente podía. En éstas estábamos cuando se vio como un mosquito que se impactaba contra el otro edificio gemelo, produciéndose una pequeña explosión y el humo consiguiente, semejante al primero.
Seguimos clavados en la pantalla, como hipnotizados, cautivos de algo que no sabíamos por qué, pero intuíamos que era muy grave, y que iba a marcarnos de forma muy importante. Allí seguimos; mi padre, olvidado de su café de todas las tardes con su panda de amiguetes; yo, también descuidando mis deberes y obligaciones laborales, en la confianza de que tal vez nadie me requiriera en esos momentos. Sólo me moví para recoger los cacharros y fregarlos en un verbo.
Vimos desplomarse la primera torre, como si se hubiera encogido por el propio peso. Luego le llegó la vez al otro edificio, del que no quedó sino una nube enorme de polvo que todo lo cubrió. No sé el tiempo que seguimos mirando sin decirnos palabra. Sólo sé que al mucho rato entró mamá en el comedor diciendo, sabéis lo que ha pasado en Nueva York… Y nos sacó del ensueño.
Luego vino todo lo demás, los reportajes, el agujero negro que quedó cuando limpiaron todo, la zona cero y también la porfía de sí dejan o no construir allí y ahora una mezquita.
También me llegó lo de las investigaciones sobre si fue una conspiración de los servicios secretos, sobre apariencias y engaños, sobre un maquiavélico plan para doblegar al mundo. En fin, verdad o mentira, qué más me da ahora.
El fuego me gusta, disfruto viéndolo moverse, las llamas me seducen. A su luz y calor tiendo a las confidencias, a la charla sosegada y/o al silencio íntimo, a perder la noción del tiempo y a desconectar de lo que no sea urgente, a olvidarme de mí mismo y a soñar con lo que sueño, a dejarme enganchar por las juguetonas formas de la llama y a volar siguiendo el revuelo de las cenizas que se marchan. Mucho he disfrutado junto al fuego. Muchas morceñas eché sobre los pucheros jugueteando con el fuelle en mi niñez. Muchas hogueras he prendido para luego hacer abanicos de brasas con los manojos encendidos. Muchos fuegos he disfrutado como quien fuma cigarrillos. Algunos también he apagado para no volverlos a encender. No creo, eso sí que no, haber olvidado rescoldos innecesarios.
Una vez que he visto que el fuego puede ser manipulado para destruir y matar, para asustar y engañar, para extorsionar y negociar, me ha empezado a dar mucho miedo, pero que mucho, mucho.
¡Anda que si resulta que la misma mano que se cargó aquellas torres de Nueva York se plantó a armarla en Afganistán y luego hizo lo que hizo en Irak!
¡Me cago en la mar serena si llega a ser verdad!
Mi mamá ya comía muy malamente, que la boca le daba mucha guerra. Para que estuviera tranquila, dejé que comiera ella sola en su cuarto, con la tele puesta para que estuviera tranquila y relajada. Estábamos en 2001, era el 11 de septiembre. Comíamos mi padre y yo aquel martes en silencio, con la tele puesta pero sin mirarla, para qué, siempre decía lo mismo.
En esto la emisión cambió de rollo y salió uno de los edificios de las torres gemelas de Nueva York, del que salía humo por una de sus fachadas. No le dimos mayor importancia y seguimos a lo nuestro. Como la imagen se mantenía quieta y el humo aumentaba y hasta se veían llamas, fijamos nuestra atención. El locutor decía algo sobre un incendio de origen desconocido y llenaba el espacio con palabras y palabras, como buenamente podía. En éstas estábamos cuando se vio como un mosquito que se impactaba contra el otro edificio gemelo, produciéndose una pequeña explosión y el humo consiguiente, semejante al primero.
Seguimos clavados en la pantalla, como hipnotizados, cautivos de algo que no sabíamos por qué, pero intuíamos que era muy grave, y que iba a marcarnos de forma muy importante. Allí seguimos; mi padre, olvidado de su café de todas las tardes con su panda de amiguetes; yo, también descuidando mis deberes y obligaciones laborales, en la confianza de que tal vez nadie me requiriera en esos momentos. Sólo me moví para recoger los cacharros y fregarlos en un verbo.
Vimos desplomarse la primera torre, como si se hubiera encogido por el propio peso. Luego le llegó la vez al otro edificio, del que no quedó sino una nube enorme de polvo que todo lo cubrió. No sé el tiempo que seguimos mirando sin decirnos palabra. Sólo sé que al mucho rato entró mamá en el comedor diciendo, sabéis lo que ha pasado en Nueva York… Y nos sacó del ensueño.
Luego vino todo lo demás, los reportajes, el agujero negro que quedó cuando limpiaron todo, la zona cero y también la porfía de sí dejan o no construir allí y ahora una mezquita.
También me llegó lo de las investigaciones sobre si fue una conspiración de los servicios secretos, sobre apariencias y engaños, sobre un maquiavélico plan para doblegar al mundo. En fin, verdad o mentira, qué más me da ahora.
* * * * *
El fuego me gusta, disfruto viéndolo moverse, las llamas me seducen. A su luz y calor tiendo a las confidencias, a la charla sosegada y/o al silencio íntimo, a perder la noción del tiempo y a desconectar de lo que no sea urgente, a olvidarme de mí mismo y a soñar con lo que sueño, a dejarme enganchar por las juguetonas formas de la llama y a volar siguiendo el revuelo de las cenizas que se marchan. Mucho he disfrutado junto al fuego. Muchas morceñas eché sobre los pucheros jugueteando con el fuelle en mi niñez. Muchas hogueras he prendido para luego hacer abanicos de brasas con los manojos encendidos. Muchos fuegos he disfrutado como quien fuma cigarrillos. Algunos también he apagado para no volverlos a encender. No creo, eso sí que no, haber olvidado rescoldos innecesarios.
Una vez que he visto que el fuego puede ser manipulado para destruir y matar, para asustar y engañar, para extorsionar y negociar, me ha empezado a dar mucho miedo, pero que mucho, mucho.
¡Anda que si resulta que la misma mano que se cargó aquellas torres de Nueva York se plantó a armarla en Afganistán y luego hizo lo que hizo en Irak!
¡Me cago en la mar serena si llega a ser verdad!