Jazmín amarillo florecido (Es evidente) |
En pocas palabras:
Jasminum nudiflorum. Esto es lo que tengo en el atrio del templo parroquial. Y
tiene su historia. Corta y sencilla, pero real.
A mi mamá le
pirriaban los jazmines que veía y olía en la tierra que tanto le gustaba:
Alicante. Todos los años, en cuanto llegaba para disfrutar durante unos meses
del sol, del mar, de las gentes y de los buenos baños que se daba, se mercaba
por el rito de arramplar algún tallo de jazmín de cualquiera de los muchos
jardines que adornan aquella ciudad de la tierra blanca. Luego lo plantaba y lo
cuidaba, hasta que llegaba el momento de volver, porque ya el mar no estaba tan
suave, y sus deberes le reclamaban en su otra casa, tierra adentro.
Entre las muchas
cosas que mimaba cuando terciaba por Alacant, sus jazmines de la terraza
eran una de sus cosas preferidas. Llegado el momento de partir, envolvía en
plásticos todos los tiestos y los dejaba más o menos protegidos para que
pudieran aguantar el largo período de tiempo de abandono. Los jazmines
incluidos. Pero siempre que yo recuerde se traía para acá alguna plantita, para
tenerla cerca, para disfrutarla. Una y otra vez insistía, pero nunca las pobres
aguantaban el invierno de esta tierra desaborida, dura y de fríos persistentes.
Ella sin embargo, nunca se desanimó.
Cuando ya aquellos
viajes terminaron porque el cuerpo no podía seguir a su espíritu indómito, se
limitaba a pasear de mi brazo por esta gran ciudad, comentando cosas, entre
otras lo que había vivido en el levante, sus baños de sol, sus amistades, el
mercadillo cercano donde compraba fruta y verdura, hilos y telas, y todo
aquello que por poco precio siempre encontraba en su magín algún destino
interesante.
Fue la casualidad que
un día, paseando por el Campo Grande, dimos en acercarnos al lago de los
cisnes. Junto a la cascada de la gruta una planta, en aquel invierno
vallisoletano, lucía unas pequeñas y numerosas flores amarillas. ¿Qué será?
preguntó. Me acerqué para mirar el cartel y leí en voz alta: un jazmín.
¿Amarillo? volvió a preguntarme. Pues sí, ahí lo dice.
Ella sólo conocía el
de flores blancas, el de tan rico olor en las tardes cálidas alicantinas. Y me
animó a coger unos cuantos brotes de los muchos que se ofrecían.
Cogí. Ella plantó. Yo
también planté. A ella le agarraron. A mí, ni flores.
Cuando ya tuve que
proceder al proceso de dormición de aquella casa familiar por ausencia de sus
titulares, me traje los jazmines que mi madre cuidó desde pequeñitos. Aquí se
han hecho más grandes, y lucen en la entrada de la iglesia. Y como ahora es invierno
cumplen con sus deberes propios, y están tal que así, floridos.
El de la izquierda |
El de la derecha |
Cada vez que entro o
salgo de la iglesia, tanto si miro a la derecha, como si lo hago a mi
siniestra, tengo dos testigos fieles que me la recuerdan. No hay manera.
Sin flash |
Con flash |
No hay comentarios:
Publicar un comentario