Fridolin von Säckingen |
Jamás de los jamases alcancé a saber cómo llegó a la pared de aquella habitación un cartel con la
imagen de un santo* y en su esquina inferior derecha el rótulo “San Fridolin”, sin acento.
¿Lo traería Bernardo de su veraneo currante en Alemania? Pudo ser. El caso es que ocupaba la parte
central, sobre el sofá de dos cuerpos, las dos butacas y la mesita de centro que constituían el tresillo de nuestro cuarto de estar. En la otra parte, dos mesas de trabajo con libros de derecho y filosofía, respectivamente. En la habitación de al lado, otras dos mesas sostenían la teología y la economía,
igualmente al respective.
Y fue cabe San Fridolin, sin acento, donde di el salto mortal, donde me llegó mi anunciación,
y donde, ni corto ni perezoso, ante mis compas le solté al Antonio: “He decidido que quiero pedir órdenes. Encárgate de ver cómo se hace eso”. Y me
callé y me puse rojo como un tomate.
Los cuatro que allí estaban conmigo, Pepe, Manolo, Bernardo y el referido Antonio, me miraron… y no
dijeron ni mu.
Tardó la cosa en conseguirse. Calculando… Veamos. Esto sería a finales de marzo del año… 1972? Cursaba 4º de Teología y vivía en un piso compartido junto a la Puerta de Toledo. El tren se atrevía a pasar en lo profundo por debajo de nuestro balcón. Y el maquinista, el muy jodido, paraba a la altura de mi ventana y chiflaba con todas las fuerzas cada vez que hacía maniobras. Desde entonces hasta el día en que la ICAR** me dijo sí, transcurrieron tres años y tres meses. Más de lo que durarían cuatro partos consecutivos. De modo que San Fridolin me endosó no un parto, sino un “partenón”.
Pero no va por ahí la cosa, sino por los antecedentes. Si dolores tuve en la larga espera, no quiero
recordar ahora los que hubo antes de aquel doble salto mortal. Muchos y de categoría. “Muy superiores”, como decía otro Antonio, también cura, y que no
anda lejos de aquí.
Al recordar hoy a María que recibe un sobresalto morrocotuno con la visita del ángel, Gabriel
para más señas, con un recado urgente y soberano que no admite sino un sí incondicional, yo recuerdo cuántas condiciones me asaltaban por aquel entonces, cómo deshojaba margaritas, y de qué manera me encabritaba conmigo mismo y de rebote con el mundo entero. No… pero sí. Sí… pero… No. Ni hablar. ¡A mí no me mires! Esto es intragable. ¡Que no me hagas comulgar con ruedas de molino! ¿Por qué a mí? ¿Y no hay vuelta atrás?
Hacer memoria de todo aquello me produce vértigo. Afortunadamente nadie me ha preguntado sobre el
particular, ni entonces, ni ahora. Lo encerré en un arcón bajo siete llaves, y las tiré todas al mar. Y junto con aquel llavero lancé al viento una plegaria: que no volviera a ocurrir, a nadie, jamás de los jamases.
Las llaves desaparecieron; pero mi oración, si fue escuchada, nadie la atendió. Luego me tocó a mí recoger las cuitas de otros que pasaron por lo mismo. Y sólo pude eso, escuchar.
María sin embargo no estuvo sola. Y claro que el sí que dio fue suyo y sólo suyo, pero compartido.
Por eso para mí José es tan importante, por entrañable, por silencioso, por persistente, por fuerte, por humilde, por echarse sobre los hombros el mundo entero, por confiado y por creyente. Por buen compañero.
María y José acogieron en su vida un misterio que les llenó de santo temor, y en el silencio
de sus desconocidas biografías lo llevaron sin alharacas hasta el final, donde esperaban aquellos siete cuchillos que atravesarían su corazón y hasta su alma.
Ahora mucho se perora sobre ellos y sobre dogmas que a unos disgustan y a otros enardecen. Hay
incluso quienes se atreven y amenazan con lanzar anatemas y exabruptos a quienes osen dudar siquiera, interpretar tal vez, entender mejor para también
mejor creer.
En fin, María y José recibieron el anuncio de un encargo que era tan jodidamente comprometido para
sus pobres endebles personas, y lo vieron tan enorme en su pequeñez, que no me extraña que juntos escribieran de muto acuerdo ese canto hermoso, que empieza por “Proclama mi alma la grandeza del Señor…” y termina en “Auxilia a su pueblo… por siempre”, al verse tan agraciados por la pura Gracia.
Veamos, pues, cómo María cuenta su experiencia, y por extrapolación magnificada (¿o será minimizada?), daremos por dicha la de los demás.
Pero antes, aclaremos:
* San Fridolin: Monje irlandés misionero en el país teutón. Fundó un monasterio y una iglesia
en el siglo VI en la isla de Säckingen, en el Rhin, que constituyó el primer asentamiento cristiano en el sur de Alemania. Es conocido como San Fridolin de Säckingen.
** ICAR: Iglesia Católica Apostólica Romana, como se la conoce popularmente, aunque a veces se
dice en un cierto tono despectivo.
UN NIÑO VA A NACER
Siete semanas después de la Pascua se celebra en nuestro país la fiesta de las primicias, la del inicio de la cosecha. Y a Jerusalén fuimos a celebrarla los once y las mujeres. Llegamos a la ciudad de David un par de días antes, cuando las calles ya empezaban a llenarse de peregrinos tostados por el sol de la siega, adornados con coronas de espigas y flores. Como otras veces, nos hospedamos en casa de Marcos. Recuerdo que en aquellos tiempos, después que Dios había levantado a Jesús de entre los muertos, nació en todos nosotros un gran deseo por saber más cosas de su vida. Fue en una de aquellas noches anteriores a la fiesta de Pentecostés cuando María rebuscó en los recuerdos que guardaba en su corazón para contarnos los primeros años de la historia de su hijo.(1)
María - ¿Lo que me acuerde? Pero, qué curiosos son ustedes, ¡caramba! Qué sé yo, tanto tiempo, tantas cosas. Se me confunden en la cabeza y… Bueno, está bien, está bien, habrá que empezar por José. Sí, por él hay que empezar.
José - ¡A los buenos días, María! ¡Dichosos los ojos que te ven! ¡Y más dichosos si esos ojos son los míos!
María - Ya salió éste con sus cosas… ¡Ay, José, tú no tienes arreglo!
José - ¿Y cómo voy a tenerlo, si eres tú la que me tienes estropeado? Mira, muchacha, si yo fuera de cera me derretiría con una mirada tuya. Pero es que si fuera de piedra, me pasaría lo mismo. ¿Cuántas veces quieres que te lo diga?
María - Pero, si me 1o has dicho ya sepetecientas veces y todavía no te derrites. Anda, sigue, sigue tu camino, cuentista.
José - ¡Pues claro que voy a seguir! Voy a seguir diciéndote que eres el lucero de mis noches y la cataplasma de mis heridas, sandalia de mi camino, fuente de mi desierto, harina de mi pan, agua de mi gaznate…
María - Pero, ¿qué te pasa a ti hoy, José? ¿Te has vuelto loco?
José - ¡De remate! ¡Y la culpa la tiene la nazarena más linda de este país!
Nazaret era un pueblito de nada. Más pequeño que una nuez. Jóvenes casamenteros había en aquel tiempo cuatro, que yo recuerde. Y muchachas, éramos tres. A mí me gustaba mucho José, aquel muchachote que lo mismo pegaba una puerta que pisaba uvas en el lagar que le ponía herraduras a un mulo. Desde niños habíamos jugado juntos. Luego, cuando fuimos creciendo, nos empezamos a querer. Me acuerdo que, al principio, nos poníamos colorados cuando nos encontrábamos en el campo y entonces a él se le soltaba la lengua y empezaba a decirme cosas y se reía mucho. Y yo me reía todavía más. A mi padre, Joaquín, también le gustaba José, porque era muy trabajador. Por eso, se fue un día a ver a su padre. Iban a hacer el trato para la boda.(2)
Compadre - Bueno, compadre Joaquín, con dos ojos que uno tenga en la cara ve que estos muchachos nuestros están por lo que están. ¿No le parece a usted?
Joaquín - Me parece, compadre. Yo digo que es tiempo de que los dátiles entren en sabor y los muchachos en amor, como decía el difunto Rubén.
Compadre - No es por nada, compadre, pero mi José será lo que sea, un poco alocado como toda la gente joven de hoy, pero honrado lo es. Su muchacha se lleva un hombre de una pieza.
Joaquín - Pues mire, compadre, que yo no me quedo atrás. Mi hija tendrá lo suyo, que no hay mujer que no lo tenga, pero más derecha y más alegre que una flauta, así es ella. ¡Y llena de gracia mis que ninguna!
Compadre - Entonces, compadre Joaquín, por mí ya está todo dicho.
Joaquín - Y por mí no hay nada más que decir. ¿Trato hecho?
Compadre - ¡Trato hecho! ¡Y que Dios le arranque los bigotes al que no lo cumpla!
Joaquín - Ahora lo que hace falta es que ese par de tórtolos tengan muchos hijos y nos llenen la casa de nietos, ¿no cree usted?
Compadre - ¡Claro que sí! Y, por cierto, hablando de hijos, ¿sus ovejas ya le parieron, compadre? Porque las mías ya están a punto…
A los pocos días nos hicimos novios.(3) Yo tenía quince años y José, dieciocho.
José - ¡Ahora sí que no te me escapas, María! ¡Estoy más
contento que un arco iris!
Después de la fiesta del compromiso, la vida siguió más o menos lo mismo. José buscaba trabajo hasta debajo de las piedras, en la finca de don Ananías o más lejos, en Caná o en Séforis. Dios le echaba una mano y, a veces, tenía suerte. Quería ahorrar algunos denarios para cuando nos casáramos. Yo seguía haciendo lo de siempre: ayudar con mis dos hermanas mayores a mi madre, Ana, que estaba medio enferma por entonces. En casa había quehacer para dar y tomar, porque éramos muchos. Todo seguía igual, pero para mí todo había cambiado. Ya no era una niña. Tenía novio, me iría pronto de casa. Estaba muy contenta por aquel tiempo.
Vecina - María, muchacha, has tenido suerte. Ese José te quiere más que a la niña de sus ojos. No hace más que decir cosas bonitas de ti.
María - Es un cuentista, eso es lo que pasa.
Vecina - Un poco feúcho sí es, pero lo que tiene de feo lo tiene de honrado.
Muchacha - ¡Mira tú ésta por dónde sale ahora! ¿José feo? Con esas espaldotas como una muralla y esos ojos tan así que tiene…
Vecina - Cuidadito, María, ¡que ésta te va a levantar el novio! ¡Óigame, Tina, no empuje, que el pozo no se va a secar!(4)
Pasa tú, muchacha, que te toca a ti y tu madre te estará esperando.
Me acerqué al brocal del pozo y empecé a tirar de la cuerda para sacar el agua. Ya ni me acuerdo cómo pasó. Vi estrellitas en los ojos y después todo se me borró de delante.
Vecina - ¡Eh, que esta niña se ha desmayado!
Muchacha - ¡Agarra su cántaro, Sara, y ayúdame a llevarla a casa!
Comadre - Échenle fresco. Eso es un mareo. ¡Con este calor, cualquiera!
Pasaron las semanas y me siguieron dando mareos. No me sentía bien. Se me aflojaban las piernas por cualquier cosa. Mi madre me ponía emplastos de albahaca en la frente y me daba cocimientos de todas las yerbas. Pero seguía igual. Un día ya me di cuenta de lo que me estaba pasando. Ay, caramba, por las noches daba vueltas y vueltas en la estera y me amanecía sin haber pegado un ojo. Le rezaba fuerte a Dios para que me ayudara. Me acuerdo que lloraba mucho. Quería hablar con mi madre, pero no me atrevía. No sabía ni por dónde empezar. ¡Dios mío, qué asustada estaba! ¡Qué angustia! Un día tragué en seco, hice de tripas corazón, y me fui a ver al abuelo Isaías. Creo que mi abuelo era el hombre más viejo de Nazaret. Vivía en una casita muy pequeña, a la salida del pueblo. A pesar de los años, estaba más fuerte que un olivo y tenía muy pocas canas en aquella barba tan larga. Nunca usaba sandalias. Trabajaba en el campo durante todo el día y al caer el sol se sentaba a la puerta de su choza, a mascar dátiles y a tomar el fresco. Así lo encontré yo aquella tarde…
Isaías - ¡Miren quién viene por aquí! ¡Saludos, María! Oye, muchacha, me ha dicho tu madre que andas con malestares, ¿no? ¿Cómo es eso, tan joven? Ana está preocupada contigo.
María - Sí, un poco.
Isaías - ¿Un poco? Un mucho. A ver, saca la lengua.
María - Ahhh…
Isaías - Pues la tienes limpia. ¿Y esos ojos? Vamos a ver… Colorados como una manzana. Ya le dije yo a Ana que te diera cáscaras de algarrobos. Son buenas. Tengo por aquí. ¿Quieres algunas?
María - Bueno.
Pero el abuelo no se levantó de la piedra en la que estaba sentado. Escupió una semilla y me sonrió.
Isaías - Te conozco, muchacha, te vi nacer. A ver, ¿qué es lo que me quieres contar? Porque tú has venido a decirme algo medio importante, ¿no es así?
María - Sí, abuelo, pero…
Isaías - Dime lo que te pasa. Ya sabes que la lengua la hizo Dios para moverla.
María - Abuelo Isaías, yo creo que no estoy enferma, sino…
Isaías - Claro, te pones a pensar en la boda, ¿no? Eso es natural, mi hija. Todas las muchachas se asustan cuando les llega la hora. Pero ya verás que todo sale bien.
María - No, abuelo, no es eso… Bueno, sí, sí es eso, pero…
¡Madre mía, cómo me costaba decírselo! El abuelo me miraba con sus ojos grises y húmedos, como un cielo en día de lluvia, y seguía sonriéndome.
Isaías - ¿Qué pasa entonces, María? ¿Te da vergüenza decírmelo, verdad?
María - Sí, abuelo.
Isaías - Pues entonces, suéltalo rápido y sin pensarlo.
María - Abuelo… yo… ¡yo lo que estoy es preñada!
Isaías - ¿Cómo has dicho, hija?
María - Lo que usted oyó, abuelo.
Isaías - ¡María, muchacha! Pero, ¿es que ese granuja de José no sabe tener paciencia? ¡Estos jóvenes de ahora! ¿Por qué no le dijiste que se esperara a la boda?
María - No, abuelo, no. Yo no he estado con José. No, no es cosa de él.
Isaías - Entonces, ¿de quién, hija? ¿Qué te ha pasado?
María - No sé, no sé… no entiendo.
Isaías - Pero, ¿quién ha sido? ¿Timoteo, el de Ezequías?
¿Benjamín? ¡Esos dos son buenos pillos!
María - No, abuelo, ellos no. No ha sido nadie. Yo no… No ha
sido nadie. ¡De verdad que yo no he estado con ningún hombre! ¡Lo juro!
Isaías - Bueno, muchacha, no llores. Será entonces que te has hecho la idea y no estarás preñada.
María - Lo estoy, abuelo, lo estoy. Ya siento al niño dentro. Estoy segura.
Isaías - ¿Estás segura, María?
María - Sí, estoy segura.
Isaías - ¿Y qué te ha dicho tu madre?
María - No se lo he contado, no me atrevo.
Isaías - ¿Y a tus hermanas?
María - Tampoco, tampoco. A usted es al primero al que se lo digo. ¡Ayúdeme, abuelo, ayúdeme!
El abuelo me pasó una mano por los hombros y me acercó a él.
Isaías - Vamos a ver, María… Esos camelleros que estuvieron parando en casa de ustedes, de camino a Séforis. ¿No será que…? Fue hace unos meses, ¿no? Te lo digo porque esos hombres usan unas yerbas raras, que traen de no sé dónde. Duermen a la gente con ellas. ¿No será que alguno…?
María - No, no, yo no tomé nada. Yo no lo recuerdo. Bueno, yo creo que no… ¡Ay, abuelo, yo no sé ya ni lo que creo! ¡Ayúdeme, abuelo! ¿Qué va a pensar José de mí? No querrá casarse conmigo. Me dejará. Nadie querrá casarse conmigo cuando lo sepan. Yo no entiendo esto, abuelo, no entiendo. Se lo juro, le juro que yo no he hecho nada malo, ¡se lo juro!
Isaías - Y yo te creo, Mariíta, yo te creo. Vamos, tranquilízate.
María - Pero nadie me lo va a creer. Dirán que soy una tal y una cual… Yo quiero a José y él me va a dejar. No me volverá a mirar la cara. ¡Y yo entonces me voy a volver loca! ¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué, abuelo? Cuando lo sepan mis amigas… Me dirán que me saque al niño, que lo mate, para que nadie se entere… ¿Y yo qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer, abuelo?
Lloraba sin consuelo, agobiada por el peso de aquel niño que llevaba dentro. A través de mis lágrimas, alcé la cara, buscando en el abuelo una respuesta. No decía nada, pero me miraba sereno, contento, con una sonrisa que yo nunca olvidé en tantos años… Era la misma cara con la que yo pienso que Dios nos mira cuando estamos solos, cuando no sabemos… Después me levantó del suelo, me agarró por los hombros y me puso en pie. Yo sentí su fuerza y su esperanza.
Isaías - ¡Alégrate, María! ¡Alégrate, no me llores así, que Dios está contigo! Nadie se ha muerto, muchacha. Al contrario, un niño te va a nacer, se te va a dar un hijo. No hay alegría mayor que ésa, María. Con cada niño que viene a esta tierra es como si Dios empezara el mundo otra vez. ¡Alégrate, María, no tengas miedo!
Era como si aquellas palabras vinieran de lejos, de muy lejos, atravesando los montes y las colinas que abrazan a Nazaret. Habían esperado mucho tiempo para ser dichas.
María - Pero… pero, ¿cómo es posible esto si yo no he estado con ningún hombre?
Isaías - Para Dios todo es posible, muchacha. Y él siempre se trae cosas grandes entre manos. Ve tú a saber lo que querrá hacer contigo y con ese niño que te ha dado. Acuérdate de Sara. Con las entrañas secas, con la esperanza muerta, con tantos años encima. Y Dios la hizo reír y le regaló a Isaac. Acuérdate de la madre de Samuel y de la de Sansón. Eran tierra que no daba fruto. Y Dios se acordó de ellas y les puso un niño en los brazos. Dios es grande, María, y hace cosas maravillosas. Y no sólo en los tiempos antiguos, sino también ahora. ¿No has sabido que tu tía Isabel, con lo vieja que está ya, anda esperando un hijo?
María - Entonces, abuelo, ¿usted cree que Dios anda por medio?
Isaías - ¡Claro que sí, muchacha! Anda, dile que sí a ese niño, María. Tráelo a la vida. Dile que sí a Dios. Sea lo que sea, todo será para bien.
Y temblando, le dije que sí.(5) Y el aliento de Dios, la fuerza de su espíritu, aleteó sobre mi cuerpo, como al principio del mundo. El abuelo Isaías tenía los ojos aguados cuando me despidió.(6) Yo volví a casa repitiendo una a una sus palabras. Aquel día florecieron en Nazaret los primeros almendros.
¡Alégrate, hija de Sión!
¡Alégrate y lanza gritos de júbilo, hija de Jerusalén!
Porque el Señor tu Dios está en ti,
el Rey de Israel, un poderoso Salvador.
Lucas 1,26-38
___________________________________________
1. El contar los hechos de la infancia de Jesús al final de su vida no es sólo un recurso literario. Es una pista para entender mejor el origen que tuvieron estos relatos en los evangelios de Mateo y Lucas. Ni Marcos ni Juan cuentan absolutamente nada de la infancia de Jesús.
Hay que saber que los evangelios no fueron escritos en el orden de capítulos en el que nosotros los leemos hoy. El relato de la pasión y muerte de Jesús fue lo primero en ponerse por escrito. Después se fueron añadiendo los relatos de las apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos -cada evangelista eligió algunos-. Se consideraba que en el paso paso de Jesús de muerte a vida estaba la esencia de la fe cristiana. Era, además, lo que había quedado en el recuerdo de mayor número de gente. Posteriormente, se fue estructurando una vida de Jesús en base a las distintas etapas de su actividad profética: en Galilea, en Jerusalén, frases, discursos, curaciones… Esta estructura no es la misma en ninguno de los evangelistas. Sólo al final de la redacción, tanto Mateo como Lucas añadieron a esta historia de Jesús adulto algunos relatos para ilustrar su infancia. Es decir, lo que leemos primero en estos dos evangelios fue lo último en escribirse.
Es muy posible que de los primeros años de la vida de Jesús, de cómo fue o de lo que hacía, casi nadie supiera nada cuando los evangelios se escribieron. Ninguno de los discípulos de Jesús o de los primeros cristianos había estado cerca de él en aquellos años. Y esto, porque hasta que fue al Jordán a ver a Juan el Bautista, la vida de Jesús fue totalmente gris, no tuvo ningún relieve especial, nada que la distinguiera de la vida de muchos de sus paisanos de aquel oscuro rincón galileo que era Nazaret. Pero después que comenzó a anunciar el Reino de Dios y sobre todo, después de su muerte y de la experiencia que de su resurrección tuvieron los discípulos, éstos comprendieron quién era Jesús, cuál era el plan de Dios sobre la historia humana, qué era realmente la buena noticia que había anunciado a los pobres. Esto les llevaría a interesarse por conocer más cosas sobre aquel en quien Dios les había hablado de una forma tan definitiva.
Al llegar a este punto, es posible que sólo María, la madre de Jesús, supiera responder a esa curiosidad por saber recuerdos antiguos. Por eso, en este relato es María quien narra la infancia de su Jesús, ella, que guardó en su corazón todas las cosas de su hijo.
A la luz de los contecimientos de la pascua, tanto Lucas como Mateo, quisieron reflejar en los acontecimientos de la infancia no tanto hechos históricos sino, ya de entrada, indicar al lector cuál iba a ser el destino de aquel niño que con el tiempo llenaría de esperanza al pueblo de Israel y daría un empujón tan decisivo a la historia humana. Para eso se valieron de recursos literarios típicamente orientales y bíblicos. Hay ángeles, hay señales, hay profecías del Antiguo Testamento que se van cumpliendo, hay sueños, hay estrellas, hay revelaciones, hay magos… Hay todo un escenario “maravilloso” por el que se quiere orientar a los lectores a comprender quién es Jesús ya desde su origen. Sin embargo, caeríamos en un serio error si tomáramos a la letra estos textos que más que historia son teología construida en base sobre todo a esquemas del Antiguo Testamento. En todos los episodios de la infancia de «Un tal Jesús» hay un serio intento de dar carne y sangre real a estos textos, que contienen datos válidos para reconstruir la historia, pero tratando al máximo de quitarle todos los adornos que podrían confundirnos y hacernos ver a un Jesús bien distinto de aquel que fue.
Los años de la infancia, de la adolescencia, de la juventud y prácticamente de la primera madurez de Jesús nos son realmente desconocidos. Apenas existen unos recuerdos históricos, comprobables. La mayor parte de las pocas cosas que sabemos las deducimos de algún dato del evangelio y, sobre todo, del ambiente en que Jesús se crió, que conocemos por estudios socioculturales de aquella época. Es importante ver claro que Jesús fue un niño desconocido, un muchacho como muchísimos otros en su tiempo, un joven que no deslumbró a nadie ni por su «sabiduría» ni por su «poder», que entra en «la historia» cuando impresionado por la predicación se deja bautizar por Juan y responde a la llamada de Dios.
La infancia de Jesús deja ver plenamente lo que es el misterio de la encarnación. Dios se nos ha revelado en el más humilde de los campesinos de una misérrima aldea de un campo perdido en una provincia de mala fama de un país explotado por el imperialismo más potente de aquella época. De entre los pobres surgió Jesús. Como la de ellos, su vida fue anónima hasta que empezó su misión.
A la luz de los contecimientos de la pascua, tanto Lucas como Mateo, quisieron reflejar en los acontecimientos de la infancia no tanto hechos históricos sino, ya de entrada, indicar al lector cuál iba a ser el destino de aquel niño que con el tiempo llenaría de esperanza al pueblo de Israel y daría un empujón tan decisivo a la historia humana. Para eso se valieron de recursos literarios típicamente orientales y bíblicos. Hay ángeles, hay señales, hay profecías del Antiguo Testamento que se van cumpliendo, hay sueños, hay estrellas, hay revelaciones, hay magos… Hay todo un escenario “maravilloso” por el que se quiere orientar a los lectores a comprender quién es Jesús ya desde su origen. Sin embargo, caeríamos en un serio error si tomáramos a la letra estos textos que más que historia son teología construida en base sobre todo a esquemas del Antiguo Testamento. En todos los episodios de la infancia de «Un tal Jesús» hay un serio intento de dar carne y sangre real a estos textos, que contienen datos válidos para reconstruir la historia, pero tratando al máximo de quitarle todos los adornos que podrían confundirnos y hacernos ver a un Jesús bien distinto de aquel que fue.
Los años de la infancia, de la adolescencia, de la juventud y prácticamente de la primera madurez de Jesús nos son realmente desconocidos. Apenas existen unos recuerdos históricos, comprobables. La mayor parte de las pocas cosas que sabemos las deducimos de algún dato del evangelio y, sobre todo, del ambiente en que Jesús se crió, que conocemos por estudios socioculturales de aquella época. Es importante ver claro que Jesús fue un niño desconocido, un muchacho como muchísimos otros en su tiempo, un joven que no deslumbró a nadie ni por su «sabiduría» ni por su «poder», que entra en «la historia» cuando impresionado por la predicación se deja bautizar por Juan y responde a la llamada de Dios.
La infancia de Jesús deja ver plenamente lo que es el misterio de la encarnación. Dios se nos ha revelado en el más humilde de los campesinos de una misérrima aldea de un campo perdido en una provincia de mala fama de un país explotado por el imperialismo más potente de aquella época. De entre los pobres surgió Jesús. Como la de ellos, su vida fue anónima hasta que empezó su misión.
2. En los tiempos de Jesús y en la mayoría de los países de Oriente era el padre quien decidía con quién habían de casarse sus hijas. Sin embargo, en Israel esto sólo era válido antes de que la muchacha cumpliera doce años. A partir de esta edad, era necesario el consentimiento de la hija para concertar el compromiso. En cualquier caso, la dote del matrimonio, era siempre responsabilidad del padre de la muchacha. La cantidad variaba mucho de unos pueblos a otros y dependía de las posibilidades de la familia.
Los esponsables preparaban el paso de la muchacha del poder de su padre al de su esposo. A veces se celebraban cuando la novia sera aún una niña de seis, ocho años. Pero la edad normal era a los doce o doce años y medio. A esa edad la muchacha era considerada ya una mujer adulta. En Israel las mujeres se casaban muy jovencitas: trece, catorce años eran edades muy frecuentes. Los hombre lo hacían con algunos años más: diecisiete, dieciocho… En las ciudades se daban muchos casos de matrimonios con parientes, pues como las mujeres vivían muy encerradas era difícil que conocieran con cierta libertad a otros muchachos en edad de casarse. Esto no ocurría en el campo. Mujeres y hombres trabajaban juntos desde pequeños en la recolección, en la siembra, y podían trabar amistad con más normalidad. Además, la pequeñez de Nazaret facilitaba el quetodos conocieran a todos.
Los esponsables preparaban el paso de la muchacha del poder de su padre al de su esposo. A veces se celebraban cuando la novia sera aún una niña de seis, ocho años. Pero la edad normal era a los doce o doce años y medio. A esa edad la muchacha era considerada ya una mujer adulta. En Israel las mujeres se casaban muy jovencitas: trece, catorce años eran edades muy frecuentes. Los hombre lo hacían con algunos años más: diecisiete, dieciocho… En las ciudades se daban muchos casos de matrimonios con parientes, pues como las mujeres vivían muy encerradas era difícil que conocieran con cierta libertad a otros muchachos en edad de casarse. Esto no ocurría en el campo. Mujeres y hombres trabajaban juntos desde pequeños en la recolección, en la siembra, y podían trabar amistad con más normalidad. Además, la pequeñez de Nazaret facilitaba el quetodos conocieran a todos.
3. El matrimonio era precedido siempre por los esponsales o desposorio, que no debemos confundir con un simplel noviazgo, como lo entendemos hoy día. Estar desposados era prácticamente estar casados. Los desposados se llamaban «esposo» y «esposa». Y la infidelidad de la mujer durante el tiempo de esponsales era considerada ya como adulterio, aunque la unión entre los desposados no se hubiera consumado. Los esponsales eran algo más que una palabra dada. Creaban una relación jurídica y familiar muy fuerte. Esto explica la reacción de María cuando teme ser repudiada por José si se entera que ella le ha podido ser infiel. No se sabe con exactitud el tiempo que mediaba entre los esponsales y el matrimonio. Lo más ordinario era un año, pero dependía de los lugares, de las costumbres familiares y de la época del año, etc.
Poquísimos datos da el evangelio acerca de José, el esposo de María. Pero las costumbres de la época y la vida de Nazaret nos permiten imaginarlo. Cuando José se desposó con María sería un muchacho joven, fuerte, en la plenitud de la vida. Campesino, trabajador, creyente, como otros muchos jóvenes de entonces, que esperaban la liberación de su pueblo y vivían en su propia carne la pobreza de la clase social a la que pertenecían. Contrariamente la tradición nos ha mostrado a un anciano de barba blanca. José y María en su convivencia diaria se comprendieron y se abrieron cada vez más a Dios. De aquella convivencia llena de cariño recibiría Jesús en los primeros años de su vida una influencia decisiva. Nazaret era una aldea insignificante perdida en los campos de Galilea, en la que vivirían en aquella época unas 20 familias. Para sus casas, los campesinos aprovechaban las cuesvas excavadas en la colina en la que se asentaba la aldea.
Poquísimos datos da el evangelio acerca de José, el esposo de María. Pero las costumbres de la época y la vida de Nazaret nos permiten imaginarlo. Cuando José se desposó con María sería un muchacho joven, fuerte, en la plenitud de la vida. Campesino, trabajador, creyente, como otros muchos jóvenes de entonces, que esperaban la liberación de su pueblo y vivían en su propia carne la pobreza de la clase social a la que pertenecían. Contrariamente la tradición nos ha mostrado a un anciano de barba blanca. José y María en su convivencia diaria se comprendieron y se abrieron cada vez más a Dios. De aquella convivencia llena de cariño recibiría Jesús en los primeros años de su vida una influencia decisiva. Nazaret era una aldea insignificante perdida en los campos de Galilea, en la que vivirían en aquella época unas 20 familias. Para sus casas, los campesinos aprovechaban las cuesvas excavadas en la colina en la que se asentaba la aldea.
4. En el actual Nazaret -una ciudad bastante grande y muy poblada- brota aún agua del pozo que había en la aldea en tiempos de María, a donde ella tuvo que ir cientos de veces con sus amigas y vecinas. Está en el interior de una pequeña y hermosa iglesia ortodoxa griega, dedicada al arcángel Gabriel. Parte del agua de esta fuente se ha canalizado a otra, construida más recientemente en plena calle, en donde los nazarenos beben y llenan sus cubos de agua. Todos lo llaman «el pozo de María».
5. Con su relato de la visita del ángel para anunciarle a María el nacimiento de Jesús, el evangelista Lucas nos quiere decir cosas muy importantes. Y para eso utiliza unas imágenes bíblicas que nos lo expresan con mucha fuerza. El ángel se emplea siempre en la Biblia para indicar que Dios va a actuar. Y el ángel es su mensajero. En este caso se trata de Gabriel, el mismo ángel que aparece en el libro del profeta Daniel anunciando que llega el día de Dios, el fin de los tiempos (Dan 8, 15-18; 9, 20-24). El que aparezca Gabriel en la anunciación quiere decir que con Jesús llega ese día esperado en que Dios manifiesta su justicia y su amor, que con él llega el «fin de los tiempos» en que triunfen los injustos, porque Dios va a intervenir en favor de los humildes. El texto de la anunciación y del sí de María elaborado por Lucas está inspirado literariamente en varias profecías: Sofonías 3, 14-18; Isaías 7, 14 y 9.
A lo largo de todo el Antiguo Testamento aparecen niños que nacen de forma sorprendente, por «gracia de Dios», como un regalo para sus madres, que eran estériles o viejas, sin esperanza ya de engendrar. Es el caso de Isaac, patriarca del pueblo, hijo de la anciana Sara y de Abraham (Génesis 18, 9-14). El de Sansón, el gran juez de Israel, hijo de una mujer estéril (Jueces 13, 1-7). El de Samuel, primer profeta de Israel, hijo de Ana, otra mujer estéril que pedía a Dios continuamente el regalo de un niño (1 Samuel 1, 1-18). Ya en el Nuevo Testamento, será el caso de Juan el Bautista, hijo de Isabel, una mujer anciana. Ante la gran personalidad de hombres como Isaac o Sansón o Samuel, los relatores de sus vidas quieren indicar, desde que cuentan su origen, que fueron una «gracia» de Dios para el pueblo, que eran un don de Dios, más que fruto del acto por el que sus padres los engendraron. También quieren decir estas historias que allí donde el hombre y la mujer se ven limitados, donde la esperanza se apaga, Dios es capaz de sacar una nueva vida. Porque siempre es Dios el dueño de la vida, el que engendra, el que hace fecunda la tierra y el vientre de la mujer.
Cuando Lucas escribe su evangelio y nos cuenta la anunciación tiene presentes todas estas historias del Antiguo Testamento y elabora un relato que las evocara. María no conoce varón, es virgen, y a pesar de eso va a tener un hijo, que viene de Dios y que será el mayor don de Dios a la historia humana, su nacimiento va a ser transcendental para los seres humanos, que supera todo lo que pueden hacer o hasta imaginar. Lucas nos dice que el origen de Jesús está en la voluntad de Dios, decidido a salvar a la humanidad. De un virgen Dios sacará un niño: de la nada puede, de la que nada tiene (y este sentido de carencia tenía la virginidad en Israel), Dios sacará una vida que incluso llegará a vencer la muerte. Sólo Dios puede hacer algo así.
6. En este episodio no aparece ningún ángel. Pero sí una María que pregunta, duda y se sorprende de lo que está ocurriendo en ella. Lo mismo que se nos cuenta en el texto evangélico. La esperanza la recibirá de su abuelo Isaías.
En el nombre del abuelo Isaías hay un símbolo, igual que Lucas creó un símbolo en el ángel Gabriel. Isaías fue el profeta que anunció 800 años antes de Jesús a un niño que traería a Israel la paz y la justicia, un niño que se llamaría Emmanuel, que significa «Dios con nosotros» (Isaías 7, 13-14; 9, 5-6).
El abuelo Isaías le pide a María lo mismo que el ángel en el relato de Lucas y lo mismo que Dios pide a toda mujer cuando está embarazada: que acepte la vida, que se alegre con ella, que la reciba como don, que la acoja con la esperanza de que si Dios comienza una obra, la llevará a su término. En este «sí» a la vida, María empezó un largo y nada fácil camino de fe que la llevará hasta la cruz, donde Jesús perdió aquella vida que su madre le había dado. Esta fidelidad cada vez más madura de María hacen de ella la nueva y verdadera «hija de Sión», de quien los profetas también habían hablado como símbolo de todo el pueblo (Is 60, 1-2).
A lo largo de todo el Antiguo Testamento aparecen niños que nacen de forma sorprendente, por «gracia de Dios», como un regalo para sus madres, que eran estériles o viejas, sin esperanza ya de engendrar. Es el caso de Isaac, patriarca del pueblo, hijo de la anciana Sara y de Abraham (Génesis 18, 9-14). El de Sansón, el gran juez de Israel, hijo de una mujer estéril (Jueces 13, 1-7). El de Samuel, primer profeta de Israel, hijo de Ana, otra mujer estéril que pedía a Dios continuamente el regalo de un niño (1 Samuel 1, 1-18). Ya en el Nuevo Testamento, será el caso de Juan el Bautista, hijo de Isabel, una mujer anciana. Ante la gran personalidad de hombres como Isaac o Sansón o Samuel, los relatores de sus vidas quieren indicar, desde que cuentan su origen, que fueron una «gracia» de Dios para el pueblo, que eran un don de Dios, más que fruto del acto por el que sus padres los engendraron. También quieren decir estas historias que allí donde el hombre y la mujer se ven limitados, donde la esperanza se apaga, Dios es capaz de sacar una nueva vida. Porque siempre es Dios el dueño de la vida, el que engendra, el que hace fecunda la tierra y el vientre de la mujer.
Cuando Lucas escribe su evangelio y nos cuenta la anunciación tiene presentes todas estas historias del Antiguo Testamento y elabora un relato que las evocara. María no conoce varón, es virgen, y a pesar de eso va a tener un hijo, que viene de Dios y que será el mayor don de Dios a la historia humana, su nacimiento va a ser transcendental para los seres humanos, que supera todo lo que pueden hacer o hasta imaginar. Lucas nos dice que el origen de Jesús está en la voluntad de Dios, decidido a salvar a la humanidad. De un virgen Dios sacará un niño: de la nada puede, de la que nada tiene (y este sentido de carencia tenía la virginidad en Israel), Dios sacará una vida que incluso llegará a vencer la muerte. Sólo Dios puede hacer algo así.
6. En este episodio no aparece ningún ángel. Pero sí una María que pregunta, duda y se sorprende de lo que está ocurriendo en ella. Lo mismo que se nos cuenta en el texto evangélico. La esperanza la recibirá de su abuelo Isaías.
En el nombre del abuelo Isaías hay un símbolo, igual que Lucas creó un símbolo en el ángel Gabriel. Isaías fue el profeta que anunció 800 años antes de Jesús a un niño que traería a Israel la paz y la justicia, un niño que se llamaría Emmanuel, que significa «Dios con nosotros» (Isaías 7, 13-14; 9, 5-6).
El abuelo Isaías le pide a María lo mismo que el ángel en el relato de Lucas y lo mismo que Dios pide a toda mujer cuando está embarazada: que acepte la vida, que se alegre con ella, que la reciba como don, que la acoja con la esperanza de que si Dios comienza una obra, la llevará a su término. En este «sí» a la vida, María empezó un largo y nada fácil camino de fe que la llevará hasta la cruz, donde Jesús perdió aquella vida que su madre le había dado. Esta fidelidad cada vez más madura de María hacen de ella la nueva y verdadera «hija de Sión», de quien los profetas también habían hablado como símbolo de todo el pueblo (Is 60, 1-2).
[«Un tal Jesús». José Ignacio y María López Vigil. Salamanca 1982. Volumen 2, págs. 1046-1057]
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