¡EH, TORO!
¡Qué lejos estaba y qué cerca lo tenía! Mi garganta reseca anudaba el miedo, pero mis pies, atenazados y dichosos, seguían quietos alardeando firmezas. Como en un místico éxtasis, quería sentir la fascinante atracción de aquella viva escultura negra entre encinas paquidermas, y que el sol, en decadente caricia, recortaba y casi translucía, embobando alocadamente mis sentidos.
Regia y viva escultura negra para contemplarla y renunciar a la distancia, asirte a ella y muy a escondidas, como en un gran enamoramiento de adolescente solitario, encerrarte en cualquier desván de tu alma y emprender discursos totalmente sicópatas, arrítmicos y paranoicos.
¡Eh, toro!
Y el toro aviva el instinto, levanta la testa y contempla sus interminables dominios. Se siente rey de pastizales, encinas, aires y horizontes. No entiende de rejas, estrinques o de jaulas; ni de inyecciones hormonales, ni de establos como cuchitriles, donde el rumiar y la siesta saben y huelen a mierda propia. Pudo haber nacido toro de engorde y arrastrar su mezquina, grasienta y corta vida en la reducida "jaulasistema" hasta el momento de ser vilmente atado y estertóreamente electrocutado; pero nació toro de lidia. Pudo haber sido animal de exposiciones y congresos o destripado objeto de experimentos, o, incluso, pieza peculiar de etnólogos y ecologistas; pero fue toro de lidia.
¡Eh, toro!
Y el toro se planta y se para el tiempo; y la emoción no se controla y: ¡ole!…¡ole!… Como en un apareamiento loco de la razón con la sinrazón, surgen mitologías, odas y leyendas. El toro se mueve y arrastra tras de sí cinco años de soles de agosto y aires de marzo, de cantos de alondras mañaneras y arrullos de perdigones vespertinos; cinco años vividos a cuerpo de toro bravo, siendo fiel a su nobleza y poderío; siendo fiel a su raza, a su casta, a su propia libertad de animal salvaje y nuestro.
¡Eh, toro!
Otra vez estaba lejos y cerca; y yo allí compartiendo con él, desde la grada, momentos distintos, pero transcendentales. Las manos sudaban inciertas. El aire, el tendido; la tarde toda se llenaba de cantidad de materia emotiva. Cada uno de por sí y todos a la vez amasaban y amalgamaban sentimientos particulares de arte, bravura, temple, filigrana… y, sobre todo, conjunción y ritmo. Después, otra vez, aquel ¡ole! profundo, pleno, casi infinito; diapasonado y sinfónico; completamente vivido, amado y compartido, ahora sí, por cientos de gargantas. Primero, oles de admiración; luego, olés cada vez más largos, más agudos, más intensos, silabeados con casticismo sin fin, a ritmo de pase y pasodoble, rematados, sin tregua, por casi infinitos aplausos.
Aquel animal nacido para la vida libre y la muerte sin rencor; y aquel hombre nacido para el arte, la vida y la muerte sin odio, formaban un dúo míticamente trágico, absolutamente vivencial, necesariamente único, armónicamente perfecto.
¡Eh, toro!
Y la vida se le fue tras el acero porque su instinto lo quiso y su bravura lo necesitaba. Podía haber muerto fríamente tirado en una estúpida losa, desangrándose depresivamente, pero murió como un toro de lidia: en la alfombra dorada y caliente del albero, con pañuelos en los tendidos, vueltas al ruedo, crónicas ardientes en los periódicos y dos orejas que se fueron, como sacras reliquias, de la mano de aquella mujer, para seguir conjugando en sus vitrinas un presente histórico, lleno de encinas, pastizales, cielos y horizontes infinitos.
Andrés
C. Bermejo
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