Vivir en la tierra y de la tierra imprime carácter. Y yo soy de pueblo. Tanto, que mi casa era también de tierra: tapial, adobe y barro -crudo o cocido. Nacíamos en casa, humanos y animales, y moríamos también, si llegaba el momento, en casa. A los animales se les llevaba al campo y los buitres lo agradecían. A las personas, tras el velatorio en la parte más noble de la vivienda y a donde acudía todo el pueblo, al camposanto, a criar malvas en espera de la resurrección final de toda carne.
Todos vivíamos. Las personas, del sudor del propio trabajo. Los animales de tiro de su esfuerzo, y bien que se ganaban su porción de cebada y paja. El resto de ganado a cambio de lo que fueran capaces de ofrecer: huevos, jamones, leche, pichones… Y los silvestres, de lo que ofrecía la tierra.
Y había armonía, al menos dentro de un orden. El raposo, también llamado zorro, y el lobo, no eran bienvenidos, porque sólo estropeaban y destruían matando. A los conejos se les consentía porque servían en la caza, lo mismo que las codornices, perdices, tórtolas y demás. Y a los pajarillos, siempre que no se propasaran, se les dejaba en paz. Bueno, los más pequeños también íbamos a nidos y con mil artilugios caseros conseguíamos que en casa nos hicieran una fritada de ellos de vez en cuando. Eran otros tiempos y no había prohibiciones al respecto.
Recuerdo que de niño, cuando de las mallas de los carros cargados de mies caían espigas y yo me agachaba para recogerlas, mi padre me decía, sólo de vez en cuando, déjalas que también los pájaros tienen que vivir. Y cuando, ya un poco más mayor, llevaba el volante del tractor segando, y dejaba por inexperiencia "cabras" (espigas que no se cortaban y permanecían tiesas en medio del segado), mi papá, además de gritarme para que estuviera atento, volvía a repetir lo de que también los pájaros tienen sus derechos.
Digo, pues, que había un convenio no escrito de cohabitación y convivencia, aunque nadie haría un funeral por un pájaro que muriera a dientes o a garras de los gatos domésticos. Estos también estaban, que las ratas asolaban las paneras si se les dejaba de la mano.
El caso es que mi papá recibió en herencia, y por derecho de mayorazgo, una feraz huerta, grande donde las haya, ¡tenía dos norias! Eran tiempos en que ya no se podía mantener, porque el cultivo extensivo se lo comía todo, y atender a los tomates, las lechugas y los fréjoles precisamente cuando había que emplearse a fondo con el trigo y la cebada, pues como que no era plan. Así que mi papá fue y aró la huerta y la sembró como cualquier otra tierra.
El primer año no cogió nada. No porque no lo diera, que era fértil y estaba más que abonada; sino porque las avecillas que anidaban en el arbolado que circundaba a la huerta se apimplaron con el grano en verde y la arrasaron, así, totalmente.
Mi papá era paciente, pero con un ten. Así que el segundo año, y justo antes de sembrar prendió fuego a toda aquella arbolada. Apenas se levantó un poco de humo hacia el cielo, apareció la pareja de la benemérita, mosquetón al hombro, a interesarse por el incendio. No iban a apagarlo, que no les correspondía. Querían informarse de quién era el responsable, y si tenía capacidad para ello. Charlaron, dijeron no se qué, y al final mi papá les remachó: ustedes no van a decir nada a los pájaros que se me comen la cosecha, de modo que no me vengan ahora a decirme lo que puedo o no puedo hacer con lo que es mío. Y no replicaron. Eran otros tiempos, claro. Yo llevaba pantalón corto. Además creo que mi papá era por entonces juez de paz, y eso marcaba, vaya si marcaba.
El caso es que mi papá tenía otra pieza pequeñita, como cinco obradas pegadas a la era, que siempre, es decir, todos los años, la sembraba de trigo. Casi ni la segaba. Era para los pájaros, que tan cerca del caserío lo tenían bien fácil. Al final, lo que quedaba lo terminaban de rebañar las ovejas, que también eran de Dios.
Quiero con esto decir que no soy enemigo de los pajaritos y las avecillas del cielo, y que colaboro para que estas criaturas puedan cumplir con aquello de que Dios las alimenta, aunque ni aren, ni siembren, ni cosechen. Así lo aprendí en mi casa, y así lo vivo ahora. Pero una cosa es colaborar y otra que me tomen por el pito de un sereno.
La tarde dominical no puede acercarme a las parras, porque tuve obligaciones. En la mañana, ya se supone que tampoco. Pero cuando volví de la piscina, allá sobre las 8 de la tarde, me encontré tal espectáculo que no me pude aguantar. Mirad y comprobad cómo estaba el panorama.
De modo que me puse manos a la obra y convertí a mis hermosas parras en unos adefesios. Ya lo siento mucho, pero no me quedaba otro remedio si es que quiero probar las uvas de la cosecha de este año.
De estos tres pobrecillos, que si estuvieran sanos pasaría cada uno del medio kilo, apenas quedan unas pocas uvas. Las utilizaré esta noche en la cena. Ya os contaré si me entra la dentera por no estar aún maduras.
3 comentarios:
Mi padre también fue juez de paz, durante la guerra civil, tengo entendido. Beso.
Me encanta leerte, entre otras razones, porque reflejas con exactitud fotográfica aquellos ya lejanos tiempos, con costumbres y vivencias comunes para la gente de nuestra edad.
Un abrazo
PD Bien por tu aclaración posterior al título.
emejota, lo de juez de paz era en mi pueblo como ser el guardia municipal de mi barrio. Sólo intervenía para apaciguar ánimos y multar a quien pisaba el sembrado del vecino. Durante la guerra incivil se pasó tres años en la montaña, cazando conejos y bajando a la cantina de San Rafael a cantar. Ni un tiro. Se ve que tuvo suerte. ¡Ah! y también pasando mucho frío.
ana rodrigo, ¡qué bueno tu visita! Sí, por supuesto, sólo sé hablar de lo que he vivido antes, y de lo que vivo ahora. Teorías tengo muchas en la cabeza, pero no merecen la pena, al menos por ahora. La memoria, que es asaz selectiva, de momento no me falla; y encuentro que me ayuda a comparar momentos y situaciones, y a estar mejor posicionado en el presente.
¡No te tardes tanto en visitarme!
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