Hoy me he levantado como cualquier otro día. Aún el sol estaba por aparecer, pero ya su luz iba descubriendo las cosas, sacándolas del anonimato; y lo hacía en silencio, lentamente.
Mi primer pensamiento se dirigió a mi maxilar izquierdo; esta noche sólo se dejó sentir muy al principio, luego se durmió y no ha dado ninguna señal de vida; sin interrupción, para no olvidar las buenas costumbres, mi sueño ha transcurrido desde la vela nocturna hasta la diurna. Si soñé, nada recuerdo. Si me asaltaron, no me importa, porque quien lo hiciera no me molestó ni se llevó cosa alguna. Por sentir algo, no haber saludado a la persona o personas que traspasaran el dintel de mi puerta. Si hicieron ruido, allá ellas. En todo caso todo lo he encontrado tal cual como lo dejé la víspera.
He de decir que mi puerta tiene llave, pero sólo la uso cuando me voy, no cuando estoy en casa. Es una buena costumbre que he aprendido desde que convivo con mis amiguitos, Moli, Berto y Gumi. Ellos me sirven de timbre, portero, sereno y muchas cosas más, además de buena compañía.
La segunda mirada consciente del día fue para mi parra del rincón, la que se viene la primera; la acera estaba perdida de hollejos lamigosos. Los pájaros se han dado esta noche una soberana cena.
En ese momento decidí comer de postre uvas, siquiera por probarlas, ya que tal vez mañana no sea posible, porque otra noche más y estos salvajes de la vida acaban con todas. Víctor dice que practican sabiamente la recolección selectiva. No me fío, porque no sólo las mejores, se comen todas. Dejan el esqueleto limpio, limpio, limpio. O sucio, según se mire.
La mirada número tres con cierto significado se centró en el grupo de patateros que se afanaban contra el suelo recogiendo el fruto de la tierra. Hoy empezaban la tercera semana de recolección. Allí estaba el camión a la espera de las tres últimas sacas que completaran la carga. Es lunes, aunque fiesta, y mañana hay mercado, por eso se sacan hoy y no lo hicieron ayer.
Cuando llegué hasta ellos estaban de buen humor, a pesar de que calculo que están trabajando por lo menos desde las cuatro. Sí, una vez más compruebo que mientras yo duermo mucha gente está activa; el mundo siempre está en vela, no para de funcionar.
Hay de todas las edades, pero más jóvenes. Me saludan, nos saludamos y hacen comentarios sobre Moli y compañía. Ellos vuelven a agacharse y yo continúo caminando. A la vuelta ya ha cambiado de parcela y no puedo ni decir adiós.
La cuarta mirada en vivo tiene tres momentos y cada uno de ellos merece una descripción.
A las diez y media celebro con los residentes de “La Arbolada”. Ensayamos las canciones, hago alguna gracieta para animarles y empezamos. Su presencia es real, su ánimo es decidido; sus fuerzas, sin embargo, bien pocas, para qué vamos a engañarnos. Cuando cantan lo hacen en susurros; si responden, disuenan; si escuchan, parecen algo perdidos. Al dar la paz a algunos tengo que acariciarles porque ellos no reaccionan. Al ofrecerles la comunión, tengo que tocarles la barbilla para que espabilen de su letargo y abran la boca. No parece entusiasmante en verdad, pero lo es, porque es todo lo más que ellos pueden hacer. Me despiden y me despido con un hasta el domingo. Me voy pero ellos no se mueven, a la espera de que les muevan.
A las once y cuarto entro en la pequeña capilla donde me esperan una cuarentena de mujeres, todas en edad de ofrecer una muy rica experiencia de trabajo y de vida. Sus cantos son uniformes, sus respuestas medidas, su actitud entregada. Salvo unas pocas que no pueden, el resto se acerca a comulgar y ofrece sus manos para recibir. Bendecidos todos, terminamos; salgo recibiendo el agradecimiento de quienes se quedan.
A las doce y media en punto, aunque alguien me avisa de que no me entretenga con la fregona que ya es la hora (había unas manchas en medio del suelo del pasillo central que me estaban ofendiendo), están entrando en la iglesia y dentro hay apenas veinte personas. Salgo y entono el canto. A la primera estrofa, tras el estribillo, aquello suena como un torrente. Han pasado apenas cinco minutos y ya somos más de cien. Las respuestas, los cantos, son firmes, multisonantes, como lo son sus figuras, sus cuerpos: niños y mayores, hombres y mujeres, casados, solteros y mediopensionistas, altos y bajos, gordos y delgados. Es la voz de un pueblo que se expresa con gallardía, vehementemente. El último saludo, tras la paz efusiva y la comunión copiosa, suena y resuena contra el duro recipiente que lo contiene, haciendo eco hacia el propio corazón: ¡Demos gracias a Dios!
Cuando al fin me estoy desvistiendo en la sacristía me pregunto ¿si el orden fuera justo al revés podría resistirlo? No me paro a responderme, no quiero hacerlo.
La tarde trascurre, tras la plácida comida y la reconfortante siestecilla, sin ruido y en calma, como corresponde a un día como hoy. Entretanto redacto estas pocas líneas mientras se deja oír una brisa suave que penetra hasta mí desde la ventana.
Antes de que me la cierren, voy a la piscina a cumplir con mi deber y con la grata actividad con que me regalo. Un mes llevo practicando la dichosa vuelta americana y no he mejorado; creo que incluso estoy retrocediendo. A los primeros días en que progresaba adecuadamente, han seguido dos semanas de desaciertos. No consigo ese punto en que consista la medida exacta de poder decir: ya me sale. Así que me emplazo a seguir entrenándome. Posiblemente llegue un día, no quiero calcular, en que ya no tenga que pensar mientras la hago, y entonces me salga… de natural.
Este día que termina ha sido muy solemne en algunas partes de este país llamado España. En Somalia las cosas siguen igual, mientras se realizan tal vez a muy alto nivel mundial gestiones para hacer llegar hasta allá alimentos y demás ayuda. En Noruega no consiguen salir de su estupor, en tanto interrogan a un tipejo que les ha sumido en el horror y en muerte. En Europa tal vez se estén preguntando si estamos incubando una vez más el huevo de la serpiente.
Yo me miro y me digo que para ser un día más, no lo tengo tan vacío como me esperaba. Pero será que es que tengo las lentes de apreciar la parte llena o que al fin y a la postre mi mirada, la última que echo al 25 de julio, tiene pretensiones limitadas: no se levanta apenas del suelo.
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