Está claro que un asunto como la guerra le cae grande a un simple mortal. Eso es cosa de gente con poder. Claro que yo puedo declararme contra mi vecino, incluso contra mi barrio. Pero de ahí no paso, aunque quisiera.
La guerra es algo que organizan quienes pueden. Y también los que tienen poder pueden impedirla y pararla. La cuestión es que quieran hacerlo. Esa es la cuestión.
Para un simple mortal que está en contra de la guerra ¿qué herramientas le están disponibles? Una simple enumeración: asociarse con los afines, usar la poesía, participar en manifestaciones, crear en su entorno ambiente pacífico, ser pacífico, asistir a conciertos en pro de la paz, incluso encender su mechero cuando se entona…
No sé si fue eficaz la actitud de Lluís Maria Xirinacs (1932-2007), y mira que consiguió cosas, eso creo. Pero cuando uno se encuentra solo, y no tiene convicciones tan firmes como Xirinacs, o sí y precisamente por ello, la oración también tiene su valor y sentido. Creo que lo tuvo para Gahndi, en quien Xirinacs y tantos otros se han inspirado. No vale, pues, hacer caso a quienes puedan decir que ese recurso es inútil y resulta una excusa como otra cualquiera para no implicarse ni complicarse.
Además la oración bien puede ir a la par que otras acciones y actitudes; mejor, necesita ir acompañada de hechos, aunque quien la practique viva en absoluto monacato.
Esta noche se me ocurre volver a usar los servicios de Karl Rahner que, al menos, para mí son de muy alta estima.
Oración por la paz
¡Oh Dios!, Tú eres el Creador santo del mundo, de la tierra y de los hombres. He aquí tu voluntad: Tú has querido que en la evolución continua del hombre, éste llegue a un punto en el que se provoque no sólo alguna catástrofe parcial, sino que pueda llegar a la aniquilación y al suicidio total. ¿No hubieras podido evitar la posibilidad de tal evolución? ¿No tendría que terminar la historia humana en tu luz y en tu paz, que son mucho más que todas las etapas juntas de una evolución interrumpida? ¿No es acaso ésta nuestra esperanza? O tal vez esta propensión a la destrucción que hay en el hombre ¿no nos descubre quiénes somos nosotros y quién eres Tú? Sí, el punto más alto al que puede llegar la criatura por sí sola marca inexorablemente y también de modo imprevisible el comienzo de su ruina.
¿Es que no te sientes estremecido por el gran holocausto, porque Tú contemplas desde tu eternidad toda nuestra maldad, desde las acciones de Caín hasta el último suicidio? Sin embargo, nosotros, tus criaturas, no tenemos derecho alguno a permanecer impasibles ante tanto fratricidio, ante tanta autodestrucción. Frente a la sola idea de la pura posibilidad de que tanta barbarie se derrumbe sobre la humanidad no podemos admitir una complicidad tácita, un puro inventario de calamidades. Si tal hiciéramos ya habríamos merecido el infierno, aunque todo quedara en posibilidad sin llegar a su realización. Pero Tú, Dios mío, no has interpuesto tu poder en la carrera humana a lo largo de su historia en su decurso ilusorio y alocado. Sin embargo, tras padecer tanto desatino, no le queda al hombre más remedio que echarse a tus pies llorando, ¡oh Dios bueno que nos has creado!
En realidad nadie puede saber exactamente si la catástrofe habrá de consumarse a través de las masacres que cada día se amontonan sobre nuestra conciencia o por vía de inventos humanos en apariencia inocentes. Será tu juicio devorador quien hará todo manifiesto.
Hay algo que nos resulta muy claro. Tú has querido que la historia humana tenga un término. Y esta historia se encamina inexorablemente hacia él. Pero, ¡oh Señor de toda clemencia!, ¿es que tengo que pensar que el fin de la historia acaecerá en el terrible holocausto? Pero aun en el caso de que tuviéramos que someter a tu augusto tribunal tanta locura, tendríamos aún entonces que reconocer que este suicidio absoluto es únicamente la manifestación de nuestro propio pecado, efecto de nuestra voluntad destructiva contra la tuya creadora. Todo ello no sería sino la frustración en nosotros mismos y por nosotros mismos de tu querer sobre nosotros, que desea que vivamos y sintamos la existencia recibida como regalo de tu amor sin medida.
Dios mío, si tal suicidio ocurriera, sólo sería obra de nuestras manos. Tú mantendrías alejado de él tu voluntad. Y es que nuestra libertad sufre a veces miopía y ofuscamiento, ilusoria aproximación al mundo, arrogancia extrema, tendencia a contar sólo con lo más superficial de nuestra existencia; por ello mismo no se da cuenta a menudo de que todo descansa en la potencia soberana de tu propia libertad, de tus decretos inescrutables. ¡Oh Dios de las misericordias!, haz que esta criatura tuya, tan pequeña y necesitada de tu conmiseración, apele al fin a su propia responsabilidad. Es muy cierto que está en nuestras manos evitar la aniquilación atómica de la humanidad. Que no nos entreguemos al juego fatal de una paz basada en el puro equilibrio del terror; que no nos resignemos a pensar que podemos escapar al desastre a través de puras negociaciones entre egoístas igualmente poderosos y arrogantes; que no renunciemos a tener coraje para asumir el escándalo de las Bienaventuranzas y del Amor de tu Hijo, manifestado máximamente en la Cruz.
De todos modos, Dios clemente, me acojo a tu misericordia. Si así te place, aniquílanos y pon fin a la sucia historia de la humanidad. Permíteme, no obstante, que te adelante una pregunta: ¿has permitido que la historia de la humanidad discurriera durante cientos de siglos para que todo termine ahora, justamente a dos mil años de la muerte de tu Hijo? A la luz del Evangelio hemos de pensar más bien que todo comienza ahora. Haz que la humanidad siga viviendo. Así y sólo así podrá rendirte gracias por tu inmensa gloria.
Para que todo esto sea una realidad, concede a todos los hombres valentía para comprometerse en la paz y en un desarme verdadero y sensato. Concede también a tu Iglesia el valor para enseñar no sólo de qué forma pueden astutamente conciliarse los diversos egoísmos, sino cómo se debe y se puede estar de parte de una justicia desinteresada; haz que la Iglesia sea capaz de proponer con claridad cómo es preciso actuar en favor de la paz por la aceptación de la locura de la cruz. Convierte el corazón de los poderosos para que dejen de tener como justas las bastardas apetencias que irremisiblemente los llevan a la pura autodefensa; que no se traicionen a sí mismos ni traicionen a los demás cuando dicen que prestan algún servicio a la causa de la paz, almacenando armas cada vez más horrendamente sofisticadas. Por último, te pido que seas Tú mismo quien nos enseñe a cada uno a vivir en la exigencia de todo cuanto conduce a una paz interior desinteresada e incondicional.
[Karl Rahner. Oraciones de vida. Publicaciones Claretianas. Madrid 1986, págs. 167-170]
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