En mi desorden organizado, que más bien consiste en un sin orden ni concierto, suelo tener las cosas controladas. O sea, que más o menos lo que necesito sé hacia dónde encontrarlo. No obstante, no me libro de buscar, por ejemplo, el martillo por el suelo, en la caja de herramientas o en la cocina, y tras mucho trastear, dar con él arriba del armario, donde lo apoyé tras clavar una punta en la pared. O dar vueltas y vueltas buscando mi sombrero, y al mirar en el espejo del pasillo descubrir que lo tengo puesto en la cabeza. Con las gafas, ya ni cuento. Estas cosas me pasan de vez en cuando.
Hoy han sido las llaves del común las que no encontraba. Por cierto, llaves tengo una infinidad, como para aburrir a un carcelero. No sé para qué, porque todas las puertas están abiertas, salvo las de la iglesia, que las cierro durante la noche.
Esas llaves en concreto son las que más utilizo, porque abren el buzón y las puertas exteriores del hogar de jubilados. Están siempre en una mesita, negra y estrecha, que tengo en el minipasillo que constituye el zaguán de mi casa. Mesa, espejo y paragüero es todo el mobiliario. El espejo para dar mayor amplitud al estrecho habitáculo. Lo otro, para los paraguas que hay que repartir al personal cuando de pronto se pone a llover sin haberlo avisado con anterioridad. Y la mesa, para un tiesto, un recuerdo del Ecuador y las llaves, sí, las que yo llamo del común.
El caso es que no ha quedado nadie de las personas habituales que no recibiera mi pregunta: ¿Has visto unas llaves? Todo el mundo las había visto, pero, cachis, nadie recordaba dónde.
A más de una persona he culpado de habérmelas extraviado. Y por más que lo intentaba, no conseguía recordar la última vez que las tuve de mi mano.
He mirado en mi dormitorio, en el cuarto de estar, dentro del coche, en el hogar y hasta en la sacristía. Nada. He vaciado el paragüero, y lo único que había en el fondo del cubo era un cebador usado o por usar de un tubo de neón. He abierto hasta la lavadora, por si fuera el caso de que, metidas en algún bolsillo, hubieran quedado allá tras el centrifugado. Finalmente, he volcado mi cajón de cachivaches, tornillos, clavos, enchufes, sin lograr nada.
Tras una tarde, una mañana y otra tarde, al fin descubro que están dentro de un paraguas.
Sí, en un paraguas. Tuve que volver al paragüero, sacar uno por uno y darles la vuelta para encontrarlas. Alguien se libró de un buen chichón una día cualquiera de lluvia.
Sólo a mí se me ocurre tener el chisme ese junto a la mesita del pasillo, donde suelen dormitar esas llaves que yo llamo del común. Claro que si no lo pongo justo a la entrada de casa, dónde si no va a estar…
Y hablando de paragüeros, recuerdo que en mi infancia era frecuente que recorriera las calles un señor con boina, tocando el chiflo y gritando: ¡Afilador! ¡Paragüero! Las vecinas le avisaban desde las ventanas y él en dos meneos daba corte a los cuchillos y ponía varillas a los paraguas.
Aún ahora pasa por mi calle de vez en cuando alguien que se ofrece para afilarme lo que sea. Pero ni arregla paraguas ni encuentra llaves perdidas.
1 comentario:
¡¡con que perdistes las llaves!!...pasaba para decirte que me gustó mucho tus entradas anteriores, la de Faus, el testimonio de la chica, Coral y la de los indignados. El de coral lo guardé para ponérselo a los chic@s en clase y comentarlo, en bachillerato... y darte las gracias porque aprendo mucho con tu blog.
Saludos y ¡buena semana!
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