Ayer estuve de celebración. San Juan de Ávila es el patrón de los curas diocesanos; es decir, de los que sólo tenemos como referencia una diócesis, un obispo y a lo más una parroquia. Salvo raras excepciones, morimos en la misma iglesia particular en la que nacemos.
Ayer, decía, estuve de fiesta. Unos celebraban que cumplían cincuenta años en el rollo, eran los de las bodas de oro; otros, mera plata. Y todo el resto, a la sombra de ellos, comiendo y bebiendo, que ya lo dice el dicho popular, cura de misa y olla.
Allá estábamos, con más canas que carnes, todos juntos que no revueltos, mirándonos a los ojos ya cansados de tanto ver cosas, y a nuestro arzobispo hablándonos con cariño y diciéndonos cosas agradables. Falta nos hacía que alguien nos mirara y nos hablara así.
No puedo evitar, ni quiero, darme este gustazo:
Los hojomeneados fueron este año parcos en palabras, parcos en exceso. Tal parece que en su vida hubieran hecho cosa alguna. Y no es así. No, aunque haya quienes digan de los curas lo que quieran.
Me puse a recordar, en tanto ellos callaban casi todo, algunas cosillas. La culpa fue del que tenía enfrente de mí en el comedor, que resultó que fue también fraile antes que fogonero, de los baberos, y me hizo decirle de Bujedo, y del Colegio Lourdes, y de aquellos tiempos que él no conoció porque, aunque llegara a director, aún tiene el pelo oscuro y los dientes todos, y casi ninguna arruga, y menos años… Ahora va pa cura, y está en proceso.
Yo también sigo procesando, pero aprovecho que hoy es 11 de mayo para darme este pegote. Hace “xactamente” doce años asistí a la Dedicación del templo parroquial por don José Delicado Baeza, Arzobispo de la diócesis. Lo conseguimos a pesar de que nadie daba entonces por nosotros un duro. Que entonces aún no había euros. No nos dieron nada, ni siquiera ánimos. Pero mi gente dijo que p’alante, contra viento y marea…
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