Vi desde arriba del camino que pastaban en la parte baja del prado, junto al río. Grité ¡Carlota!, y levantó la cabeza. Volví a gritar y se arrancó. Se trajo al resto. Bajé por el sendero, abrí y cerré portilleras, hasta llegar a ellos.
Carlota se adelantó y me metió el morro por el alto vientre, o bajo pecho según como se mire, y me apretó contra el pastor eléctrico. La sacudida me sobresaltó y ella pegó un respingo. Duró poco. Dejóme atusarla la grupa, rasparla el costado y la barriga, y terminé frotándola entre los ojos con el dedo. Le espanté las moscas de los ojos y ella permitió que le abrazara la cabeza, quieta, hasta que se me pasó.
La muy tunanta se dejaba hacer. Luego se apartó un poco y fue entonces cuando tiré las fotos.
Ya es mayor. El Jefe la ha enjaezado y ella, dejándose hacer, le ha llevado por donde ha querido. No ha hecho falta más historias. Cuarenta meses han hecho de aquella potrilla todo patas, una yegua hecha y derecha, con unas poderosas ancas que igual porta un jinete que tira de una montaña.
Fue uno de los mejores momentos de la tarde.
Otro fue ver cómo Gumi corría despavorido al sonar el primer cohete. Empezaba la procesión. No se alejó, qué va, fue a buscar refugio donde sabía que lo había: al coche. Y en su lugar, al prado, donde siempre encuentra abrigada.
Otro tunante que ya empieza a ser mayor.
Tras una mañana plena de gozo celebrando con mi gente la Fiesta del Espíritu, Pentecostés, una tarde no menos sabrosona de campo y pueblo, valle y prado, mesa y sobremesa.
Al anochecer, abro el libro Oraciones de vida, de Karl Rahner, el teólogo, el místico, el poeta, el hombre; y leo despacio, desgranando las palabras, buceando por encontrar el sentido profundo que encierran y ofrecen:
ESPÍRITU SANTO
Señor Jesucristo, Hijo del Padre, sacramento de la vida, pan de los peregrinos, viático y término, camino y patria, seas adorado, amado y loado en tu sacramento.
Señor, hoy es pentecostés. Hoy celebramos el día en que Tú, levantado sobre todos los cielos, sentado a la derecha del Padre, derramaste sobre nosotros el Espíritu prometido, a fin de permanecer Tú con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos, y por Él continuarás en nosotros tu vida y muerte para gloria del Padre y salud eterna nuestra.
Señor, mira los espíritus que nos oprimen y danos el carisma de discernimiento de los espíritus. ¡Qué propio de pentecostés sería este don!
Danos el conocimiento, que se abona en el diario quehacer de que, cuando te buscamos y deseamos, el espíritu de tranquilidad, de paz y confianza, de libertad y sencilla caridad es tu Espíritu, y todo espíritu de inquietud y de angustia, de estrechez y de plúmbea amargura es, a lo sumo, espíritu nuestro o de la oscura profundidad.
Danos tu Espíritu consolador. Sabemos que también en el desconsuelo, sequedad e impotencia psíquica debemos y podemos serte fieles; sin embargo, nos es lícito pedirte el espíritu de consuelo y fuerza, de alegría y confianza, de crecimiento en fe, esperanza y caridad, de generoso servicio y alabanza de tu Padre, el espíritu de tranquilidad y paz. Destierra de nuestro corazón la desolación espiritual, las tinieblas, la confusión, la inclinación a las cosas bajas y terrenas, la desconfianza sin esperanza, la tibieza, tristeza y sentimiento de abandono, la disensión y el sofocante sentimiento de estar lejos de ti.
Pero si a ti te pluguiere llevarnos también por esos caminos, déjanos, te pedimos, por lo menos en esas horas y días, tu santo espíritu de fidelidad, de firmeza y constancia, a fin de que, con ciega confianza, prosigamos el camino, mantengamos la dirección y permanezcamos fieles a los propósitos que hicimos cuando tu luz nos iluminaba y tu gozo dilataba nuestro corazón. Sí, danos entonces, en medio de tal abandono, más bien el espíritu de animoso ataque, de pertinaz «a pesar de todo» en la oración, en el vencimiento propio y en la penitencia. Danos entonces la incondicional confianza de que, ni aun en esos momentos de abandono, somos abandonados de tu gracia; de que, sin sentirte, entonces sobre todo estás con nosotros, como la fuerza que saldrá victoriosa en nuestra impotencia. Danos el espíritu del fiel recuerdo de tus amistosas visitas pasadas y del otear las pruebas sensibles de tu amor, que vendrán. Haznos confesar en esas horas de desconsuelo nuestro pecado y miseria, sentir y reconocer humildemente nuestra flaqueza y que Tú sólo eres la fuente fiel de todo bien y de todo consuelo celestial.
Cuando tu consuelo nos visite, haz que venga acompañado del espíritu de humildad y del propósito de servirte aun sin consuelo.
Danos siempre el espíritu de fortaleza y de resolución animosa, para reconocer el ataque y la tentación, no disputar con ella ni entrar en componendas, sino decir rotundamente que no, pues ésta es la más sencilla táctica de combate. Danos la humildad de pedir consejo en las situaciones oscuras, sin falsa locuacidad y espejismo roto, y también sin la necia soberbia que nos dice debiéramos arreglárnoslas siempre solos. Danos el don de la sabiduría del cielo, para conocer los puntos flacos de nuestro carácter y de nuestra vida y velar y luchar con la máxima fidelidad allí donde somos más vulnerables.
Danos, en una palabra, tu Espíritu de Pentecostés, los frutos del Espíritu, que, según tu apóstol, son: caridad, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia. Si tenemos este Espíritu y sus frutos no somos ya siervos de la ley, sino hijos libres de Dios. Entonces el Espíritu grita en nosotros: Abba, Padre. Entonces intercede por nosotros con gemidos inexpresables; entonces es unción, sello y arras de la vida eterna. Entonces es la fuente de agua viva que brota en el corazón y salta hasta la vida eterna y susurra blandamente: «Ven al Padre».
¡Oh Jesús, envíanos tu Espíritu! No te canses de darnos tu don de Pentecostés. Aclara el ojo de nuestro espíritu y afina nuestra capacidad espiritual para que podamos discernir tu Espíritu de todos los otros. Danos tu Espíritu para que de nosotros se pueda decir: «Si mora en vosotros el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos, Él resucitará también vuestro cuerpo mortal para la vida por medio de su Espíritu que mora en vosotros». Es Pentecostés, Señor: tus siervos y siervas te piden con la audacia que Tú les mandas: Haz que también en nosotros sea Pentecostés. Ahora y para siempre. Amén.
[Karl Rahner. Oraciones de vida. Publicaciones Claretianas. Madrid 1986, págs. 105-107]
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