“Los pies deben ir bien protegidos y ajustados a la bota. Dos pares de calcetines de algodón, uno fino sobre la piel y otro fuerte encima”. Así se explicaba Chema, el dependiente. Mientras tanto yo pensaba que para mí no era eso; siempre he llevado los pies sueltos dentro del calzado.
Me estaba presentando unas botas reglamentarias para alturas a partir de mil quinientos. Cuero ruso, forro goretex, suela antideslizante tipo tractor, vamos el último grito. Y tenía de una mano, más que caja cajón, un pedazo de embase enorme, del que sacó un borceguí que para sí lo quisiera Polifemo.
Asustado me quedé cuando lo vi. Yo siempre he llevado calzado ligero. Zapato en invierno, sandalia en el resto del año y cualquier cosa para salir al campo. Mis pies nunca requirieron murallas ni trincheras.
Probéme lo que me trajo. “Qué número es esto”, pregunté. “Es el nosecuantos USA, que equivale a nuestro 42”. “Y dónde voy yo con todo esto”, volví a preguntar. “Eso es lo que te conviene”, rubricó.
Yo, en absoluto conforme, callé; más que nada porque la compañía que llevaba aprobaba lo que Chema estaba pontificando.
De modo y manera que me llevé para casa unas tumbas de filisteos que pesaban una tonelada. Cuando llegué me descalcé y me las volví a probar. Aquello no era posible, mis pieses bailaban como danzarinas en el gran anfiteatro del mundo dentro de aquellas botas, y cuando intenté dar dos pasos, ellas iban para un lado mientras yo pretendía ir para otro.
Malhumorado por las casi veinte mil pelas del ala que apoquiné (nunca mis vecinos de abajo se vistieron tan caramente), me las quité, las guardé y fuime a pasear el mal humor distrayéndome ya ni me acuerdo con qué.
Corrían los pasados días del año 1994, en vísperas de verano.
Algún tiempo después volví a desembalar el par de monstruos, embutí en ellos mis extremidades inferiores, y comprendí que así y con aquellos pedúnculos no iba ni a la esquina de mi huerto.
Aprovechando que tenía que visitar a mi hermano, de camino cogí el embalaje y pasé por la tienda de deportes. Ni corto ni perezoso requerí el cambio al 41. Ni me lo probé. Salí zumbando.
Desde entonces lo calzo cada vez que salgo al monte. Por supuesto con calcetines finos. Por supuesto tras una pequeña reparación en su estructura interna, que abusaba de la goma espuma de relleno tal que me asfixiaba incluso en pleno invierno. Tuve para ello que desarmarlas por completo, descoser, arrancar y extraer, volver a colocar y ajustar… en fin, un trabajo de artesano. [Confío en que la casa, que es de Mallorca, no se entere; y si se entera, no me demande por intrusión y destrucción de propiedad intelectual, industrial, comercial, o lo que quieran].
Con estas preciosidades he recorrido ciudades y charcos, playas y desiertos, montañas y llanos, y la casa tuya, tu calle y tu patio. Metido en ellas subo al tejado, cabo el jardín, desatranco cuando torrentea e inunda este lugar y conduzco sin problemas allá por donde me lleven mis ínfulas viajeras. Incluso voy en bici sin miedo a los mareos.
Siguen en buen uso tras casi dieciocho años y aunque tal parece que la alta montaña empieza a resultarme esquiva, -más que por mí mismo, por la compaña, que se hace remolona y nunca encuentra momento-, no reniego de volver a hollar nieves perpetuas y altos prados, saltar torrentes y atravesar pedreras, subir cuestas empinadas y bajar a valles silenciosos, bordear abismos y tumbarme al sol que más caliente.
De momento, y siempre a la espera, las mantengo en forma recorriendo todas las mañanas el circuito deportivo-campestre ya tradicional por reiterado con mis amiguitos Moli, Berto y Gumi.
Y aunque bien sabe Gumi que estas botas son sólo para caminar, se cuida muy mucho de escaparse; a pesar de todo, corriendo siempre le cazo.
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