XX
¡Virgen santa, qué noche pasé! Antes de
acostarme le había dicho a mi tío que si él se encontraba bien y no me
necesitaba para alguna cosa, pensaba madrugar y subir a la montaña con Chisco
para estirar un poco las piernas y quemar algunos cartuchos, si había ocasión
de ello.
El pobre hombre, que se recreaba en hacerme
agradable o, por lo menos, llevadera la carga de mi destierro, aplaudió con
toda su alma mi propósito, ¡cuándo hubiera dado yo algo bueno porque me le
quitara de la cabeza con un par de razones transmisibles «decentemente» a
Chisco por mí! No lo podía remediar: el compromiso adquirido con él para el día
siguiente, me inquietaba mucho; y al verme solo en mi aposentodespués de dejar
en el suyo a mi tío, cuya condescendencia a mis declarados propósitos me había
parecido algo como firma de juez al pie de una sentencia de muerte, me inquietó
mucho más; y cuando metido ya en la cama, después de preparado el arsenal que me
había recomendado Chisco para la batalla, me quedé a oscuras, la inquietud
anduvo rayando con la fiebre. Y yo creo que el caso no era para menos. Dígasele
a un hombre de las ciudades, hecho a todas las molicies de una vida regalona:
«vas a vértelas mano a mano con una bestia de las más feroces y temibles, en el
fondo de una caverna del monte, expuesto a que la fiera no esté sola y
necesites defenderte de otra o de otras del mismo linaje»; y a ver qué carnes
se le ponen a ese sujeto, por templado que sea. Cierto que Chisco y su camarada
habían de llevar la mayor parte en el empeño brutal, y que ya no eran nuevos
para ellos esos lances terribles; pero al cabo eran dos rudos montañeses con
más corazón que entendimiento, sobre todo Pito Salces, que no tenía sentido
común; y vistas las cosas por este lado, había mucho y muy grave que temer,
racionalmente pensando.
Pues en cuanto me quedé dormido, ¡qué sueños!
Manadas de osos por todas partes, y osos de todos tamaños y colores; y por
remate de estas visiones, una caverna tremebunda llena de ellos: tres de los
más lanudos y graves, sentados en una peña del fondo; los demás, en apretada
masa, ocupando todo el ámbito hasta la boca de entrada, menos un espacio muy
reducido entre la primera fila de la masa y los tres animalotes de la peña. En
este espacio estaba yo, que era el reo en aquella especie de juicio oral, y aún
quedaba junto a la peña y casi enfrente de mí el hueco suficiente para otro oso
descomunal que se entretenía en afilar las uñas en un canto gordo del suelo,
mientras se pasaba la lengua por los hocicos y me miraba con ojos
sanguinolentos balanceando la cabeza. Aquel oso era el verdugo de allí, que
esperaba a que los jueces dieran el berrido que me condenaba a muerte, para
zamparse una buena ración de mis pedazos y arrojar los restantes a la
muchedumbre que ya se había comido a Chisco y a Pito Salces, con escopetas y
todo. Bien empleado les estaba, por andarse en guapezas temerarias con aquellos
animales que no se habían metido con nosotros.
Intentando estaba el último esfuerzo
sobrehumano para hacerme entender de aquel fiero tribunal, cuando me arrancaron
de las garras del sueño unas cuantas sacudidas de Chisco que acababa de entrar
en mi cuarto. Pues con verme así libre de tan angustiosa pesadilla, aún hallé
cierta semejanza entre mi despertar y el del reo en capilla por la llegada del
verdugo para vestirle la hopa.
Amanecía ya, y, por las trazas, un día de los
más esplendorosos y templados que podían concebirse en aquella estación y en
aquel pueblo. Por esta puerta no había escape, y me vestí con la resolución de
un héroe; pero no me eché encima el armamento sin saber antes cómo había pasado
la noche mi tío, que de seguro estaba ya despierto, si no levantado, según su
costumbre de madrugar tanto como el sol mientras le quedaran fuerzas bastantes
para arrojar sus huesos de la cama. Me dirigí en el acto a su habitación, por
las rendijas de cuya puerta se veía luz. Llamé, y en seguida oí su voz que me
mandaba entrar. ¡Que Dios me perdone si en algún rinconcillo de los más
obscuros y remotos de mi corazón, se ocultaba un germen siquiera de
inconsciente deseo de hallar en la salud del pobre hombre algún ligero
trastorno que justificara en mí una resolución terminante de no salir de casa
«por entonces»!
Tan ricamente había pasado la noche y tan
animado le hallé acabando de rezar sus oraciones acostumbradas, que me costó
mucho trabajo reducirle a que no me acompañara hasta el portal. En vista de
ello, despedíme hasta el mediodía, y me volví a mi cuarto donde me aguardaba
Chisco... y el café caliente, con tostadas, que por encargo del mozón me había
preparado Tona... En fin, que media hora después estábamos Chisco y yo, armados
hasta los dientes, en el portal, donde Pito Salces, con su espingarda al hombro
y una perruca faldera al lado, entretenía sus impaciencias oliscando a Tona en
sus trajines de arriba.
Soltó Chisco el Canelo que ya latía en su
perrera, oliéndose lo que se estaba fraguando entre nosotros, y me mostró su
regocijo, al verse libre, poniéndome las manos sobre el pecho... y a riesgo de
perder el equilibrio con la fuerza de sus cariñosas demostraciones.
Andando ya monte arriba, me declaró Chisco,
en respuesta a una insinuación mía, que no habían querido, él y Chorcos,
enterar a nadie más que a mí del hallazgo del oso, porque tal como se
presentaba el lance, era «cosa curriente» y a «cañón posau...» y cuantos menos
bultos, más claridad. No era yo de su parecer, y creía que, cuando menos, la
compañía, por ejemplo, de don Sabas, nos hubiera venido de perlas. Que no y que
no, y que ellos sabían muy bien lo que se pensaban. No dije una palabra más
sobre el caso.
Tampoco tenía duda para mis acompañantes que
el animalote aquél debía haberse dado, durante el temporal, la gran vida en su
refugio, porque harto lo parlaban el esqueleto fresco y casi mondo de una
yegua, visto por Pepazos en una «rejoyá» de las cercanías de la cueva, y una
becerruca extraviada de la cabaña, al ir al abrevadero desde el invernal de
Escajales, que no había vuelto a aparecer. Era, por más señas, de Maquileros,
un vecino del Tarumbo. De manera que se trataba de un oso cebado en carne
fresca y a qué quieres, boca. ¡Excelente ocasión la de nuestra visita para
afinar el apetito de su merced!
Enlazado naturalmente con esta conversación,
vino el plan de ataque a la fiera en su misma guarida después de cerciorados
nosotros de que estaba en ella. La cosa no podía ser más fácil, tal como la
ponían los dos cazadores que conocían a palmos la cueva y sus inmediaciones.
También se discurrió sobre la eventualidad de que su merced hubiera salido de
paseo o en busca de provisiones al llegar nosotros a su casa, en la cual habría
señales infalibles de su modo de vivir y de la mayor o menor frecuencia con que
la abandonaba. Pero si había familia en el domicilio, como era también de
creerse, serían muy contados los ratos que faltara de él la madre... «u el
padre». De modo que resultaban posibles contra nosotros tres, en aquel
desatinado empeño, dos osos, sin contar la prole, que podía ser abundante y
talludita. Por supuesto que me guardaba muy bien de apuntar estas observaciones
que se me iban ocurriendo a medida que hablaban los dos mozallones: tenía
empeñado mi amor propio en aquella empresa, y no quería que se interpretaran
mis razones de sentido común, por señales de encogimiento.
Después vinieron los consejos y las
instrucciones para mí, que jamás me había visto en otra. Me parecían muy bien,
sólo que todos ellos se fundaban en una misma base: la serenidad y el buen
pulso. ¡Como si estas pequeñeces se llevaran, en lances tan peliagudos, en el
morral de las provisiones o en el cinto de la cartuchera! Acordábame yo
entonces, de algo semejante que había visto en una piececita francesa muy
graciosa. Cierto mercader de pieles se presenta en una aldehuela del Pirineo con
un buen acopio de ellas, adquirido en Argel: por esto, y por llevar los fardos
y las maletas determinadas iniciales, y por algo que él dice sobre el clima
africano y las cacerías en aquellas selvas, tómanle los sencillos aldeanos, que
eran muy aficionados a la caza, por un famoso matador de leones. Déjase correr
él que lo ha notado, porque le tiene cuenta la equivocación para sus fines
mercantiles, y comienza el asedio de preguntas de aquellos admiradores
entusiastas del perínclito francés. «Pero, vamos a ver--llegan a preguntarle--,
¿cómo puede un hombre ponerse cara a cara con un león y atreverse a soltarle un
tiro?» A lo que responde muy sosegadamente el peletero: «De la manera más
sencilla. ¿No se han visto ustedes alguna vez cara a cara con una liebre? Pues
imagínense, en cuanto estén delante del león, que el león es una liebre... y no
hay más.» «Efectivamente--replica el menos optimista de los preguntantes,
rascándose la cabeza--; sólo que me parece un poco difícil hacer esas
suposiciones delante del león.»
La montaña, desde que yo no andaba por ella,
había cambiado mucho de aspecto: los robledales que dejé bastante bien vestidos
todavía, aunque con el ropaje mustio y amarillento, se hallaban completamente
desnudos, y lo mismo les pasaba a las hayas y a los arbustos de «hoja mudable».
El suelo estaba «deslavado»; la yerba de las brañas, tendida y atusada como el
pelo de una cabeza recién sacada del agua, y era cada hondonada un torrente.
Según íbamos ganando altura, encontrábamos más a menudo grandes placas o
«tresechones» de granizo congelado en las laderas sombrías, y desde los picos
de Europa hasta los de Sejos, todas las cumbres que se alcanzaban a ver estaban
cubiertas de nieve, en la que centelleaba el sol al herirla de frente con sus
rayos.
Así era el aire ambiente, frío y cortante
como una navaja de afeitar. Pues con todo ello y con lo penoso que era de andar
el camino que llevábamos, por lo resbaladizo del suelo y la multitud de
obstáculos que nos oponían los desbordados arroyos, no me iba pareciendo largo.
Puede que consistiera esto en las pocas ganas que yo tenía de llegar al fin de
nuestro viaje; porque desde luego no consistía en lo divertido de mi
conversación con los dos mozones ni en los extremos de regocijo a que se
entregaba Chorcos a cada instante, como si fuera a sus propias bodas. Tal era
su irracional inquietud, que andaba dos o tres veces el camino, igual que los
perros que iban con nosotros. Intentando pararle los pies un poco, pero muy
principalmente lanzar la conversación a otro terreno más agradable, solté entre
ambos el tema de sus amoríos con las respectivas mozonas.
Pito acudió a mi llamada como un mastín a la
mano que le ofrece medio pernil. Chisco, que caminaba a mi lado sin perder el
compás de sus aplomados movimientos, apenas dejó descubrir en una mirada sosona
y descolorida, que se había enterado de la alusión. Chorcos me declaró sin
ambages que estaba «amerluzaón del too» por la criada de mi tío; la tenía en
las «telucas de los ojos» y «metía de patas en el corazón. Vamos, ¡puches!, que
si no se salía con la suya, no sabía lo que sería de él». Ella, hasta la
presente, no le había dicho que no... ni tampoco que sí; verdad que él, por su
parte, no había sido todo lo claro que debía de ser... «¡Puches, lo que le
encogía el respeto en cuanto se veía a la vera de ella! Pero la madre... y don
Celso... y la cara que la mesma Tona le ponía a lo mejor... ¡y pué que por
verle tan acobardao!... De toas suertes, ¡puches!, Tona era Tona, y él acabaría
por salirse con la suya, o por ajuegarse de hipu amorosu, pero no con el ñudo
del pasapán...»
Era lo mismo, plus minusve, que ya me había
dicho otras dos veces andando conmigo por los montes. De manera que en aquellas
fechas no había adelantado su negocio un solo paso.
Tampoco el de Chisco, según éste me confesó
muy sereno, y eso que le tenía algo más adelantado que Pito Salces el suyo.
Tanasia había llegado a decirle claramente que «por su parte, sí, y de aquí no
intentaba pasar el de Robacío, porque sabía que el Topero le rechazaba por no
ser de Tablanca y por ser pobre, dos cosas que él no podía remediar. Acordéme
yo entonces de que la segunda tenía remedio en el testamento de mi tío, y le
dije:
--Es verdad que la primera es irremediable;
pero la segunda ¿por qué ha de serlo, Chisco? A lo mejor amanece por lo más
obscuro... o si no suben los muladares, bájanse los adarves, y allá salen los
unos con los otros en altura.
--Psh--me contestó encogiéndose de hombros--,
y, por último, que se queden las cosas como están. A mí no me ajondan tantu
como a Pitu esus malis en la entraña. No val Tanasia menos que Tona; pero tan
rogá, tan rogá, se van quitando pocu a pocu las ganas de eya... y tamién, esu
de que le pongan a unu en puja y en remati con un jastial como Pepazus... vamus,
que jaz mal estómagu... Y, en finiquitu, el güey sueltu bien se lambe, y pué
que sean permisión de Dios esos trompiezus, pa librarme en el día de mañana de
otrus que me descalabraran pa toos los días de mi vida... Dende que tuvi
dientis pa royeli, estoy ganandu el pan en casa ajena, y no me ha idu mal así.
¿A qué apurase un hombre por cambiar de suerti cuando no sabi lo que han de
dali por lo que deja?
Con estas filosofías de Chisco y las
intemperancias de Pito Salces, acabamos de subir una ladera de suelo
escurridizo, y nos vimos al comienzo de una ancha sierra que descendía en
suaves ondulaciones hacia nuestra izquierda. Atajábala por allí el frontispicio
pedregoso de un alto monte que la dominaba en toda su longitud, y estaba
separado de ella por una barranca. Sobre ésta se alzaba, y como al medio de
aquel perfil de la sierra, un peñón blanquecino que parecía la capucha, vista
por detrás, de un manto de titanes, pardo obscuro, extendido allí para secarse
a los rayos del sol que iluminaba toda la vasta superficie.
A la derecha del peñón comenzaba una mancha
verdinegra, como de monte bajo, que desaparecía pronto en las sombras de la
barranca; y a la izquierda, un pedregal de poco relieve entretejido de malezas.
Apuntando al peñón me dijo Pito Salces en
cuanto nos vimos en la sierra, porque Chisco ya lo sabía por serle bien
conocido el escenario:
--Ayí está la cueva aonde vamus.
Me temblaron las carnes. Y luego añadió
apuntando al perfil más elevado de la sierra, hacia nuestra derecha y
refiriéndose al oso:
--Bajandu de ayí y como dende la metá del
caminu hasta onde nos jayamus nusotrus, lu vi ayer. Salía de aqueyus carrascalis
y se jue por delanti del peñascu onde está la boca de la cueva; y no pasó al
lau de acá, ni se golvió por el otru, porque yo no aparté el oju de ayí
mientras anduve a güen pasu el caminu, ni en la media hora larga que aquí mesmu
estuvi parau.
Chisco, sin decir una palabra, ató el Canelo
con un cordel que llevaba liado a la cintura, y mandó a Chorcos que hiciera
otro tanto con la perruca, antojándoseme a mí que había leído en la actitud
sobresaltada de aquellos nobles animales, la confirmación de los supuestos de
Pito, al cual advirtió, con la amenaza de amarrarle a él también si no tomaba
en serio la advertencia, que no hiciera cosa alguna sin que se la mandaran
hacer.
Con todos aquellos preparativos y mandatos, y
muy singularmente con lo raso y desamparado de la extensión que había entre el
peñasco y nosotros, acabé de amilanarme. ¿No era una barbaridad asaltar a pecho
descubierto la guarida de una fiera? Se lo dije a Chisco y me respondió, muy
secamente, que no, añadiéndome que lo importante era que no le faltara a nadie
la serenidad: en teniéndola, todo lo demás corría de cuenta de él.
La alusión no podía ser más directa a mí,
porque Pito, de tan bruto como era, pecaba precisamente por el extremo
contrario. Entendíla, dolióme, hice de tripas corazón, y dije al de Robacío:
--Por donde vaya otro hombre, iré yo: tenlo
entendido así.
--Pos con eyu basta--replicóme--, y pechu al
agua cuantu antis.
Se hizo una breve inspección de armas y
municiones. De las primeras no llevaban los dos montañeses más que las
escopetonas y unos cuchillos enormes, cuyas empuñaduras, de asta de ciervo,
asomaban por encima de los ceñidores de sus cinturas. Los cartuchos con bala,
toscamente preparados la noche antes por ellos mismos, los llevaban sueltos en
los bolsillos del lástico, y los pistones a granel en las faltriqueras del
pantalón: todo seguro y a la mano, como ellos decían. Yo les sacaba de ventaja
el revólver y un cañón en la escopeta.
--Nunca dispari los dos a un tiempu--me
recomendó Chisco--, y guardi el segundu pa si convien repetir en mejor sitiu,
sin quitar el arma de la cara.
Fuera por haberme echado la cuenta del perdido,
o porque hubiera realmente causa racional para ello, es lo cierto que llegué a
tener gran confianza en la imperturbable serenidad de Chisco, y que no fui el
último en romper a andar hacia la peña cuando éste dio la orden en estas
palabras solemnes, después de santiguarse:
--¡A la mano de Dios!
Bajábamos los tres en ala y a buen andar, con
los perros atados muy en corto, porque a medida que nos acercábamos al peñasco,
costaba mucho trabajo contenerlos, y mucho mayor acallar sus latidos. Era plan
acordado ya atacar a la fiera en su guarida, entrando por el lado izquierdo de
la boca, y no convenía que los perros se nos anticiparan, por razones, que se
habían discutido también.
Cerca, muy cerca ya del peñasco, el Canelo
arrastraba materialmente a Chisco, que tiraba de él con todas sus fuerzas en
sentido contrario, y ni amordazándole con una mano podía hacerle callar. La
perruca faldera latía y vociferaba también, a su modo, y zarandeaba el cordel
que la sujetaba a la manaza de Pito; pero temblaba mucho... aunque no tanto
como yo. Era indudable que la fiera estaba en su guarida ¿Nos habría oído ya?
¿Saldría a recibimos a la puerta? Pero, a todo esto, ¿dónde estaba la puerta?
Al hacerme yo esta pregunta mentalmente, fue
cuando Chisco se adelantó a Pito y a mí; y con encargo de que me colocara el
último de los tres, comenzó a andar con mucha cautela y muy arrimado al
peñasco, lo poco que nos faltaba de camino hasta la orilla de la quebrada. Canelo
iba delante de él, loco de inquietud, olfateando en el suelo y en el aire,
batiéndose los ijares con el rabo y con medio palmo de lengua fuera de la boca
cuando no latía. Chorcos no estaba menos sobreexcitado que el sabueso, y seguía
a Chisco pisándole casi los tarugos traseros de sus abarcas. Canelo desapareció
pronto al otro lado de la peña, y Chisco, después de detenerse unos instantes a
observar desde la esquina, hízonos señas de que podíamos seguirle, y
desapareció también. Entonces al avanzar nosotros, fue cuando pude yo darme la
respuesta a la pregunta que me había hecho poco antes: ¿dónde estaba la boca de
la caverna?
¡Dios eterno, qué cúmulo de barbaridades las
de aquel día! Pues la boca estaba en un tajo de la peña, casi a pico, sobre el
barranco. De modo que venía a ser la cueva como la buhardilla de una casa muy
alta, ¡muy alta!, a la cual buhardilla hubiera que entrar por la ventana,
andando por la cornisa de la fachada correspondiente. Salvo que la cornisa de
la peña tendría como cinco pies de anchura y un festón de jaramagos por afuera
que velaba un poco la visión aterradora del abismo, la comparación es
exactísima.
Por aquella cornisa, que corría hasta
perderse en el carrascal del otro lado de la cueva, vi pasar a Chisco y a su
perro, a Pito Salces detrás de su perruca faldera, y cómo iban desapareciendo,
uno a uno, en el antro tenebroso los hombres y los animales, después de muy
leves precauciones del mozón de Robacío.
No ofrecía grandes dificultades a mi paso
aquel camino cuya longitud no excedería de quince o veinte varas; pero la
consideración racionalísima de lo que íbamos a hacer después de recorrerle, sin
otra retirada que el abismo en el caso muy posible de salir escapados de la
cueva, si no quedábamos hechos jigote allá dentro, clavó mis pies en el suelo a
los primeros pasos que di sobre él. Vi todo lo brutalmente temerario que había
en nuestra empresa desatinada, y formé serio propósito de volverme atrás. Pero
Chisco y Pito Salces se habían sumido ya en la caverna; y aunque temerarios y
muy brutos los dos, no era honrado ni decente dejarlos sin su ayuda un hombre
que acababa de prometerles ir tan allá como fuera otro.
Duraron muy pocos instantes estas
vacilaciones mías; y cerrando los ojos de la inteligencia a todo razonamiento
de sentido común, es decir, bajándome al nivel de aquellos dos bárbaros, avancé
resuelto por la cornisa y llegué a la boca de la cueva, dentro de la cual
latían desesperadamente los dos perros, y me hallé a Chisco y a su camarada
disponiendo el plan de ataque. La cueva, como ya sabía yo por referencias de
los dos mozos que la conocían muy bien, tenía dos senos: el primero, a la
entrada, era espacioso y no muy alto de bóveda, con el suelo bastante más bajo
que el umbral de la puerta, muy escabroso y en declive muy pronunciado hacia el
muro del fondo, en el cual se veía la boca del otro seno o gabinete de aquel
salón de recibir. Olía allí a sótano y a musgo y a perrera... y a hombres
escabechados. No tenía ya duda para Chisco que era «la señora», es decir, la
osa, lo que rezongaba en el fondo del antro invisible, respondiendo al latir
desesperado de los perros; y la señora con su prole, porque sin este cuidado amoroso, ya hubiera salido al estrado para
hacemos los honores de la casa. En este convencimiento, se trató en breves
palabras, casi por señas, porque no había instante que perder, de si sería más
conveniente soltar la perruca que el sabueso; y acordado lo primero, el bárbaro
de Pito, sin oír otras razones, se fue hasta la boca del antro en el cual metió
la cabeza al mismo tiempo que a la perruca. Ésta había desaparecido, algo
vacilante e indecisa, hacia la derecha; y no sé cuál fue primero, si el
desaparecer la perruca allá dentro, o el oírse dos chillidos angustiosos y un
bramido tremebundo, o el retroceder Pito cuatro pasos del boquerón, exclamando
hacia nosotros (yo creo que con regocijo), pero con el arma preparada:
--¡Cristo Dios!... ¡Vos digo que aqueyus no
son ojus: son dos brasales!
Comprendió Chisco al punto de qué se trataba;
soltó el sabueso y me mandó a mí que me quedara donde estaba (es decir, como al
primer tercio de la cueva, muy cerca del muro de la derecha), pero con el arma
lista, aunque sin disparar antes que ellos dos, y avanzó él hasta colocarse en
la misma línea de Chorcos, de manera que sus tiros se cruzaran en ángulo
bastante abierto en el centro del boquerón del fondo.
Como toda la prudencia y la reflexión que
podía esperarse de aquellos dos rudos montañeses había que buscarla en Chisco,
yo no apartaba mis ojos de él, y no podía menos de admirarme al observar que ni
en aquel trance de prueba se alteraba la perfecta regularidad de su continente:
su mirada era firme, serena y fría, como de ordinario; su color el mismo de
siempre, y no había un músculo ni una señal en todo su cuerpo que delatara en
su corazón un latido más de los normales; al revés de Pito Salces, que no cabía
en su ropa, no por miedo seguramente, sino por el deleite brutal que para él
tenían aquellos lances.
Tomando yo por guía de mi anhelante
curiosidad la mirada de Chisco, y sin dejar de oír los ladridos de Canelo
apenas metido éste en la covacha, pronto le vi retroceder, pero dando cara al
enemigo con las cuatro patas muy abiertas, la cabeza levantada y casi tocando
el suelo con el vientre. Lo que le obligaba a caminar así no era difícil de
adivinar: tras él venía la fiera gruñendo y rezongando; y al asomar al
boquerón, no me impidió el frío nervioso que corrió por todo mi cuerpo, estimar
la exactitud con que Pito había calificado el lucir de los ojos de aquel
animalazo: realmente centelleaban entre los mechones lanudos de sus cuencas,
como las ascuas en la oscuridad. La presencia nuestra le contuvo unos instantes
en el umbral de la caverna; pero rehaciéndose enseguida, avanzó dos pasos,
menospreciando las protestas de Canelo, y se incorporó sobre sus patas
traseras, dando al mismo tiempo un berrido y alzando las manos hasta cerca del
hocico, como si exclamara:
--¡Pero estos hombres que se atreven a tanto,
son mucho más brutos que yo!
Al ver que se incorporaba la fiera, dijo a
Pito Salces Chisco:
--Tú al oju; yo al corazón... ¿Estás? Pues...
¡a una!
Sonaron dos estampidos; batió la bestia el
aire con los brazos que aún no había tenido tiempo de bajar; abrió la boca
descomunal, lanzando otro bramido más tremendo que el primero; dio un par de
vueltas sobre las patas, como cuando bailan en las plazas los esclavos de su
especie, y cayó redonda en mitad de la cueva con la cabeza hacia mí. Corrí yo
entonces a rematarla con otro tiro de mi escopeta; pero me detuvo Chisco,
diciéndome mientras cargaba apresurado la suya igual que hacía Pito por su
parte:
--Guarde esas balas por lo que puede suceder
de prontu. Pa lo que usté desea jacer, con el cachorriyu sobra.
No me halagaba mucho aquel papel de cachetero
que se me concedía y casi por caridad; pero con el deseo de poner algo de mi
parte en aquella empresa feroz tan pronta y felizmente rematada, aceptéle de buen
grado, y hasta sentí muy grande complacencia en ver que con un balín de mi
revólver encajado en el oído de la osa, la había producido yo las últimas
convulsiones de la muerte. Y algo era algo, y otra vez sería más.
Pito silbaba y pataleaba de gusto en derredor
de la fiera mientras cargaban su espingarda. Chisco no se daba todavía por
satisfecho, a juzgar por lo receloso de sus aires.
¿Qué quedaba allí por hacer? Lo que hizo
Chorcos enseguida con su irreflexión de siempre; llamar a Canelo y meterse con
él en la cueva desalojada por la osa. ¡Puches! había que acabar igualmente con
las crías... y saber lo que había sido de la perruca, que ni salía ni
«agullaba...» Bueno estaba de entender el caso; pero había que verlo, ¡puches!
Por mucha prisa que se dio Chisco en seguir a
su camarada para acompañarle, no habiendo podido contenerle con razonamientos,
cuando llegó al boquerón ya volvía Pito con la perruca faldera abierta en canal
en una mano, en la otra un osezno como un botijo, y la escopeta debajo del
brazo. Dijo que quedaban otros dos como él, y se volvió a buscarlos, después de
arrojar el que traía contra un lastrón del suelo, y de entregar a Chisco lo que
quedaba de la perruca para que viéramos, él y yo, si aquello tenía compostura
por algún lado. ¡Puches, cómo le afligía aquella desgracia!
La caverna tenía muy poco fondo: se veía
bastante en ella con la luz que recibía por la boca, y por eso se hacían muy
fácilmente todas aquellas maniobras de Pito. El cual reapareció al instante con
las otras dos crías de la osa, asegurando que no quedaban más que huesos mondos
en la cama.
Por el aire andaban aún los dos oseznos
arrojados por Pito desde la embocadura de la covacha, cuando Canelo salió
disparado como una flecha y latiendo hacia la entrada de la cueva grande. Yo,
que estaba muy cerca de ella, miré a Chisco y leí en sus ojos algo como la
confirmación de un recelo que él hubiera tenido. Observar esto y amenguarse la
luz de la cueva como si hubieran corrido una cortina delante de su boca, por el
lado del carrascal, fue todo uno.
--¡El machu!--exclamó Chisco entonces.
Pero yo, que estaba más cerca que él de la
fiera y mereciendo los honores de su mirada rencorosa como si a mí solo quisiera
pedir cuentas de los horrores cometidos allí con su familia, sin hacer caso de
consejos ni de mandatos, apunté por encima de Canelo, que defendía
valerosamente la entrada y a riesgo de matarle, disparé un cañón de mi
escopeta. La herida, que fue en el pecho, lejos de contenerle, le enfureció
más; y dando un espantoso rugido, arrancó hacia mí atropellando a Canelo, que
en vano había hecho presa en una de sus orejas. Faltándome terreno en que
desenvolver el recurso de la escopeta, di dos saltos atrás empuñando el
cuchillo; pero ciego ya de pavor y perdida completamente la serenidad. Desde el
fondo de la cueva salió otro tiro entonces: el de la espingarda de Pito. Hirió
también al oso, pero sólo le detuvo un momento: lo bastante para que el mozón
de Robacío le hundiera la hoja de su cuchillo por debajo del brazo izquierdo,
hasta la empuñadura.
Fue el golpe de gracia, porque con él se
desplomó la fiera patas arriba, yendo a caer su cabeza sobre el pescuezo de la
osa, donde le arranqué, con otro tiro de mi revólver, el último aliento de vida
que le quedaba.
A pesar de ello, los dos mozones volvían a
cargar sus escopetas. ¿Para qué, Señor? ¿Era posible que quedaran en toda la
cordillera ni en todo el mundo sublunar, más osos que los que allí yacían a
nuestros pies, entre chicos y grandes, vivos y muertos? Después nos miramos los
tres cazadores, como si tácitamente hubiéramos convenido en que era imposible
cometer mayores barbaridades que las que acabábamos de cometer, y que solamente
por un milagro de Dios habíamos quedado vivos para contarlas. Esta escena muda,
que fue brevísima, acabó por echar Pito el sombrero al aire, es decir, por
estrellarle contra la bóveda erizada de puntas calcáreas; Chisco hizo lo
propio, y yo no quise ser menos que los dos. Luego nos dimos las manos, y juro
a Dios que al estrechar la de Chisco entre las mías, latió mi corazón a
impulsos del más vivo agradecimiento. ¿Qué hubiera sido de mí sin su empuje
sereno y valeroso?
Canelo, a todo esto, cuando no se lamía los
arañazos, poco profundos, que le rayaban la piel en muchas partes, jadeaba y
gruñía, con el hocico descansando sobre sus brazos juntos y tendidos hacia
adelante, pero con los ojos clavados en los oseznos que rebullían entre las
asperezas del suelo y charcos de sangre, como gusanos muy gordos. No contaban,
por las trazas, más de una semana de nacidos. Cogiólos uno a uno Chisco por el
pellejo del cerviguillo, y los fue arrojando a la barranca por encima de la
cornisa desde el fondo de la cueva. Iba a hacer lo mismo con la perruca, después
de asegurar a Pito que «aqueyu» no tenía costura ni remedio posible, porque
había quedado «vacía por aentru», como a la vista estaba; pero Pito quiso dar
mejor destino que el de los oseznos al cadáver del pobre animalejo, tan
inicuamente sacrificado, y propuso que le enterráramos en la sierra; y a ello
asentimos de buena gana Chisco y yo. ¡Puches, cómo amargaba a Pito aquella
pesadumbre el placer de la victoria!
Y como nada quedaba que hacer allí por
entonces para nosotros, salimos de la caverna y aspiré, con ansias de cautivo
de mazmorra, el aire libre de las tierras soleadas. Sepultamos la perruca en un
hoyo abierto a punta de cuchillo a la sombra de un matojo de la sierra; y, sin
movernos de allí, apuramos más de la mitad del contenido de mi frasquete.
Después se sacaron algunas provisiones de boca que llevaba Chisco por encargo
mío en un morral; dimos a Canelo una buena parte de ellas, y el resto nos le
fuimos comiendo, andando a buen andar, a fin de llegar a Tablanca al mediodía,
conforme se lo tenía yo ofrecido a mi tío Celso.
Y llegamos, antes aún de lo esperado; y todas
las gentes que nos encontraban al acercamos al pueblo, presumían, por el aire
que llevábamos, que habíamos hecho alguna muy gorda; pero cuando les contábamos
la verdad, no la creían. ¡Tan bestialmente gorda la consideraban, con muchísima
razón!
Se la referí a mi tío, aunque ocultándole
detalles que pudieran impresionarle demasiado; pero como al fin era montuno el
buen señor, perdonóme la temeridad por lo grande del suceso, y tuve al último
que contársela con todos sus pormenores. Se entusiasmó de verdad. Puestas ya
las cosas tan arriba, invité, con su permiso, a Pito Salces a que comiera aquel
día con su camarada. Vio el mozón, como yo lo esperaba, el cielo abierto,
porque comer con Chisco era comer con Tona. ¡Puches, qué doble panzada se dio!
Yo, que asistí al final de la comida, añadí con gustosa aquiescencia de mi tío,
al surplús con que ya se había obsequiado a los comensales, en honor del nuevo,
una botella del más rancio «tostadillo» lebaniego que se guardaba en la bodega
de la casona. Brindé con los dos mozones, y canté alabanzas hiperbólicas a la
bravura de Pito, para que Tona las oyera bien; con lo cual y el tostadillo, se
puso el alabado que ardía; y allí mismo pidió por mujer a la hija de Facia, que
no hacía más que llorar; así fue que Tona, colorada como un pimiento por lo uno
y angustiada por lo otro, llamó a Pito «jastialón desvergonzau»; y no alcanzó
mejor respuesta la fogosa demanda del rendido pretendiente. Pero como él decía
después: «lo importanti pa el casu no era lo que eya pudiera contestame, sino
lo que había de cantala, y al cabo la canté yo; y esu, ¡puches!, ayá lo tien.»
Como en la tertulia no se habló aquella noche
de otra cosa que del lance de la cueva, al salir al día siguiente, antes que el
sol, Pito Salces y Chisco con dos carros en busca de los dos osos muertos, sin
necesidad de invitaciones los acompañaba medio escuadrón de gente moza; con
cuyo auxilio pronto se vencieron las muchas dificultades que hubo para sacarlos
de la cueva. Andando de vuelta, fueron los acompañantes adornando las carretas
y los bueyes con ramajos de la montaña, y así desfiló la alegre comparsa por
delante de la casona y para que viera mi tío los gloriosos trofeos de nuestra
bestial hazaña; y así bajó al pueblo, donde hubo cánticos y bailoteo por largo,
con la «salsa» a mis expensas por especial encargo mío. Obsequiáronme al otro
día con las pieles, y regalé yo a Chisco y a Pito Salces sendos centenes
isabelinos, con lo que pensaron enloquecer de alegría.
Así
acabó aquella memorable y descomunal aventura, que debió de haber acabado
conmigo tan pronto como la acometí.
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Esto
necesita una explicación. Y la explicación que quiero dar no tiene ninguna
consistencia. Sencillamente es que hacía tiempo que quería recordar una
aventura que está incorporada dentro de la novela Peñas Arriba del santanderino
José María de Pereda.
Formó
parte de mis primeras lecturas. Ya no recuerdo si en versión completa o
abreviada y con viñetas. Es lo mismo. El caso es que la lucha contra el “osu”,
con la ayuda de Pito Salces y Chisco, del sabueso “Canelo” y la “perruca
faldera”, del protagonista se me quedó grabado y hoy quiero rescatarlo del baúl
de mi memoria.
Este es
el único motivo de que haya publicado el capítulo veinte de esta preciosa
novela. ¡De verdad de la buena!
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