Llevo ya bastantes
árboles plantados, sin esperar a que su sombra me sirva de paraguas protector ante
los rayos del inclemente sol de nuestra tierra castellana. Y me pregunto si es
que ya estaré en ese punto de entender el verdadero sentido de la vida.
Si fuera así, ¿sería
yo bienaventurado?
Debiera serlo, porque
ya hace años que disfruto del cedro y de su húmeda penumbra en el centro del
jardín de la parroquia. Lo mismo ocurre con los tarais, las parras y la acacia.
Hoy renuevo esa misma
esperanza al comprobar que la encina, cuya vara enterré al final de este
invierno, viene diciendo ¡allá voy! No me urge dormitar bajo su ramaje, pero me
entusiasma comprobar que si un ser vivo muere, -esa encina que se soleó hasta
agotarse el pasado agosto caluroso-, otro ser vivo nace.
Y eso es más que
suficiente para creerme en el camino de entender, + ó -, por donde capiscar el
verdadero sentido de la vida.
No es casualidad que
haga este comentario en el día de San Isidro Labrador, y que hoy sea el primer
aniversario de la ida de Camino.
Tampoco lo es que
Gumi ande retozando con mi zapatilla derecha; va a cumplir tres años, pero
sigue siendo el “pequeñín”.
No me engaño, sin embargo.
Tres varas puse, sólo una brota. De momento. Hasta otra nueva primavera todo
puede andarse, cualquier cosa suceder…
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