¡Qué suertudos! gritábamos los de mi
equipo al caer derrotados por los contrarios. Un sábado sí, y otro también. Era
el día en que teníamos deporte en los campos de allende el río. Ni siquiera
conseguíamos un empate; indefectible, ellos ganaban.
¡La suerte! Esa palabreja que no sé en
realidad qué significado tiene, la he escuchado a lo largo de mi vida
demasiadas veces. Incluso yo la he utilizado también de cuando en cuando.
Aunque poco, la verdad.
Por ejemplo, cuando a mi hermano le
correspondía escoger primero, o le apartaban la parte más grande, o le llevaban
los abuelos de viaje, o se iba con tío Marce al estadio a ver al Real
Valladolid, o sencillamente cuando porque era mayor que yo tenía voz y voto en
tanto que yo sólo oír, ver y callar.
¡Vaya suerte!, seguramente imaginé en
mi interior mirando a quien se ennovió con una chavala, convencido de que esa
posibilidad me estaba vedada. Incluso me parece recordar, como en sueños,
haberlo verbalizado, y que alguien al escucharlo me reprendió, no sé si
cariñosa o ásperamente.
¡Qué suerte! pensé el día en que mis
compañeros fueron ordenados, enrabietado y sin saber por qué yo estaba en el
dique seco, ignorante de qué
secretos de mi vida me impedían estar junto a ellos en aquellos momentos.
¡Eso es suerte! rumié otro día, mucho
tiempo después, cuando participaba en la celebración de la dedicación de una
iglesia que llevaba como párroco otro compañero, cuyo coste de construcción
había corrido en su totalidad por cuenta de la administración diocesana, en
tanto la nuestra la estábamos haciendo nosotros por nuestros medios, y aún
faltaba la tira por hacer.
Ahora, al mirar hacia atrás, no echo de
menos esa suerte –o su ausencia– que invoqué en ciertos momentos. O tal vez sí.
En todo caso ni le culpo ni le atribuyo valor alguno. Las cosas me han salido
como tenían que salirme, unas tras mucha reflexión y otras en un pronto
irreflexivo. Siempre, sin embargo, dando todo, cerrados los ojos no para no
ver, sino para embestir mucho mejor; empeñado en tirar para adelante y decidido
a no dejarme acogotar ante ningún obstáculo.
Viene esta exposición a cuento de unas
palabras que he escuchado a José Mourinho, técnico del Real Madrid, aduciendo
que “la suerte ha marcado la diferencia” en el encuentro de fútbol Real Madrid
– Barcelona. Su equipo perdió. No vi el partido, entre otras cosas porque
aproveché el follón de ese encuentro para disfrutar de la piscina vacía y toda
disponible para mí. Pero los retazos que luego han reproducido por la tele del
fútbol desarrollado por ambos equipos no dan lugar a engaño: ¿al saber lo
llaman ahora suerte?
Esta mañana, cantando con mi gente Las
mañanitas a la Virgen de Guadalupe, al final de la celebración de la Eucaristía,
al percibir que el vocerío tipo karaoke apenas dejaba oírse a la instrumentación
musical de la megafonía, fui consciente de lo agraciado que soy, que he sido
durante toda mi vida, y que no tengo motivos para pensar que no lo sea en el
futuro.
¡Tiene gracia que yo sea afortunado!
1 comentario:
"¡Tiene gracia que yo sea afortunado", cito, y digo ¿es que aún no te lo crees?, ¿es que lo dudas? ¿es que no crees merecerlo? vaya, vaya, alguien ha olvidado algo (léelo como si lo dijera Gila) y no digo más. Míguel, claro que eres afortunado y además es que te lo has ganado a pulso amigo mío. No hay más.
Te quiero y te mando besos
Publicar un comentario