Documental dirigido por Amy Berg. EEUU 2005 |
El goteo se hace
interminable. Me refiero al aluvión de noticias que refieren abusos y maltratos
sexuales del clero, en sus diversas formas y apariencias, a menores, que
arrancando de mediados del siglo pasado desemboca en los tiempos actuales.
La última, por decir
algo, es de la iglesia de Holanda, donde entre 10.000 y 20.000 víctimas fueron
agredidas por al menos 800 victimarios/as, desde 1945. La lista ya era
importante: Irlanda, EEUU, Alemania… Pero también Chile, Colombia, Argentina,
Méjico y España. ¿Habrá algún país en el que no?
Personalmente me
importa un rábano la cuantía de las indemnizaciones pecuniarias que ahora estén
dispuestos a apoquinar los responsables holandeses de aquella iglesia. [La
Iglesia norteamericana parece que incluso se ha arruinado (?)]. Supongo que a
las víctimas de algo les servirán. Para mí nada condona la deuda contraída por
los sujetos agentes y los sujetos consintientes de tamaña barbaridad. Pedir
perdón no es suficiente, ni en el fuero externo, ni en el interno. Por más que
se diga que en el lo íntimo nadie debe meterse.
Si alguien ha
disfrutado de la niñez ajena he sido yo. Con los enanos he gozado como un
enano. Ni por asomo se me habría ocurrido abusar de su inocencia ni de la
confianza que en mí depositaron sus familias. No me creo en esto una “rara
avis”, de modo que deben ser todo un ejército las personas que han hecho
exactamente lo mismo que yo. Pero no menos numeroso debe ser el conjunto de los
que la pifiaron, y ahora son recordados muy malamente por quienes padecieron su
maldad. Y no me vengan ahora diciendo que era débiles y todo eso que se suele
decir de enfermedades y patologías.
He pasado por
diversos tipos de “convento”, y he oído comentarios al respecto, pero nunca se
tradujeron en hechos que pudieran probarse. Por supuesto que entre bromas,
también a base de chascarrillos, se decían cosas de tal profesor, un superior,
o algún compañero, que se pasaban de suavecitos, pero la cosa ni me rozó de
lejos. Cada uno es como es, y nunca tuve sobre este asunto nada que reseñar. Salvo
lo que ya he dejado aquí dicho alguna vez, cuando me tocó disfrutar de
habitación para mí sólo, y que mucho me sorprendía, de que había que tener la
puerta abierta cuando alguien entraba a pedirme algo, a darme alguna razón o
simplemente a charlar un rato en voz queda.
Ahora constato que
eran multitud, y que se pretendió ocultar pensando en un bien mayor. ¿Mayor?
¡Madre del amor hermoso!
No quiero ni pensar,
pues, qué habrá pasado en toda la historia anterior, hasta 1945. Caducar, no
creo que debiéramos consentirlo, aunque ya nadie venga ahora a reclamar. Y si
esto ha ocurrido dentro de la Iglesia, donde debiera serse absolutamente
exquisitos al respective, ¡échale guindas al pavo la relación de fechorías
ocurridas fuera de ella!
No me molesto en buscar
palabras con que adjetivar esta situación tan sustantiva. Simplemente no
comprendo cómo no se carga con todo el peso de la ley, civil y canónica, divina
y humana, sagrada y profana, contra las personas profanadoras de la santa
inocencia.
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