Ni lo uno, ni lo
otro. Simple tomadura de pelo.
Intento hacer unas
transferencias vía Internet en lugar de acercarme a la oficina de la Caja,
porque el frío de la mañana me retiene. Desde la página oficial de una entidad
a la que voy a transferir se me indica que puedo hacerlo de manera fácil y
rápida con algo que se titula PayPal. A sí misma se describe como LA FORMA RÁPIDA Y SEGURA DE PAGAR EN INTERNET.
Me confío, y lo
intento. Voy anotando cuantos datos me va solicitando, y cuando creo que está
todo completo y sólo falta dar al enter, aparece a la derecha el típico diálogo
de si estás registrado o has olvidado tu contraseña. Paso de asociarme, por
principio, a cualquier lugar que me lo plantee y busco cómo hacer el pago
permaneciendo libre.
Cuando por fin creo
que todo está completo y aprieto, sale un código de error, de esos que tienen
letras y números y no los entiende ni el que los creó, y me encuentro con que
no sé si se ha aceptado o no mi transferencia.
Busco y rebusco, pero
no encuentro ni comprobante, ni justificante, ni corroborante.
Asustado, desisto.
Pero por si acaso, entro en la oficina virtual de mi Caja e inspecciono algún
movimiento en mi cuenta. En efecto, Paypal ha actuado descontándome 0,80€. De
las transferencias, cero.
Me pongo el plumas,
me largo a la oficina real de Parque Alameda y ordeno los pagos deseados. En ese
momento no hice más, porque la persona que me atendió no era de mi confianza.
Vuelvo más tarde y
pregunto al cajero amigo si puedo rechazar la operación efectuada y me
responde que los pagos hechos a través de esta red virtual son efectivos e
inamovibles. No hay vuelta atrás.
Menos mal que sólo
han sido ochenta céntimos. ¡Anda que si me chupan el importe total de la
transferencia y se lo llevan a un paraíso fiscal!
Ya digo, de
inocentada, nada. Tampoco es que haya sido un atraco. Pero tomadura de pelo,
bastante. Menos mal que peino una abundante cabellera.
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