Me refiero al frío
que anunciaron, no es tanto como dijeron. Incluso yo diría que hoy ha hecho mejor
que ayer. ¿Mañana hará mejor que hoy?
Silencio terminé
solicitando anoche, cuando cerré el ordenador. Espacio que permita pensar, sin
agobio, sin ruido que perturbe, sin voces que confundan, sin expresiones que
molesten, incluso hieran.
No sé si se hizo
silencio; puedo asegurar que yo al menos he pasado este día como si se hubiera
hecho a mi alrededor. Y actividad no me ha faltado, lo puedo asegurar;
incluida, al final de la tarde, una visita lenta al hospital a ver feligreses
enfermos de diversa consideración.
Callado no he estado,
también lo aseguro, pero no ha sido obstáculo para que estuviera rumiando
durante todo el día una noticia que me sorprendió en la mañana: José Luis
Martín Vigil falleció el pasado mes de febrero. Casi un año, y demasiado silencio.
Martín Vigil fue un
escritor especialista en novelas de temática juvenil. Leí de él “La vida sale
al encuentro”, quizás la que le dio mayor notoriedad, y alguna más que ahora no
recuerdo. Con toda seguridad también pasaron por mis manos “Una chabola en
Bilbao” y “Los curas comunistas”, pero no sabría precisar cuándo. ¿Llegué a leer "Sexta galería"?
No le seguí, porque
mis intereses y gustos fueron por otros derroteros. Maxence Van Der Meersch
y su "Cuerpos
y Almas". Mika Waltari y
“Sinué el egipcio”. Gilbert Cesbron y "Perros perdidos sin collar". Y otros autores y obras que los
directores espirituales de por entonces recomendaban a quienes no tenían otra
manera de orientar en aquella procelosa edad en que nos encontrábamos sus dirigidos.
Y hasta me olvidé. Ha
tenido que ser Pedro Miguel Lamet, desde su blog “El alegre descanso”, quien me
diera la primicia. Y también el extremo del cabo necesario para jalar de él y
llegar hasta el ovillo.
Así fue como encontré
a la persona de José Luis Martín Vigil, cuya biografía no viene aquí a cuento,
salvo que fue jesuita, cura, ex jesuita y ex cura. Y más cosas de las que, como
no tengo conocimiento directo, mejor me las callo.
Que muriera alguien
que publicó mucho y tuvo tanta aceptación, en una época en que había que mirar
hacia fuera de este país para encontrar lo que aquí nos interesaba, en el más
completo anonimato y silencio, ya es preocupante. Que ahora haya quien
oportunamente recuerde lo que podría ser tildado de mancha gorda en su
expediente biográfico, y lo realice desde la demagogia y la moralidad
malpensante, es entristecedor.
El tacto con que
Lamet da la noticia, y su delicadeza y claridad al publicar el testamento que
Martín Vigil dejó, honran a Pedro Miguel.
Los artículos que José
Luis de Villena publica en su blog homónimo con los títulos “José Luis MartínVigil, el éxito y la oscuridad” y “José Luis Martín Vigil, muerto, olvidado y preterido” dicen mucho y bien de ambos.
El post que Tomás de
la Torre ha colgado en su blog El Olivo con el epígrafe “Agradecimiento a José Luis Martín Vigil”, añade información confidencial
que, al salir en público, hace justicia.
No tienen claridad ni
delicadeza, no dicen nada bueno, tampoco son justos, comentarios y expresiones
que he encontrado por Internet, de políticos electos o de publicistas con mucha
audiencia y visitas millonarias. Más bien, pienso yo, delatan su catadura
inmoral, su impresentable popularidad.
Tampoco me gusta,
pero ese es otro cantar, el silencio que han mantenido instituciones a las que
José Luis Martín Vigil perteneció, de las que fue expulsado, o invitado a abandonar, y a las que
nunca dejó de amar. En el mismo espíritu de éstas intentó vivir, y ciertamente
murió.
Me permito poner aquí
esta creación literaria de Martín Vigil, porque, además de parecerme un texto
precioso, es su auténtico testamento.
“Bueno, al fin muero cristiano como empecé. Creo en Dios. Amo a Dios.
Espero en Dios. No perseveré en la Compañía de Jesús, pero jamás dejé de amarla
y estarle agradecido. No conozco el odio, no necesito perdonar a nadie. Pero sí
que me perdonen cuantos se sientan acreedores míos con razón, que serán más de
los que están en mi memoria. Amé al prójimo. No tanto como a mí mismo, aunque
intenté acercarme muchas veces. No haré un discurso sobre mi paso por la vida.
Cuanto hay que saber de mí lo sabe Dios. En cuanto a mis restos, sólo deseo la
cremación y consiguiente devolución de las cenizas a la tierra, en la forma más
simple, sencilla y menos molesta y onerosa. Pasad pues de flores, esquelas,
recordatorios y similares. Todo eso es humo: Sólo deseo oraciones. De este
mundo sólo me llevo lo que me traje, mi alma. Consignado todo lo cual,
agradecido a todos, deseo causar las mínimas molestias. Dios os lo pague”.
[Testamento
de José Luis Martín Vigil, publicado en octubre pasado, en el boletín
“Bellavista” de los antiguos alumnos de los jesuitas de Vigo. Yo lo he tomado
de esta página web.]
Martín Vigil no fue,
a pesar de su éxito de ventas, un escritor a quien haya que inmortalizar en la
historia de las letras. Tampoco como predicador merece que sus homilías de Salamanca
compendiadas en tres tomos se conserven junto a los sermones de los santos
padres de la Iglesia. Y de lo demás que cuentan de él, mejor correr un tupido
velo, y respetar a quien ya ni puede ni querría defenderse.
No, no es para tanto
tampoco la mala baba con que le han querido glosar tarde, mal y nunca.
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