Estimado enemigo mío:
No puedo sino dirigirme a ti en estos términos, aunque seas benigno y no hayas dejado en mi persona más secuelas que las que hasta ahora hayamos detectado.
Ayer me despedí de ti. Eso es lo que pretendí aguantando el temporal que me sobrevino durante tres cuartos de hora.
Iba tan contento a recibir el último implante que por ahora necesitaba. Durante largos once meses, más que un embarazo habitual, esperé que mi hueso rellenara el espacio que creíamos desocupado, cuando mi dentista preferida y servidor decidimos de mutuo acuerdo desprenderme del pequeño incisivo, el 12, al que tú habías inutilizado. Aquella primera intervención debería hacer significado tu desaparición: diente extraído, quiste suprimido. Pero no fue así. Persististe a pesar de todo, y te convertiste en un simple quiste solitario, sin diente ni raíz de los que amamantarte, callado pero latente, ocupando un espacio que te apropiaste sin pertenecerte, sin pedir autorización ni reparar en que yo lo necesitaba.
Mientras, insensibilizada esa pequeña poción de mi cuerpo, actuaban mi odontóloga y su acompañante (porque se requirió la presencia de un segundo interventor), legrando las paredes de una cavidad tan profunda que yo imaginaba alcanzaba hasta el rabillo del ojo, juré para mis adentros no volver a contemporizar con dolor o molestia alguna. Si así lo hubiera hecho en su momento, no estaríamos en éstas.
“Pero, ¿no notaste nada durante todo este tiempo?”, me preguntó sorprendido el interviniente añadido. Respondí que sí, pero que achaqué a las zanahorias crudas que me como y que pensé habrían magullado mis encías. Pero ahora reconozco que ahí estuviste tú maquinando, sorda, contumaz y perversamente; y yo, sueco de mí, haciéndome el distraído, en la pretensión de que no reconocer, no dar importancia, es quitar de la existencia. Vanidad de vanidades. Por más que el avestruz oculte su cabeza en la arena no consigue con ello suprimir la amenaza de su depredador.
Si a tiempo voy y doy la voz de alarma, no habríamos llegado a donde estamos. «Muerto el perro, se acabó la rabia». Tú seguiste vivo, y tu rabia se quedó en mí. Sólo por mi culpa.
Ahora tengo el carrillo tumefacto, mi boca dolorida, he de estar medicándome durante siete días, cinco puntos en mi carne, y tiempo por delante para ver si ese dichoso hueco se hace hueso de mis huesos y algún día, por fin, puede colocarme mi estomatóloga del alma una prótesis dentaria que además de servirme para morder manzanas, impida que se me escape el aire, como si fuera un silbido mosqueante y pitorréico, cuando hablo a mi concurrencia.
Dicen que la vida es breve y que pasa rauda y veloz. No es mi caso, ahora que me apremia que mi cuerpo regenere algo de lo que ha perdido en el camino.
Para más información sobre quistes dentarios y su exéresis, consultar esta página: http://maxilodexeus.com/cirugia-maxilofacial/quistes-maxilares/
1 comentario:
Eres valiente y fuerte, buen amigo. Puro berrocal o, quizá, enhiesto surtidor de sombra y sueño. Escribir tras un repaso de ese tipo. Admirable. El lunes entro en el quirófano. Me acordaré de tu fortaleza antes y después de despertar.
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