Tiempo de silencio

Solitud

En la llanura del seno conmovido:

Toda la sal de tu doblez
lloviendo bajo el agua de mis aires.

Toda la holgura de la distancia,
sin cartografía donde afirmarme.

Toda la marea del silencio
suspendida a la deriva de la sangre.

Toda la sinrazón de tu partida
agigantando las horas por delante.

Todo el estío voraz
que derramó en mi vientre tu desaire.

Todo el abismo anochecido,
donde el orgullo y su raíz se baten.

Todo el dolor alargando esta pavura
sin costuras que me legaste…

Toda la verdad desvestida y cayendo
sobre los huesos de mis soledades…


©Trini Reina Abril 2011


EN UN SEPULCRO NUEVO

Pilato - Está bien. Diles a esos condenados sacerdotes que pasen, ¡caramba! ¡Ni la siesta le dejan a uno dormir en paz!
Sacerdote - Gobernador Pilato, es casi la hora de nona. Den­tro de muy poco, la estrella de la tarde anunciará que entramos en el Gran Sábado.
Pilato - ¡Ja! ¡Qué estrella ni estrella! Desde que amaneció no para de llover. El cielo está más cerrado que una tumba ¡y us­tedes esperan ver una estrella!
Sacerdote - Tiene razón su excelencia. Aun así, faltan sólo unas horas para el Gran Sábado de la Pascua.
Pilato - Eso ya me lo dijeron. ¿Qué es lo que quieren?
Sacerdote - Se trata de los tres rebeldes crucificados en el Gólgota, gobernador. No pueden seguir ahí cuando haya comenzado la fiesta. La costumbre lo prohibe. Sería una grave impureza.
Pilato - Entonces, ¿dónde quieren que estén?
Sacerdote - En la fosa, excelencia. Bajo tierra. Bien muertos y bien enterrados.
Pilato - No se me ha comunicado aún que hayan muerto.
Sacerdote - No, claro que no, pero, ¿por qué no les ahorra a esos malditos una agonía larga? En fin, ya han purgado todas sus rebeldías.

Jesús había muerto ya, cerca de las tres de la tarde. Dimas y Gestas, los dos rebeldes zelotes que habían sido crucificados con él, se retorcían aún de dolor clavados sobre las cruces. Sus cuerpos, menos torturados que el de Jesús, resistieron por más tiempo el tormento. Cerca de ellos, las madres de los dos revolucionarios aguardaban a la muerte con ojos enrojecidos. Junto al madero donde colgaba el cadáver aún caliente de Jesús, las mujeres y yo, sentados sobre la tierra mojada de la colina, nos apoyábamos unos contra otros y llorábamos.

María - Juan, hijo, ¿qué irán a hacer ahora con Jesús?
Juan - No sé, María, no sé… no sé nada.
Magdalena - Mira, María, como que soy Magdalena, te digo que al moreno no lo van a echar en esa fosa. ¡Lo enterraremos nosotros como a un gran señor!
María - Pero, muchacha, si nosotros aquí no tenemos ni un peda­zo de tierra para una sepultura ni unos denarios para una sába­na decente. No sé lo que vamos a hacer.

La colina del Gólgota estaba sembrada de palos de cruces empapados en sangre. Alrededor, excavadas en las rocas peladas, había varías fosas profundas donde se echaban los cuerpos de los ajusticiados.

Juan - No sé… Quizás si habláramos con ese Nicodemo. Era amigo de Jesús. Lo vimos aquí en Jerusalén antes de lo del Templo. Es un tipo con mucha influencia. Si ese maldito Pilato le diera el cuerpo para enterrarlo en otro lugar…
Magdalena - ¡Sí, Juan, eso, eso! ¡Que no lo echen en la fosa, por Dios!

Pegados a las murallas, sin atreverse a dar un paso para acercarse, estaban Pedro, Andrés y algunos más del grupo. Después de la muerte de Jesús había quedado muy poca gente en los alrededores del Gólgota. Faltaban sólo unas horas para que comenzara el Gran Sábado de la Pascua y muchos, cansados, después de un día de lluvia tan largo y tan triste, volvieron a la ciudad a encerrarse en sus casas.

Tulio - Eh, tú, ¿ya han muerto ésos?
Soldado - El nazareno sí. Los otros dos, todavía no. ¡Míralos!

Por la Puerta de Efraín aparecieron tres soldados con garrotes y lanzas. A grandes pasos subieron por las rocas peladas de la colina.

Tulio - Hay que acabar rápido. Ordenes del gobernador. La fies­ta de los judíos empieza cuando el sol se ponga y éstos no pueden quedarse aquí.
Soldado - ¿Qué hacemos?
Tulio - Vamos a partirles las piernas a esos dos para que se mueran de una vez.
Soldado - ¡Bien pensado, caramba! ¡Estoy hasta la coronilla de tanta lluvia y tanta lágrima! ¡Para que después te paguen lo que te pagan!
Tulio - ¡Ea, fuera de ahí, mujeres, sepárense de las cruces!
Mujeres - ¡Asesinos, asesinos!
Tulio - ¡Que se vayan de aquí les digo, vamos!

Dos soldados se acercaron a las cruces donde Dimas y Gestas luchaban con la muerte y alzando unos gruesos garrotes los descargaron una y otra vez con violencia sobre las rodillas y las piernas, machacándoles los huesos.(1)

Mujer - ¡Que se acabe este infierno, Dios mío! ¡Que se acabe pronto!

La muerte no tardó en llegar. Los cuerpos de aquellos dos muchachos, al perder el apoyo que tenían en las piernas, se desplomaron ahogándose muy pronto. Sus caras quedaron contraídas por el horrible dolor del último momento.

Tulio - Y este otro, ¿qué? ¿Seguro que está muerto?
Soldado - Sí, dio un grito y se quedó tieso hace un rato.
Tulio - Es raro. Murió muy rápido entonces.
Soldado - Para como llegó aquí duró bastante. Venía hecho una piltrafa.
María - Por favor, no le hagan nada más… De verdad que está muerto.
Tulio - Apártate de ahí, mujer. Esta muerte hay que comprobarla. Son las órdenes.
Magdalena - ¡Maldita sea, déjenlo descansar en paz de una vez!
Tulio - ¡Vamos, ramera, he dicho que se larguen!

Uno de los soldados agarró fuertemente la lanza que había traído y la dirigió contra el cadáver de Jesús. De un golpe certero le atravesó el corazón. La última sangre que aún quedaba en aquel cuerpo destrozado, corrió lentamente por el pecho.

Tulio - Ahora sí. Trabajo concluido. ¡Vaya día el de hoy!

El soldado sacó la lanza y con una esquina de su viejo manto rojo limpió la sangre de la punta.

Soldado - ¿Sabes lo que te digo, Tulio? Este tipo, no sé… Yo he dicho siempre que es en la muerte donde de veras se conoce a la gente. Este era un hombre bueno. Para mí que era ino­cente.
Tulio - Pues a ver si se te pega algo. ¿No te quedaste tú con su ropa? Ea, déjate de sensiblerías. Que los desclaven pronto y los echen más pronto a la fosa. Nosotros tenemos que volver al cuartel a dar cuenta al gobernador. ¡Nos veremos allí! ¡Dicen que esta noche hay buen vino para cenar!
Soldado - ¡Oye tú, vamos a bajar a éstos!
María - Juan, hijo, corre a buscar a ese señor Nicodemo. A ver si consigues algo.
Magdalena - ¡Yo voy contigo, Juan!
Juan - ¡No, Magdalena, quédense ustedes aquí! ¡Volveré pronto!

Juan fue a buscar al magistrado Nicodemo en su lujosa casa del barrio alto…

Juan - Por fin lo encuentro, Nicodemo.
Nicodemo - Ya sé que ha muerto, ya lo sé. Lo vi desde la muralla. Hace un rato que estoy dando vueltas como un imbécil. ¡Maldita sea! ¿Por qué no conseguimos impedirlo?
Juan - Ahora necesitamos su ayuda, Nicodemo. Se trata del cuerpo de Jesús.

Y Nicodemo, con prisa, buscó a su colega José de Arimatea…

Nicodemo - José, los amigos del nazareno nos necesitan. Tú tienes buena entrada con el gobernador. Conoce mucho a tu mujer, ¿no? Pues ve y dile que te dé el cuerpo para enterrarlo como es debido.
Arimatea - Descuida, Nicodemo, iré a ver a Pilato ahora mismo.

José de Arimatea llegó a la Torre Antonia a la par que los soldados…

Pilato - Pero, ¿cómo? ¿Ya ha muerto ese hombre?
Soldado - Sí, gobernador. Está tan muerto como que yo estoy de pie ahora. Le atravesé el corazón con la lanza.
Pilato - Está bien, puedes irte.
Soldado - A la orden, gobernador.
Pilato - Y tú, José de Arimatea, ¿desde cuándo eres de los que iban detrás de ese profeta loco?
Arimatea - Locos hemos sido los que no supimos defenderlo.
Pilato - ¿Qué? ¿Remordimientos? Bueno, tranquilízate, hom­bre, que no es para tanto. ¿Qué quieres? ¿El cuerpo? Pues quédate con él. Si ése es tu capricho, tienes mi permiso.
Arimatea - Deme la autorización por escrito, gobernador.

Por las calles de Jerusalén no se oía hablar de otra cosa que de lo ocurrido en el Gólgota. A aquellas horas de la tarde, la lluvia comenzaba a amainar y el sol calentaba tímidamente las azoteas de las casas. La gente, con el corazón triste, tratando de sepul­tar todo en el olvido, hacía ya los preparativos de fiesta para el gran descanso sabático.

Nicodemo - ¡No faltaría más! Por dinero no te preocupes, Juan. Ni por el lugar. Ya hablé con mi colega José y pueden enterrarlo en un sepulcro nuevo que tiene él para su familia y está cerca de allí. Anda, vuelve con las mujeres, no las dejes solas. Yo iré enseguida con todo lo que haga falta. Van a cerrar pronto las tiendas y tenemos que darnos prisa.

Cuando regresé a la colina del Gólgota, ya habían desclavado a Jesús y a uno de los zelotes y estaban bajando al otro. El cuerpo de Jesús, con los brazos estirados, conservaba aún la forma de la cruz y descansaba en el suelo, sobre el manto de María, que lo contemplaba en silencio, en cuclillas junto a él. Las mujeres, de pie, lloraban mordiéndose los labios. Mateo y otros más se ha­bían acercado, venciendo el miedo. Ninguno reconocía en aquel rostro completamente desfigurado, cubierto de costras de sangre, los rasgos tan queridos de nuestro compañero.

Pedro - Esto es un mal sueño, Juan, un mal sueño.
Juan - Ven, Pedro, vamos a hablar con los soldados. Tenemos la autorización para enterrarlo aquí cerca.

Mientras Pedro y yo hablábamos con el centurión, mostrándole el permiso, María recostó la cabeza herida de Jesús sobre su regazo y, con el pañuelo empapado por la lluvia, comenzó a limpiarlo…

María - Pareces otro, Jesús. Cómo te han puesto, mi hijo… Ya ves, yo tenía miedo. Cuando te fuiste a Cafarnaum, te lo dije: No te metas en líos, hijo. No me hiciste caso y hasta me arrastraste detrás de ti. Me decías: Mamá, tú siempre fuiste luchadora y valiente. No, hijo, qué va. Tú sí que has sido un valiente. Hasta el final, Jesús, hasta el final… Como tu padre… Si José te hubiera visto… Me parece oírlo: Mujer, que el mu­chacho nos salga bien derecho para que saque siempre la cara por los demás. Eso es lo que tenemos que enseñarle, eso es lo que Dios quiere de él. Lo aprendiste, hijo, lo aprendiste bien. Ahora habrá que volver a Nazaret, a trabajar la tierra, a buscar agua en el pozo, a sacarle más callos a las manos… ¡Comadre María, que ahí viene el moreno a verla! Ya no volverás, hijo… Ya no volverás nunca más. ¿Y qué voy a hacer yo sola sin José y sin ti? ¿Por qué no me hiciste caso, hijo? Jerusalén es mala, no vayas a Jerusalén. Yo tenía mucho miedo, ya ves. Pero estoy orgullosa de ti, de todo lo que has hecho. Le daba vueltas y vueltas en mi corazón a todo lo que decías cuando estabas lejos, en Cafarnaum. Sí, hijo, yo también creo que Dios le rega­la su reino a los pobres, a los que lloran. No puedo, hijo, no puedo… Hijo mío…
Juan - Vamos, María, que se hace tarde.

Sin tiempo para lavar bien el cuerpo de Jesús, lo ungimos apresuradamente con una mezcla de perfumes de mirra y áloe que trajo Nicodemo, según la costumbre que tienen mis paisanos para enterrar a sus muertos.(2) Luego lo envolvimos en una sábana gran­de y fina que había comprado José de Arimatea. Nadie decía una palabra. Teníamos mucha prisa y mucha tristeza. La lluvia había cesado y un viento fresco ahuecaba nuestras túnicas mojadas. Entre Pedro y yo cargamos el cuerpo de Jesús. Muy cerca de la colina del Gólgota había un huerto y allí tenía José de Arimatea un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado toda­vía.(3) Dentro de aquella cueva profunda, excavada en la roca, colo­camos el cadáver de Jesús. Cerramos la entrada con una piedra redonda y gruesa como una rueda.

Juan - Vámonos, María. Ya empieza el Sábado.

María apoyó durante unos momentos su frente contra aquella losa húmeda. Después buscó mi brazo para no resbalar y se puso en camino. Con ella regresamos a Jerusalén. La tarde se moría sobre las murallas y las trompetas del Templo anunciaban que entrábamos en el descanso del Gran Sábado.(4)

Mateo 27,51-61, Marcos 15,38-47; Lucas 23,47-56; Juan 19,31-42.

Comentarios

1. Algunos crucificados permanecían colgados del madero días enteros, en una agonía inacabable. Las leyes romanas tenían previsto acelerar la muerte fracturando los huesos de las piernas a golpes. El desgarramiento que se producía en todo el cuerpo provocaba la asfixia final. A los zelotes crucificados con Jesús les fue aplicado este brutal método. En el caso de Jesús, no fue necesario romper ningún hueso porque murió muy pronto. La lanza con que el soldado romano le atravesó el corazón buscaba asegurar que estuviera realmente muerto. Como un tiro de gracia.

2. Para los israelitas un entierro digno era la mayor muestra de cariño por el difunto. El de Jesús -por las circunstancias- tuvo que hacerse con los mínimos requisitos tradicionales. Los cadáveres eran lavados, se les ungía con aceite y se les vestía con sus mejores ropas. En tiempos de Jesús, los rabinos habían ordenado vestirlos de blanco. El evangelio dice que el cadáver de Jesús fue ungido con una mezcla de mirra y áloe. La mirra era una resina aromática de mucho valor, que se usaba también para ungir a los esposos el día de su boda, y el áloe, una esencia olorosa sacada de la savia de ciertos árboles de la India. Se empleaba para dar olor a las ropas de cama, vestidos y sudarios. Como mortaja se usaba una sábana o lienzos en forma de bandas, aunque no se sabe con exactitud cómo se colocaban sobre el cuerpo del difunto. Algunos dicen que la cara se cubría con una tela y que se vendaban las manos y los pies.

3. Desde tiempos muy antiguos, Israel enterró a sus muertos en cue­vas naturales para no desperdiciar terreno cultivable. Los pobres de Jerusalén eran enterrados en fosas comunes en el torrente Cedrón. Jesús fue colocado en una tumba privada, en un sepulcro nuevo, comprado por José de Arimatea para su familia y en la que nadie había sido enterrado antes. Aprovechando la excavación natural de la roca, se acondicionaba el lugar en forma de habitación, con una o varias mesas de piedra para colocar los cadáveres. A veces, se excavaban nichos a lo largo de las paredes. En muchos casos -como en la sepultura de Jesús- esta habitación o cámara sepulcral estaba precedida por una antesala o pasillo. Algunas veces, los cadáveres eran introducidos en las cámaras mortuorias en un ataúd, aunque no era lo habitual. La entrada de la tumba se cerraba con una pesada piedra redonda, que giraba como una rueda y a la que se untaba cal como señal de impureza por la presencia de un cadáver.

Después de dos mil años se conserva el banco de piedra donde fue depositado el cadáver de Jesús, en el sitio exacto del jardín cercano al Gólgota donde fue enterrado. Dentro de la Basílica del Santo Sepulcro, en el barrio árabe de Jerusalén, está este lu­gar, trascendental para la fe cristiana. A pesar del abundante de­corado acumulado durante siglos, todavía puede distinguirse per­fectamente la estructura de la cueva: la antesala, el pasillo y la cámara mortuoria, muy estrecha, donde está la mesa de piedra, recubierta hoy por un mármol blanco. A la entrada, un letrero dice: «No está aquí. Resucitó».

Santa Elena, madre del emperador romano Constantino, ordenó excavar la zona de Jerusalén donde estuvo el Calvario y descubrió su localización exac­ta. Los llamados “Santos Lugares” se convirtieron desde entonces en centro de peregrinación para los cristianos de muchos países cercanos. Esto ocurrió unos 300 años después de la muerte de Jesús. Los “Santos Lugares” también fueron motivo de crueles guerras. Unos mil cien años después de la muerte de Jesús estaban en poder de los musulmanes. Hombres de toda la Europa cristiana se enrolaron en guerras llamadas Cruzadas para re­cuperar los “Santos Lugares”. Las Cruzadas duraron, con intervalos, 200 años y tuvieron más motivos económicos y políticos que religiosos. No consiguieron su objetivo de rescatar el Santo Sepulcro. Lo más grave fue que en nombre de la cruz de Jesús se cometieron saqueos y crímenes de todo tipo contra los árabes, que también usaron de enorme violencia contra los cristianos.

4. Jesús murió el viernes de la semana de Pascua, que era para los judíos «día de preparación», ya que al día siguiente, sábado, no se podía trabajar. Era el día de descanso impuesto por la Ley. Por tratarse del Gran Sábado de Pascua, era aún más solemne que los otros sábados del año. El Gran Sábado comenzaba al caer la tarde y aparecer en el cielo las primeras estrellas. Los cadáveres de los ajusticiados eran «impuros» y, según la ley, no debían manchar con su presencia la fiesta de aquel día. Esto explica la urgencia con que terminó la ejecución de Jesús y la prisa con que tuvo que efectuarse su entierro.

[«Un tal Jesús». José Ignacio y María López Vigil. Salamanca 1982. Volumen 2, págs. 979-986]

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