Estoy viendo una peli, “Suso”. Va la chica y dice: “¿Quieres que te consuele, o ir de tipo duro?” Y luego, el chico que dice triunfar en Argentina, Cundo, se declara ante sus antiguos compas: “No soy el jefe de una pizzería; yo las hago, las echo kepchup, las pongo anchoas…” Los cuatro amigos construyen una torre al difunto Suso, pero termina derrumbada; y en ese momento, al caer la lluvia, se dispersan cada cual a sus asuntos.
Este post quería ir de tipos “cien”, como en otra época se decía de una moza, “es una mujer 10”. Recuerdo que a Ursula Andrews la denominaron de esa manera, toda voluptuosa saliendo del mar armada cual walkiquiria triunfadora.
Lo normal es que envejezcamos, olvidemos aquellos sueños juveniles, nos hagamos algo cascarrabias, echemos tripa y culo, perdamos pelo (a mí eso no me ocurre, pero es que yo no cuento), nos volvamos olvidadizos y terminemos por gustarnos tal como nos vemos, no importa cómo hayamos sido. Ni entonces ni ahora; un 100, ni pa dios.
Pero yo sí me he topado con personas que merecen esa puntuación, a pesar de que a nadie se le haya ocurrido atribuírsela, al menos que yo lo sepa. Si me pusiera a contar, me saldrían bastantes; posiblemente no tendría suficiente con los dedos de las manos y necesitaría quitarme los calcetines para continuar la cuenta.
Algunas de esas personas ya las he sacado en este blog, a otras no. O no me he atrevido, o todavía no ha llegado su momento. Ya veremos.
Hoy quiero homenajear a quienes sin brillar en el firmamento de las celebridades, han pasado por mi vida, o yo he rozado las suyas, y han dejado un rastro luminoso. Constituyen mi panteón particular:
Guadalupe, mi primera maestra, y sin título. La señá “Upe”. En su escuelita aprendí las letras y los números. Me sacaba al corral para aguas menores y mayores. Me corrigió con caricias de sus nervudos dedos. Aún recuerdo su casa, a su hija Ángeles y a su yerno Saturnino, pastor, que me asustaba y metía miedo, de mentirijillas.
Consuelo. Tendrá ahora pasados los noventa. Era vecina nuestra cuando yo era un chavalín de la calle. Perdonó todas mis travesuras, y fueron muchísimas.
Mi tía abuela Carmen, esposa de mi tío Álvaro. Él, un cardo borriquero; ella, una delicia de mujer. Era zaragozana. “Milangitos” me llamaba. ¡Cuánto he cambiado!
Marceliano, mi abuelo materno. Yo era, con apenas cinco años, su “brazo fuerte”. ¡No fardó poco conmigo como nieto! Lo mismo le ocurrió a su hijo, también Marceliano, que me paseó entre amistades muy orgulloso, hasta que se casó y tuvo su Marceliano particular.
El hermano Carlos Borromeo, babero. ¿Qué vería en mí? ¡Cómo le fallé!
El señor Satué y su esposa. Jubilado de la renfe. Un manitas, que me enseñó a chapucear todo lo chapuceable. Al final hasta me llamaba para que le echara una manita en su trabajos.
Miguel Ángel, cura. “Senior” él, “junior” yo. Hizo de mí casi lo que soy. Me tomó de su mano cuando yo ni sabía lo que era, qué quería y para qué servía. Todavía nos queremos. ¡Y mira que nos vemos de pascuas a brevas!
José Delicado, arzobispo recién llegado. Se fió de mí a primera vista y no lo dudó: me ordenó de cura a los ocho días justos. Él dice que los papeles estaban todos en regla; no me lo creo, tuve una juventud demasiado vertiginosa. Desde entonces he procurado responder a su confianza. La próxima vez que le salude, le preguntaré qué tal lo voy haciendo.
Fidela, hija del peón caminero a quien los señoritos pasearon en una madrugada malhadada e inolvidable, y dejaron tirado malamente en la misma cuneta que él cuidaba. No le importó añadir a sus cinco hijos al recién llegado. Adoptó al curilla relamido que aterrizó en el pueblo cual extraterrestre, y le protegió y defendió, a pesar del pantalón rosa y de sus maneras imposibles, con una decisión que sólo puede darlo esta tierra nuestra.
Maite, funcionaria entonces de grado menor, hoy de muy superior nivel. A pesar del tiempo, sigue acordándose de mí. Me aceptó todos los sueños que le conté, y ella me ayudó a hacerlos realidad. Ni viéndolo me lo creía. Pero ocurrió.
Ramón, que desde que llegó me eligió. Oye, tú, cuando volvamos a vernos me lo explicas, porfa.
Vidal, mi padre. De pocas palabras. De hondos sentires. Tanto, que había que sacárselos a base de pico y pala. Fiel hasta el final.
Sagrario, mamá. Una chica de pueblo transplantada a la ciudad. Inconformista anacrónica. Independiente sin estridencias. Contundente con guante de seda. Persistente y duradera más allá de la muerte.
Guadalupe, anciana residente del lugar en que acabo de estrenarme como capellán por libre. Ella solicitó que me buscaran para ocupar un puesto que había quedado vacante. Me quiere con serenidad, sinceramente.
Hay más nombres, pero también hay mucho tiempo por vivir para ir sacándolos. Todo se andará.
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