Campamento 1983. Vegacervera (León) |
Lo comprometido es sagrado y lo prometido, deuda; así que ahí va la segunda parte de la foto de antesdeayer. La salida de las Cuevas de Valporquero.
Corría el año de gracia del Señor de 1983. Como era nuestra costumbre, durante el invierno y la primavera recorrimos diversos parajes de la autonomía buscando lugar donde realizar nuestro campamento de verano. Aquel año elegimos la provincia de León. Tras varios viajes, nos fijamos en la localidad de Vegacervera. Charlando con la gente, nos indicaron varias posibilidades, pero ninguna nos gustó. Finalmente, el alcalde señaló una pradera allende el río, que los naturales denominaban “la ranera” (eso lo supimos mucho más tarde). Fuimos, la inspeccionamos, y la acogimos. Ya sólo faltaba gestionar los trámites administrativos de rigor: permisos municipales, certificados sanitarios diversos, toma de muestras y otras menudencias que llevaban engorrosamente un tiempo largo.
La campa, por llamarla de alguna manera, era una ladera, en la margen izquierda del río Torío, toda llena de escobas, y sombreada sólo junto al río por los árboles de la otra orilla. O sea, que sólo y apenas habría protección contra el sol a partir del mediodía. Situada justo a la entrada del desfiladero que se conoce como “las hoces”, tenía acceso por un camino que salía del pueblo por un puente kilómetro y medio más atrás.
Pero cuando llegamos en julio a instalarnos resultó que el camino era una acequia, que el río no venía tan bajo de agua como nos dijeron y que de las hoces, por un extraño fenómeno de compensación térmica, salía un viento huracanado, que no pasaba por el pueblo pero sí por “la ranera”. Con todo el equipaje esparcido por la campa, descubrimos que no habíamos elegido precisamente el mejor lugar del mundo.
Hicimos de tripas corazón, y empezamos a dejar volar la imaginación para situar cada cosa en su lugar: abajo el comedor, la cocina y el fregadero; arriba las tiendas; en medio, el campo de juegos y el fuego de campamento; en la zona más apartada y abrupta, la letrina. Al cabo de una semana todo tenía apariencia normal, y estaba dispuesto más o menos para recibir a la chavalada. El día 15 llegó puntualmente el autocar, gracias a Laura, que sacó de la cama al chofer que se había olvidado del recado. Eran aproximadamente 50, que con monitores añadidos sumábamos 70 cuerpos y almas.
Tras los primeros instantes de desconcierto general y generalizado, en cónclave reunidos, vimos que no se podía hacer allí gran cosa, y que había que cambiar de planes: estar lo menos posible en casa, y sacar al personal de paseo por el monte o por donde fuera.
Es así que fue, pues, un campamento habitado durante el día por enfermos, que los hubo, y por cuerpos empapados los muchos días de lluvia, que también los hubo. Las noches fueron tranquilas, es un decir, porque al caer la tarde aflojaba el viento y nos dejaba en cierta calma.
Paseos a tutiplén: a Rodillazo, a Valporquero, monte arriba, monte abajo, al pueblo, a Tabanedo, a Coladilla…
Una excursión al mar, destino Gijón.
Una obsesión que duró exactamente quince días: sanar los vientres revenidos. Fue aquella como una peste que nos atacó y de la que conseguimos salir sin mayores consecuencias. Por ella pasamos todos, unos más y otros menos.
Y una permanente ocupación: secar lo mojado y recomponer/sujetar lo arrancado. Agua y viento se confabularon para hacernos la vida imposible.
El último día, tras cargar personas y enseres en sus correspondientes carruajes y remitirlos con destino al origen, me deshice de mis botas totalmente podridas tirándolas quéséyodónde y cenándome en León capital un bocata de calamares grasientos a las tantas de la madrugada; no había otra cosa.
P.D. Es necesario aclarar algunas cosas. Éramos más pobres que las ratas. Lo hacíamos todo sin dinero, transporte incluido. Enfrentábamos las situaciones según nos sobrevenían, y casi siempre teníamos aliados a nuestro favor. Pero con todo y con eso, enemigos siempre surgían acá o acullá. Aquel año fueron el viento, el agua, la cadena alimentaria que se rompió por alguna argolla, el agua del pueblo que posiblemente no estaría demasiado bien higienizada, la falta de sombra en la zona de tiendas… o nuestros cuerpos que llegaron más débiles y desprotegidos que en otras ocasiones.
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