Ante el escrito rotulado “A Dios, Aitor”, publicado en multitud de lugares, y cuyo autor es José Arregui, no puedo sino expresarme disintiendo. Y ello a pesar de que, visitados algunos de los muchos lugares donde aparece(1), los comentarios que me he encontrado son en su casi totalidad laudatorios.(2)
De Aitor no hablaré, que es persona que no conocí. Tampoco de lo que hizo, ni de por qué lo hizo. Tal vez aquí se encuentren las claves para acceder a su persona: http://www.humus.tk/web/content/la-muerte-de-aitor-emezabel-zamora.
De lo que sí me atrevo a hablar es de por qué una hermosa y entrañable despedida de una persona cercana, incluso puede que amiga, yo esté entendiéndola como una oración fúnebre en honor del fallecido, y como una queja a la institución en la que “militó”, hasta que decidió adelantarse voluntariamente hacia el ésjaton(3).
Entiendo que alguien tenga poco apego a la vida; o que teniéndola en mucho, acepte perderla o exponerla por razón suficiente. La expresión “dar la vida por” me parece lo máximo que se puede hacer a favor de quien o lo que sea la causa que mueve a la acción.
Aceptar la propia muerte cuando ya no se puede retener la vida es lo más noble, lo único noble, que nos queda a los humanos. Acompañar en esos momentos a la persona querida, a cualquier ser humano, reafirma a quien lo hace en su propia humanidad. (Ignoro si ayuda o no, si es suficiente ayuda o si es la única ayuda que en ese instante se puede realizar).
Por otra parte, como dijo José Luis Martín Descalzo, total morir no es nada, “sólo es morir”(4):
Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura.
Quitarse la vida, no. Ni valentía, ni nada que pueda ser puesto en valor.
Ante quien se suicida no me parece que quepan alabanzas. Dolor, sí; comprensión, también; silencio, total.
Dolor por la pérdida, por no haber estado al tanto, por no haber podido o sabido salir al quite, por no poner los medios adecuados, por haberle dejado solo, por…
Comprensión por los motivos que pudieron existir para llevarle a tal decisión, por las circunstancias que concurrieron, por el sufrimiento que soportaría, por la falta de agarres que pudo experimentar, por su persona…
Silencio total, ahora que él tomó su decisión. Ni alabar, ni condenar; sólo callar ante el misterio de nuestra humanidad/divinidad. Y en lo posible, orar.
Si se encontró encerrado en vida, no puede nadie, por buen escritor que sea y tener audiencia plena, aducir que es “voluntad divina el que alguien se quite la vida cuando no puede vivirla como Dios quiere”. ¡Demasiados seres humanos, de toda edad, sexo y condición, viven muriendo en condiciones infrahumanas, o mueren viviendo una vida que Dios no la puede querer, pero que sufre con todos ellos, y espera de nosotros que echemos una mano, y anima a quienes padecen a liberarse y resucitar.
Si le pesó su sacerdocio no tiene por qué ser convertido en invectiva contra la Iglesia que le llamó y le ordenó para el servicio de la comunidad en la Mesa y en la Palabra, en la Caridad y en la Comunión; ni exigírsele que se libere “de ese inmenso peso muerto clerical de mil ochocientos años”. ¡Demasiados ministros de la Iglesia llevan esa carga ligera como un don y lo hacen sirviendo con amor a la comunidad que les ha sido confiada y que es al mismo tiempo su apoyo y su esperanza!
Termino ya, que no me quedan más palabras.
Si, finalmente, Aitor no se atrevió o no pudo interrumpir su servicio eucarístico a la comunidad aquella mañana de domingo, nadie debería decirle ahora “no pudiste dejar de lado tus papeles, bajarte del altar, bajarte del ambón, romper a llorar o a gritar y sentarte con nosotros en la iglesita de Arroa”, porque tampoco nadie de aquella comunidad subió al altar en aquel momento a abrazarle y arroparle, a romper su soledad y a susurrarle palabras de vida.
¡Qué pena de ocasión perdida!
(1) Valga como muestra esta pequeña relación:
(2) Esta entrada pensé en un primer momento editarla como Carta abierta a José Arregui, pero desistí por no repetirme. Tampoco he realizado comentario alguno en los lugares de la red donde se ha colgado su escrito. No es mi intención entrar en polémica, dado que es muy posible que no le haya entendido y esté metiendo la pata. Si así fuera, no me duelen prendas en reconocerlo, incluso me alegraría si este fuera el caso.
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