No supe lo que es la tensión hasta que empezamos a tomarla al personal en el hogar de jubilados. Me refiero a la tensión arterial.
La culpa fue de Rosa, mi fisioterapeuta preferida. Se ofreció a venir todos los meses y ayudar a controlar una cosa que a partir de determinada edad resulta ser compleja y un tanto difícil. Ofrecida ella, tuve yo también que comprometerme a ayudarla. Mientras ceñía la manga del sphygmomanometer y aplicaba el fonendo, yo le decía el nombre de la persona y apuntaba datos: 13/7, bien; 18/12 alta; 21/14 al médico cuanto antes. Y así.
Claro, al terminar no podía escurrir el bulto, y también yo pasaba por sus manos, pero sin problemas. Peinaba entonces apenas treinta años y anda siempre en 12/7.
Pasó el tiempo, Rosa dejó de venir porque apenas quedaba gente, y yo también me olvidé, total para qué.
Un día, mi doctora favorita, Milagros, mirando mi ficha en la pantalla del ordenador dijo como si hablara con otra persona: a partir de ahora hay que controlar la tensión, el colesterol y ya de paso los niveles de próstata. Alucinando me quedé. ¿A mí? ¡Pero si no me pasa nada! La edad, me respondió, te pasa la edad. Análisis de sangre, baja y pide cita.
Afortunadamente los resultados fueron normales, y la prueba se repitió cada año durante casi una década en octubre. Que digo yo que sería porque con el caer de la hoja en ese mes parece que el cuerpo engaña algo menos que en otros.
Llegó 2005 y ahí fue el punto de inflexión. Acababan de morir mis padres, que me habían tenido absorbido durante más de tres años, y en la dichosa pruebecita de octubre la tensión dio por las nubes y el colesterol aspirando a hacerlo.
Esto se pone serio, fue lo que me dijo. Quita la sal, el café, y esto y lo otro y lo demás allá. Deja de fumar… Y fue entonces cuando planteó la conveniencia de medicarme.
Me negué en redondo, comprometiéndome a tomar las medidas necesarias y más para bajar ambas cosas por mi cuenta. Fue entonces cuando conocí unos bebedizos que decían que impedían la formación de esas cosas malas, y que ayudaban al organismo a eliminarlas; además el ejercicio que hacía lo intensifiqué; y reduje la ingesta de grasas saturadas; y fue entonces cuando empecé a frecuentar la piscina; en fin, que me propuse un plan serio.
La tensión volvió a ser normal, “de libro” en expresión de mi enfermera favorita Pilar. Pero el colesterol se resistió. Y eso que el bueno estaba altísimo, dando como consecuencia un coeficiente de riesgo más que óptimo.
Milagros fue inflexible: una pastilla de simvastatina 10 mg cada día. ¿Hasta cuando? ¡Hasta siempre! Tómala después de cenar, antes de acostarte.
Cada tres meses, tengo que ir a confesarme con mi enfermera Pilar, y recibir el paquete de recetas. Menos mal que en la farmacia siempre me sirven genéricos. Es un alibio.
Resignado, estoy a punto de tomarme la pastilla correspondiene a este día uno de septiembre. Y agradecido, porque hace un año me amenazó con subirme la dosis a 20 mg, pero hice que entrara en razón y me lo dejara en lo que estaba. Claro que aquí me echaron una buena mano unos amigos de los que algún día he hablado, Toñi y Roberto, y de los que aún están pendientes de contar unas cosillas. Todo se andará.
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