Por simple “diletancia” (curiosa palabra que me acabo de inventar) tenía ganas de escribir algo a propósito de este día, San Valentín, conocido mundialmente como el “día de los enamorados”. Curioso que es uno, descubro que en Internet hay ya demasiado. Wikipedia le dedica una buena página: http://es.wikipedia.org/wiki/D%C3%ADa_de_San_Valent%C3%ADn. Incluso hay una página web que lo convierte en monotema: http://www.sanvalentin.com/. Hay, además, muchos otros lugares donde se comenta y se reflexiona con más o menos profundidad y más o menos acierto. Este, por ejemplo, es interesante: http://blogs.clarin.com/palabrademision/2011/02/13/alguien-que-creia-en-el-amor-san-valentin-14-02-11/
A la vista de lo cual, mis ganas se han desinflado, y no me restan las suficientes como para hilvanar algo que tenga originalidad y consistencia.
Pero, aún así, habida cuenta de la noticia que acabo de recibir de que el Papa pide a la Rota Romana que endurezca las condiciones para reconocer la nulidad de un matrimonio y que al mismo tiempo se aumenten las exigencias para acceder al matrimonio canónico, no me quiero morder la lengua y callarme así, sin más.
No descubro nada nuevo si afirmo que durante la mayor parte de la historia de la humanidad matrimonio y amor caminaron por separado, como si fueran cosas totalmente extrañas. Los esponsales estaban concebidos para unir reinos, afirmar haciendas, concertar alianzas, asegurar políticas y generar descendencia. El amor estaba, claro que no siempre, en otra parte. Y nadie se hacía ningún problema, salvo quienes nada tenían, nada podían esperar y no tenían tampoco nada que perder, y lo único que deseaban era vivir el amor que habían descubierto en su existencia, y que era su única riqueza. Como eran pobres, nadie les tenía en cuenta. Los que no lo eran, hacían de su capa un sayo, y a vivir, que son dos días.
Las cosas han ido cambiando, lentamente por supuesto, y hoy día no conozco persona sensata que no considere que para casarse lo primero que tiene que haber entre la pareja es amor. Lo demás contará lo que cuente, y bienvenido será; pero está después, no es lo primero.
Aún recuerdo, de mis tiempos de estudiante, las discusiones con el profesor de teología matrimonial, que mantenía que el fin primero del matrimonio era la procreación, y que así lo creía la Iglesia. Nosotros se lo discutíamos, e incluso intentábamos en nuestra ingenuidad rebatirle con argumentos escriturísticos y sentencias de los Santos Padres.
Ha pasado el tiempo y no parece que hayan cambiado demasiado las cosas. El matrimonio según la Iglesia sigue siendo considerado como un contrato, aunque pastoralmente intentemos tratarlo como un compromiso de dos personas que se quieren y deciden unir sus vidas para siempre. Y en la sociedad civil, por más razones que me den, percibo que se hace lo mismo, firmar cosas que obligan y reconocer derechos y obligaciones en plan contrato y ante el juez. Esto que digo queda de manifiesto a la hora de las duras, cuando hay que separar casa, luz y lecho, y hacerse cargo de la prole, que a veces es una carga demasiado pesada para los pretendidos deseos de libertad.
El afán de tener números abultados ha producido una masa disforme de bautismos, comuniones y matrimonios, cuantos más mejor, que ahora se reconocen como realizados en falso, sin base ni fundamento, por mucha teoría que se le quiera añadir.
Si ahora las cosas se van a poner algo más serias, y veremos hasta dónde se está dispuesto o dispuesta a llegar, me temo que muchas iglesias de tronío va a ver reducidos sus ingresos de considerable manera.
En todo caso, y sea cual sea el resultado de esto, ¡viva San Valentín!, que sí que llevó hasta el final su coherencia. Dicen que le martirizaron, aunque no se sepa con exactitud en qué lugar ni en qué fecha.
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