Según entraba en el espacioso templo las manos me empezaron a gritar de frío. No había alternativa. Paco se merecía que en sus funerales no tuviéramos la debilidad de aligerar el rito por una razón tan nimia.
Hace apenas medio año me llegó la voz: Paco está fastidiado. Luego ya estuvo el asunto claro del todo, un cáncer había mordido en su recia y destartalada humanidad. Ahora, recién jubilado, ha sido derrotado, pero no vencido. De sobra sabía que nada había que hacer, ni donde su madre quería tratarlo, ni donde su compañera, Angelita, mi prima, deseaba cuidarlo y probar a ver. Él lo sabía, y dejó hacer.
Hoy veníamos a despedirlo en Moral de la Reina, donde nació, donde de verdad era alguien, y lo hacíamos resignados, era uno más de una lista que ya empezaba a ser larga para algunos de nosotros, de perder de vista a allegados y amigos desde que Ramón se nos fue allá por mayo pasado. De alguna manera era yo el nexo entre toda aquella maraña de familiares que, tras no vernos las caras desde hace años, resulta que en los últimos meses ya éramos más que conocidos. “Te vamos a cansar de tanto funeral y nos vas a mandar a la mierda”, me cuchicheó una prima madrileña al saludarme esta vez.
El caso es que usando diversos templos, en lo que va de año habíamos terminado juntos en el cementerio recoleto de Moral, visitando tres tumbas diferentes, pero muy cercanas.
Pertenezco a una familia cuyos mayores han sido recios y de vida larga; pero los de mi generación, empiezo a descubrir que no lo vamos a ser tanto. Y si en el último funeral dije mirando a mis primos rodeados de sus hijos que ahora nos tocaba a nosotros tomar las riendas familiares, hoy voy a tener que mirar a mis sobrinos para indicarles que su turno empieza ahora, tal vez algo pronto para su juventud, que no para encontrarles aún insuficientemente preparados.
Hoy enterramos a Paco. Y he estado yo presidiendo el funeral en la enorme y gélida iglesia del pueblo. Junto a mí un compañero de claustro de Paco, y dos sobrinos, un ingeniero consumado y un estudiante de primero de teología en San Dámaso al que respondí, según se quejaba de lo que aún tenía por delante, que ya vería cómo todo llegaba antes de lo que uno piensa, y que él ya no se libraba del destino que le tenía asido por todas sus costuras.
Con una entereza de impresión, mi prima y sus hijos siguieron y participaron en el acto. Hablé yo, habló el sobrino ingeniero que recordó a su tío tan cercano, y terminó hablando el compañero cura que resultó ser un misionero en la India, que con Paco había organizado algún trabajo solidario por allá. El ingente acompañamiento no hizo en ningún momento gesto de cansancio o impaciencia, ni dentro del templo, ni en el camino al cementerio, ni en lo alto de aquel cerro donde está la tumba que recibió el féretro de Paco. El frío era intenso, el sol lucía pero sin ganas, y nosotros sabíamos que en esta tierra recia, también en la muerte hay que serlo y demostrarlo.
Eran las cuatro de la tarde de un día de febrero, y allí estábamos, despidiéndonos con besos y caricias, deseándonos volver a vernos a pesar del desparrame a que estamos sometidos.
La vuelta la hice acompañado de Roberto, mi hermano, que se quiso venir conmigo, y que no paró de hablar, tal vez pensando que lo hacía con Paco, terrible y temible parlanchín, con quien departía sin llegar a nada concreto de lo más divino y lo menos humano sin medir el tiempo, sin mirar el lugar, sin tener en cuenta si estaban solos o no, por el placer de hacerlo, por el gusto de saber que nunca se iban a convencer el uno al otro, por la seguridad de que fuera como fuera siempre podrían acudir el otro al uno.
Paco se quedó allá, pero también se vino con nosotros, como se fue igualmente con su mujer y sus hijos para la Villa y Corte, como se ha largado a la India con los alumnos a los que enrolló y enroló en acciones solidarias. Es seguro que también esté junto a San Pedro, y con él haya empezado un coloquio que al pobre expescador y renombrado Kefas le venga una pizca grande, porque Paco es mucho Paco. Si lo sabré yo.
3 comentarios:
No me salen las palabras cuando leo textos como ese. Lo leo más de una vez, porque siempre he comprobado que las referencias necrológicas encierran matices que sólo los allegados pueden captar y comprender. Me sobreviene el silencio, el dolor por la vida perdida, el desgarro por lo que no volverá. Cada cual tiene sus ideas sobre lo que ha de ocurrir, y todas muy respetables. En circunstancias como ésta sólo me cabe decir, sinceramente, LO SIENTO.
¡Conmovedor relato!. Supongo que puedo asomarme un poco a vislumbrar lo que sientes viendo cómo lo describes, pero no... no es lo mismo... recibe sólo un abrazo silencioso de mi parte.
Lamento tu pérdida Míguel. Tienes razón, van pasando los años y el relevo va llegando en todo y para todo; tendremos que ir aprendiendo la lección: nos tocará antes o después, ojalá sea cuanto "después" mejor.
Besos
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